DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL II ENCUENTRO
DE POLÍTICOS Y LEGISLADORES DE EUROPA
Viernes 23 de octubre de 1998
Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado;
señoras y señores:
1. Con ocasión del II Encuentro de políticos y legisladores de Europa organizado por el Consejo pontificio para la familia, me alegra acogeros en la sede del Sucesor de Pedro. Agradezco cordialmente al señor cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Consejo, las palabras que acaba de dirigirme en vuestro nombre.
Os expreso a todos mi profunda gratitud por haber aceptado participar, por iniciativa del Consejo pontificio para la familia, en las reflexiones de la Santa Sede sobre las cuestiones que se plantean continuamente acerca de la familia y el ámbito de la ética. Los progresos científicos y técnicos exigen una reflexión moral seria y profunda, así como legislaciones apropiadas, para poner la ciencia al servicio del hombre y de la sociedad. En efecto, no dispensan a nadie de plantearse las cuestiones morales fundamentales y encontrar respuestas adecuadas para el buen orden social (cf. Veritatis splendor, 2-3). Al dedicarse a conocer claramente los diferentes aspectos científicos, quienes tienen el deber de tomar decisiones políticas y sociales en sus naciones están llamados a fundar esencialmente sus actividades en los valores antropológicos y morales, y no en el progreso técnico que, en sí mismo, no es ni un criterio de moralidad ni un criterio de legalidad. A lo largo de este siglo, hemos podido comprobar muchas veces en Europa que, cuando se niegan los valores, las decisiones públicas tomadas no pueden menos de oprimir al hombre y a los pueblos.
2. Como hicieron en la antigüedad Sófocles y Cicerón, el filósofo contemporáneo Jacques Maritain recuerda que «el bien común de las personas humanas » consiste en «la vida buena de la multitud» (Les droits de l'homme et la loi naturelle, p. 20). El punto de partida de esta filosofía es la persona humana, que «tiene una dignidad absoluta, puesto que está en relación directa con lo absoluto» (ib., p. 16). Ya se sabe que algunas personas querrían justificar, en nuestros días, la obra del político que, «en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público » (Evangelium vitae, 69). Pero, en realidad, el valor de este último, particularmente en el marco de la vida democrática, «se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son, ciertamente, la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el .bien común. como fin y criterio regulador de la vida política» (ib., 70).
3. En el ámbito de la vida social, la Iglesia presta gran atención a las instituciones primarias, como la familia, célula básica de la sociedad, que sólo puede existir si se respetan los principios. La familia representa para cada nación y para toda la humanidad un bien de suma importancia. Ya en la antigüedad, como muestra Aristóteles, era considerada la institución social primera y fundamental, anterior y superior al Estado (cf. Ética a Nicómaco, VII, 12, 18), pues contribuye eficazmente a la bondad de la sociedad misma.
Es importante, por tanto, que los que están llamados a guiar el destino de las naciones reconozcan y afirmen la institución matrimonial; en efecto, el matrimonio tiene una condición jurídica específica, que reconoce derechos y deberes por parte de los esposos, de uno con respecto al otro y de ambos en relación con los hijos, y el papel de las familias en la sociedad, cuya perennidad aseguran, es primordial. La familia favorece la socialización de los jóvenes y contribuye a atajar los fenómenos de violencia mediante la transmisión de valores y mediante la experiencia de la fraternidad y la solidaridad, que permite vivir diariamente. En la búsqueda de soluciones legítimas para la sociedad moderna, no se la puede poner en el mismo nivel de simples asociaciones o uniones, y éstas no pueden beneficiarse de los derechos particulares vinculados exclusivamente a la protección del compromiso matrimonial y de la familia, fundada en el matrimonio, como comunidad de vida y de amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los esposos, abierta a la vida. Desde el punto de vista de los responsables de la sociedad civil, es importante que sepan crear las condiciones necesarias a la naturaleza específica del matrimonio, a su estabilidad y a la acogida del don de la vida.
En efecto, respetando la legítima libertad de las personas, equiparar al matrimonio otras formas de relación entre las personas y legalizarlas es una decisión grave, que no puede menos de perjudicar a la institución matrimonial y familiar. A largo plazo, sería perjudicial que ciertas leyes, no fundadas ya en los principios de la ley natural, sino en la voluntad arbitraria de las personas (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1904), concedieran la misma situación jurídica a diferentes formas de vida en común, creando gran confusión. Por tanto, las reformas relativas a la estructura familiar consisten ante todo en un fortalecimiento del vínculo conyugal y en un apoyo cada vez mayor a las estructuras familiares, recordando que los hijos, que en el futuro serán los protagonistas de la vida social, son los herederos de los valores recibidos y de la atención dedicada a su formación espiritual, moral y humana.
No hay que subordinar jamás la dignidad de la persona y de la familia solamente a los elementos políticos o económicos, o incluso a simples opiniones de posibles grupos de presión, aunque sean importantes. El ejercicio del poder descansa en la búsqueda de la verdad objetiva y en la dimensión de servicio al hombre y a la sociedad, reconociendo a toda persona humana, incluso a la más pobre y humilde, su dignidad trascendente e imprescriptible. Con este criterio deben tomarse las decisiones políticas y jurídicas indispensables para el futuro de la civilización.
4. Por otra parte, los niños son una de las riquezas principales de una nación, y conviene ayudar a los padres a cumplir su misión educativa, respetando los principios de responsabilidad y subsidiariedad, afirmando así el valor eminente de este servicio. Se trata de un deber y de una solidaridad legítima de toda comunidad nacional. En cierto modo, una sociedad y su futuro dependen de la política familiar que se pone en práctica.
5. Hoy, numerosas acciones contra la vida, reivindicadas como gestos de libertad, constituyen lo que he llamado «cultura de la muerte» (Evangelium vitae, 12), que atenta contra los niños por nacer y contra las personas enfermas o ancianas. Es evidente que asistimos a una debilitación del sentido y del valor de la vida, así como a una especie de anestesia de las conciencias. Y todo atentado contra la vida de una persona es también un atentado contra la humanidad, ya que existe un vínculo de fraternidad entre todos los seres humanos, y nadie puede ser indiferente ante lo que le sucede a un hermano. Por consiguiente, los cristianos y los hombres de buena voluntad están llamados a unir sus fuerzas, con firmeza y paciencia, para hacer que triunfe la «cultura de la vida », especialmente entre los jóvenes, a los que conviene dar una educación apropiada en los ámbitos moral, antropológico y biológico. La libertad y el sentido de la responsabilidad deben inculcarse desde la más tierna edad, para que lleguen a ser lo que son verdaderamente: «A la vez, inalienable autoposesión y apertura universal» (Veritatis splendor, 86). Así, los jóvenes estarán en condiciones de comprender lo que es la persona humana, realizar actos responsables en favor de la vida y convertirse en sus defensores ante las personas de su entorno.
6. Defender la vida en un mundo que carece de puntos de referencia supone recurrir a datos antropológicos claros y objetivos, para mostrar que, desde su concepción y hasta su fin natural, una persona es única y digna del respeto debido a todo ser humano, en virtud de su origen y su destino. Todo atentado contra la vida es una forma de negación de la dignidad personal del hombre que desfigura también a la humanidad y la solidaridad entre los seres humanos, dado que viola «el parentesco espiritual que agrupa a los hombres en una única gran familia, donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal» (Evangelium vitae, 8). Todos los hombres están llamados a buscar el bien de las personas y el bien común, promulgando leyes justas y equitativas, pues la fuerza de las leyes implica la rectitud de las personas y la confianza necesaria para la convivencia social (cf. ib., 59). Los invito, asimismo, a seguir interesándose por la formación de la conciencia moral y cívica de las personas que, por medio de la recta razón, ilumina a los ciudadanos en su conducta personal y comunitaria, fundada en los principios de la verdad, la justicia, la igualdad y la caridad.
7. Queridos participantes en este Encuentro, legisladores, políticos, responsables de asociaciones familiares o universitarias, os animo a proseguir vuestra reflexión y a transmitir vuestras convicciones morales y espirituales a las personas con las que colaboráis. Se trata de un servicio que hay que prestar a los hombres, para que su vida esté en armonía con lo que verdaderamente están llamados a ser. Es importante ayudar a nuestros contemporáneos a buscar la verdad y a fundar su vida en una sana antropología: sólo ellas dan el sentido profundo a toda existencia, como he subrayado en mi reciente encíclica Fides et ratio.
Al término de este encuentro, pido a Cristo que derrame su Espíritu sobre vosotros para que permanezcáis fieles a los valores fundamentales y a las convicciones que deben guiar vuestra misión en el seno de la sociedad, y, a la vez, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros, así como a vuestros colaboradores y a los miembros de vuestras familias.
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