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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE PARLAMENTARIOS BRASILEÑOS


Sábado 16 de mayo de 1998

 

Señor vicepresidente de la República;
señores senadores y diputados;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Me siento feliz de acogeros, junto a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, a vosotros que representáis hoy, aquí en Roma, al Parlamento de la noble y querida nación brasileña. Este encuentro me brinda la oportunidad de presentaros algunas reflexiones acerca de vuestra condición de políticos católicos, cuya actuación debe reflejar las aspiraciones de la gran mayoría de la población de Brasil.

El cristiano comprometido en la vida pública tiene el deber de defender al hombre y promover sus derechos, como cualquier otro político. Pero este deber le corresponde con mayor razón, porque sabe que cada ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios y está llamado a ser, en Cristo, hijo adoptivo, para participar en su misma vida.

Sin embargo, frente a la continua agresión de un materialismo anticristiano, que se propaga en muchos sectores de la sociedad, resulta más urgente aún el compromiso atento del fiel cristiano, con una coherencia cada vez mayor en la gestión de la vida pública. Por eso, «la Iglesia (...) no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal» (Dominum et vivificantem, 47). A vosotros, políticos de una nación de eminente tradición católica, os incumbe, como ciudadanos libres y responsables, velar por la correcta aplicación de los principios morales que, basados en la ley natural, están confirmados por la revelación. En estos principios descansa el verdadero bien de toda la sociedad. La misma Iglesia no deja de orientar las conciencias, sin interferir jamás en las opciones políticas concretas que se hacen libremente, pues no es esa su misión.

2. Al realizar el mandato de los electores, vuestra tarea primordial consiste en servir al conjunto del pueblo brasileño, constituido por esa admirable amalgama de razas y poblaciones, algunas de las cuales han emigrado de naciones limítrofes o han llegado, desde hace varias generaciones, de otros países. Así como Jesucristo no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos (cf. Mt 20, 28), del mismo modo para todos los cristianos, y para vosotros de modo especial, el compromiso en la vida pública se ha de entender como un servicio a los hermanos, a fin de promover el respeto a los derechos humanos de todos, particularmente de los más pobres y necesitados.

Estoy seguro de que estaréis de acuerdo conmigo en que esos objetivos se alcanzarán mejor, en la medida en que seáis católicos destacados y practicantes y participéis activamente, como ciudadanos comunes, en esta importante tarea; más aún, en la medida en que tengáis una actitud irreprensible en la práctica de las virtudes morales, especialmente de la justicia y la templanza. No basta proclamar la verdad si, al mismo tiempo, no se «pone por obra la palabra » (cf. St 1, 23); en ese sentido, para una convivencia armoniosa en todos los ámbitos de la vida política es fundamental «la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos» (Veritatis splendor, 101). Y, finalmente, si no tenéis miedo de testimoniar y defender un sano humanismo cristiano, también en el ambiente político y social, seréis capaces de afirmar que el bien común se antepone siempre a los intereses partidistas.

3. Entre vuestras misiones, una de las más importantes es, sin duda, el perfeccionamiento permanente del cuerpo legislativo, para que las leyes estén al servicio de la vida y de todas las personas. Una legislación positiva no puede promulgarse prescindiendo del respeto a la ley natural y a los valores morales fundamentales. En nombre del principio democrático, no se puede poner en tela de juicio la dignidad inalienable de todo ser humano. En la encíclica Centesimus annus, quise recordar que «una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto » (n. 46). Por eso, una de las tareas más urgentes del político cristiano consiste en llevar el Evangelio «a todos los caminos del mundo» (Christifideles laici, 44), en particular, a los medios de comunicación social, cuyo poder no se debe subestimar. El político no se representa en primer lugar a sí mismo, sino a la verdad, a la que se siente obligado.

Conozco vuestros esfuerzos por defender los principios que tienen su origen en el evangelio de la vida. Sé bien que no os resulta fácil ponerlos en práctica dentro de la Asamblea legislativa, en el marco del pluralismo parlamentario. El derecho a la vida; el de la dignidad de la familia y el de la enseñanza religiosa en las escuelas; la defensa de las prerrogativas esenciales, que exigen el más fino y delicado respeto a la mujer brasileña y a la infancia; el deber de garantizar el derecho al trabajo y su justa paga; la lucha contra la sequía; el compromiso de garantizar una reforma agraria efectiva, justa y eficiente (cf. Consejo pontificio Justicia y paz, Para una mejor distribución de la tierra. El reto de la reforma agraria, 23 de noviembre de 1997, n. 35); y, para no citar otros, la preocupación por la aplicación correcta de las leyes vigentes para amparar tanto a los inmigrantes como a las poblaciones indígenas. Que Dios siga bendiciendo ese esfuerzo conjunto, impregnado de caridad cristiana, especialmente cuando está dedicado a la familia brasileña.

4. Señor vicepresidente de la República; señoras y señores, «la Iglesia alaba y tiene como digna de consideración la obra de aquellos que para servicio de los hombres se consagran al bien del Estado y aceptan las cargas de este deber » (Gaudium et spes, 75). Deseo concluir con estas palabras del concilio Vaticano II, agradeciéndoos todo lo que hacéis, con espíritu evangélico, en favor de la vida política en Brasil. De igual modo, me propongo estimular vuestro espíritu de servicio que, juntamente con la competencia y la eficiencia necesarias, puede iluminar toda actividad orientada al bien común de la sociedad como, por otra parte, el pueblo exige justamente. A vosotros personalmente, y a todos los que colaboran con vosotros en la edificación de una cultura de la vida, os imparto de corazón la bendición apostólica.



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