DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXIII ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO «COR UNUM»
Jueves 12 de noviembre de 1998
Venerados y queridos hermanos y hermanas del Consejo pontificio «Cor unum»:
1. Con gran alegría os acojo durante la asamblea plenaria de vuestro dicasterio que, al aproximarse el año 2000, está dedicada al gran jubileo. Agradezco a vuestro presidente, monseñor Paul Josef Cordes, el cordial saludo que me ha dirigido en nombre de todos. Expreso, al mismo tiempo, mi estima a los miembros, a los oficiales y a los consultores del dicasterio por el esmero con que realizan su trabajo y, en particular, por el empeño que ponen en preparar del mejor modo posible el evento jubilar.
En la carta apostólica Tertio millennio adveniente propuse a todos los fieles que vivan este último año de preparación inmediata para la celebración jubilar como «camino hacia el Padre» (n. 50) y como profundización de la virtud de la caridad. Precisamente de aquí habéis tomado el tema de vuestro encuentro: «Hacia el gran jubileo, año 1999: el Padre del amor». Espero que vuestras reflexiones al respecto contribuyan a impulsar iniciativas útiles, con vistas a esa cita histórica.
2. Desde siempre el corazón del hombre se interroga sobre las grandes cuestiones, como, por ejemplo, el misterio de la justicia de Dios frente al problema del mal y del dolor, porque el ser humano lleva en sí el anhelo de vivir y realizarse plenamente en el amor. Para quien mira al prójimo con amor, la miseria presente en el mundo es motivo de profunda inquietud y, a veces, el sufrimiento injusto de muchos puede suscitar también la duda sobre la bondad y la providencia de Dios. Frente a estas situaciones no podemos permanecer indiferentes; por el contrario, el gran jubileo debe ser una ocasión propicia para renovar la adhesión de fe a Dios, que en su paternidad ama al hombre con un amor inigualable e infinito, y para intensificar nuestra generosidad con quienes pasan dificultades.
El Consejo pontificio «Cor unum» está llamado a manifestar la atención de la Iglesia universal a los pobres y, en particular, la solicitud del Santo Padre por sus sufrimientos y miserias. Así, vuestro dicasterio se hace intérprete de la misión que la Iglesia cumple desde siempre en favor de los más necesitados, poniendo en práctica lo que Cristo testimonió con su vida y dejó como testamento a sus discípulos. A este respecto, la parábola del buen samaritano es significativa: un extranjero atiende con amor a una persona asaltada y herida, y pone a disposición su tiempo y su dinero para curarla. Es imagen de Jesús, que dio su vida para salvar al hombre: al hombre que sufre, solo, víctima de la violencia y del pecado.
En otra página muy conocida del Evangelio, que refiere el juicio universal, el Señor se identifica con los que tienen hambre y sed, con los que están enfermos o en la cárcel (cf. Mt 25, 40. 45). Por eso, en Cristo contemplamos el amor de Dios, que se encarna y penetra toda la realidad humana, para asumirla, sin ningún compromiso con el pecado, incluso en sus aspectos más dolorosos y problemáticos. Él «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo» (Hch 10, 38). En la persona del Hijo de Dios hecho hombre se pone de manifiesto que Dios es amor no sólo con palabras, sino también «con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18). Así, la predicación de Cristo va acompañada siempre por los signos, que dan testimonio de cuanto él revela acerca del Padre. Su atención a los enfermos, a los marginados y a los que sufren muestra que para Dios el servicio al hombre es más importante que el cumplimiento material de la ley. El amor de Dios garantiza que el hombre no está condenado al sufrimiento y a la muerte, sino que puede ser liberado y redimido de toda esclavitud.
En efecto, existe un mal más profundo, contra el que Cristo libra una auténtica batalla. Es la guerra contra el pecado, contra el espíritu del mal, que esclaviza al hombre. Los milagros de Jesús son signos de la curación integral de la persona, que parte siempre del corazón, como él mismo explicó cuando curó al paralítico: «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados .dice entonces al paralítico.: .Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.» (Mt 9, 6). Así, en su predicación y en sus acciones reconocemos su solicitud por las necesidades del espíritu, que pide amor, y por las del cuerpo, que pide alivio para su dolor.
3. Queridos hermanos, vosotros representáis a los numerosos organismos católicos que sostienen en todo el mundo la labor caritativa de la Iglesia. Deseo expresaros mi particular gratitud por las múltiples actividades que realizáis en nombre de la comunidad eclesial, testimoniando de muchas maneras el amor de Cristo a los más pobres. Vuestra obra constituye un signo de esperanza para mucha gente, y se inserta en la tarea de la nueva evangelización que la Iglesia está llevando a cabo en este paso de milenio. Una evangelización que pide que las palabras vayan acompañadas de obras, que el anuncio se confirme con el testimonio, difundiendo por doquier el evangelio de la caridad. Los cristianos, presentes en el mundo de la miseria y del sufrimiento, quieren dar de este modo al hombre de hoy signos elocuentes de la paternidad de Dios, conscientes de que el Padre celestial inspira en nuestro corazón la auténtica caridad.
Sé que vuestro Consejo pontificio ha acogido con particular interés las indicaciones que ofrecí en la carta apostólica Tertio millennio adveniente para el próximo año, dedicado precisamente al Padre. Os doy las gracias porque habéis querido haceros intérpretes de este mensaje y porque habéis querido promover algunas iniciativas para manifestar la comunión de bienes que la primera comunidad apostólica testimoniaba de forma conmovedora.
En particular, deseo mencionar los «Cien proyectos del Santo Padre». Con esta iniciativa, algunas instituciones benéficas y algunas diócesis con muchos recursos han sostenido proyectos de desarrollo en zonas menos favorecidas de la tierra. Estos proyectos encuentran un común denominador en las «obras de misericordia corporales y espirituales», que la tradición eclesial ha fomentado siempre, para cumplir el mandamiento del amor y salir al encuentro del hombre en sus necesidades físicas y espirituales. Así, se pone de relieve que la comunión eclesial no conoce división de «raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5, 9), y que se interesa por todo hombre, abriéndose a una visión verdaderamente universal.
También merece citarse la iniciativa denominada «Panis caritatis». Está difundiéndose en Italia y tiene como objetivo primario mostrar los vínculos de fraternidad y comunión que deben unir a los hombres entre sí, por su referencia común a Dios, Padre de toda la humanidad.
4. Todas estas iniciativas, además de los amplios y significativos programas que los organismos católicos desarrollan en muchas naciones del mundo, manifiestan que la Iglesia es sensible a las necesidades del hombre. Sin embargo, es consciente y testimonia al mismo tiempo que las necesidades inmediatas del ser humano no son ni las únicas ni las más importantes. Precisamente al respecto dice Jesús en el evangelio: «¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?» (Mt 6, 25). El hombre es una criatura abierta a la trascendencia y en lo más íntimo de su corazón siente un anhelo profundo de verdad y de bien, únicas realidades que satisfacen plenamente sus exigencias. Se trata del hambre y la sed de Dios que hoy, como en todo tiempo, no se apagan en las conciencias. La Iglesia se siente llamada a hacerse mensajera ante el hombre contemporáneo del anuncio de la gracia y de la misericordia que Dios Padre nos dio en Cristo Jesús. La acción del Consejo pontificio «Cor unum» se sitúa en este ámbito como signo de una salvación mayor, que atañe al hombre en su dimensión más profunda y que se realiza en la vida eterna.
Desde esta perspectiva, orientada a la caridad que «no acaba nunca» (1 Co 13, 8), deseo que en el año 1999, víspera del gran jubileo, vuestra obra, tan importante para la Iglesia y para el testimonio cristiano en el mundo de hoy, exprese plena y eficazmente su mensaje de amor y fraternidad. Con este fin, os aseguro mi apoyo constante en la oración y os imparto de corazón a todos la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a cuantos, en todo el mundo, colaboran con vuestro dicasterio al servicio de los más pobres y necesitados.
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