ENCUENTRO CON LOS RECTORES DE LOS CENTROS ACADÉMICOS
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Aula Magna de la Universidad Nicolás Copérnico de Torun
Lunes 7 de junio 1999
Queridos e ilustrísimos señores y señoras;
rectores magníficos,
decanos y profesores;
hombres de ciencia de Polonia:
1. Me alegra mucho que, en el recorrido de mi peregrinación a través de mi patria, se me brinde nuevamente la oportunidad de encontrarme con vosotros, hombres de ciencia, representantes de las instituciones académicas de toda Polonia. Es muy elocuente el hecho de que estos encuentros con el mundo de la ciencia ya se hayan convertido en parte integrante de los viajes del Papa en todos los continentes. En efecto, son momentos de un testimonio particular. Hablan del profundo y múltiple vínculo que existe entre la vocación de los hombres de ciencia y el ministerio de la Iglesia, que en su esencia es «diaconía de la verdad».
A la vez que doy gracias a la divina Providencia por este encuentro, os saludo cordialmente a vosotros aquí presentes, rectores magníficos y representantes de las instituciones académicas de todo el país. Por medio de vosotros abrazo con mi pensamiento y mi corazón a todo el mundo polaco de la ciencia. Dirijo un saludo particular al rector magnífico de la universidad de Torun, que nos acoge en esta ocasión. Le agradezco las palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los presentes. Saludo también al presidente de la Conferencia de rectores magníficos de las universidades polacas, aquí presente.
2. Nos encontramos en una universidad que, por lo que se refiere a la fecha de su fundación, es una institución relativamente joven. Acaba de celebrar su quincuagésimo aniversario. Sin embargo, sabemos que las tradiciones culturales y científicas relacionadas con esta ciudad tienen profundas raíces en el pasado, y se remontan sobre todo a la figura de Nicolás Copérnico. La universidad de Torun, desde su fundación, lleva grabado el signo de los dramáticos acontecimientos que siguieron a la segunda guerra mundial. Es justo recordar en esta circunstancia que los artífices de este ateneo fueron en gran parte estudiosos que salieron de la universidad Stefan Batory de Vilna, y de la universidad Jan Kazimierz de Lvov. De Vilna vino a Torun el primer rector de la universidad, el profesor Ludwik Kolankowski, incansable organizador de la Universidad. También vino de Vilna Karol Górski, historiador, pionero de los estudios sobre la espiritualidad religiosa polaca, y muchos otros. A su vez, de Lvov vino el profesor Tadeusz Czezowski, filósofo de gran fama. Asimismo, llegó de Lvov el profesor Artur Hutnikiewicz, insigne estudioso de literatura. El claustro de profesores se reforzó también con estudiosos que procedían de la destruida Varsovia: entre ellos no podemos menos de recordar a Konrad Górski, estudioso de literatura extraordinariamente perspicaz. Ellos, y muchos otros, organizaron con gran esmero este ateneo. Los tiempos eran difíciles, pero, a la vez, eran tiempos de esperanza. Y «la esperanza viene de la verdad», como escribió Cyprian Norwid. En las condiciones posbélicas tan difíciles, se realizó una confirmación de las personas, una verificación de su fidelidad a la verdad. Hoy la universidad de Torun tiene su propia fisonomía, y da una valiosa contribución al desarrollo de la ciencia polaca.
3. Nuestro encuentro tiene lugar durante el último año del siglo, que está a punto de terminar. Encontrándonos entre dos siglos, dirigimos nuestro pensamiento alternativamente al pasado y al futuro. En el pasado buscamos las enseñanzas y las indicaciones para nuestro futuro. De este modo, queremos precisar y fundar mejor nuestra esperanza. Hoy el mundo tiene necesidad de esperanza, y la busca. Pero la dramática historia de nuestro siglo, con sus guerras, sus ideologías totalitarias criminales, sus campos de concentración y sus gulag, ¿no nos invita más bien a ceder a la tentación del desaliento y la desesperación? Pascal escribió una vez que el conocimiento de la propia miseria por parte del hombre engendra la desesperación (cf. Pensamientos, 75). Para descubrir la esperanza, es preciso dirigir la mirada hacia las alturas. Sólo el conocimiento de Cristo, añade Pascal, nos libra de la desesperación, porque en él no sólo conocemos nuestra miseria, sino también nuestra grandeza (cf. ib. 690, 729 y 730).
Cristo mostró a la humanidad la verdad más profunda sobre Dios y, a la vez, sobre el hombre, revelando al Padre, que es «rico en misericordia» (Ef 2, 4). «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Precisamente éste es el tema guía de mi actual visita a la patria. En la encíclica sobre el Espíritu Santo escribí: «Dios, en su vida íntima, 'es amor', amor esencial, común a las tres Personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto 'sondea hasta las profundidades de Dios', como amor-don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios 'existe' como don» (Dominum et vivificantem, 10). Este Amor, que es don, se entrega al hombre mediante el acto de la creación y la redención. Por eso: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible; su vida queda privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (Redemptor hominis, 10).
Precisamente esta verdad sobre «Dios-amor» se convierte en fuente de la esperanza del mundo y en indicador del camino de nuestra responsabilidad. El hombre puede amar, porque antes ha sido amado por Dios. San Juan nos enseña: «Nosotros amamos [a Dios], porque él nos amó primero» (1 Jn 4, 19). La verdad sobre el amor de Dios ilumina también nuestra búsqueda de la verdad, nuestro trabajo, el desarrollo de la ciencia y toda nuestra cultura. Nuestras investigaciones y nuestro trabajo tienen necesidad de una idea guía, de un valor fundamental, para dar sentido y aunar en una sola corriente los esfuerzos de los estudiosos, las reflexiones de los historiadores, la creatividad de los artistas y los descubrimientos de los técnicos, que se están desarrollando con una velocidad vertiginosa. ¿Existe otra idea, otro valor u otra luz capaz de dar sentido al múltiple esfuerzo de los hombres de ciencia y cultura, sin limitar simultáneamente su libertad creativa? Sí, esta fuerza es el amor, que no se impone al hombre desde fuera, sino que nace dentro de él, en su corazón, como su propiedad más íntima. Al hombre sólo se le pide que le permita nacer, y que impregne con ella su sensibilidad y su reflexión en el laboratorio, en el aula del seminario y de las clases, y también en el banco de trabajo de los artistas.
4. Nos hallamos hoy en Torun, en la «ciudad de Copérnico», en la universidad dedicada a él. El descubrimiento que hizo Copérnico, y su importancia para la historia de la ciencia, nos recuerda la contraposición siempre viva que existe entre la razón y la fe. Aunque para Copérnico mismo su descubrimiento llegó a ser fuente de mayor admiración por el Creador del mundo y por la fuerza de la razón humana, para muchos fue motivo de contraposición entre la razón y la fe. ¿Cuál es la verdad? ¿La razón y la fe son dos realidades que deben excluirse recíprocamente?
En la divergencia entre la razón y la fe se expresa uno de los grandes dramas del hombre. Hay muchas causas. Comenzando especialmente por el iluminismo, el racionalismo exagerado y unilateral llevó a radicalizar las posiciones en el ámbito de las ciencias naturales y de la filosofía. De este modo, la división surgida entre la fe y la razón no sólo causó un daño irreparable a la religión, sino también a la cultura. En medio de las fuertes polémicas se olvidaba a menudo el hecho de que la fe «no teme la razón, sino que la busca y confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón» (Fides et ratio, 43). La fe y la razón son como «las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad» (ib., Introducción). Hoy es necesario trabajar en favor de la reconciliación entre la fe y la razón. En la encíclica Fides et ratio escribí: «La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tiene mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser. (...) A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón» (n. 48). En el fondo, éste es el problema de la unidad interior del hombre, siempre amenazada por la división y la atomización de su conocimiento, al que le falta el principio unificador. En este campo, la investigación filosófica debe desempeñar hoy un papel particular.
5. A los hombres de ciencia y de cultura se les ha encomendado una responsabilidad especial por lo que respecta a la verdad: buscarla, defenderla y vivir de acuerdo con ella. Conocemos bien las dificultades que implica la búsqueda humana de la verdad, entre las cuales sobresalen hoy: el escepticismo, el agnosticismo, el relativismo y el nihilismo. Frecuentemente se trata de persuadir al hombre de que se ha acabado definitivamente el tiempo de la certeza del conocimiento de la verdad, y que estamos condenados irremediablemente a una ausencia total de sentido, a la transitoriedad del conocimiento y a una inestabilidad y relatividad constantes. En semejante situación, urge confirmar la confianza fundamental en la razón humana y en su capacidad de conocer la verdad, incluida la absoluta y definitiva. El hombre puede elaborar por sí mismo una concepción uniforme y orgánica del conocimiento. La fragmentación del saber destruye la unidad interior del hombre. El hombre aspira a la plenitud del conocimiento, puesto que es un ser que por su misma naturaleza busca la verdad (cf. Fides et ratio, 28), y no puede vivir sin ella. Es preciso que la ciencia contemporánea, y especialmente la filosofía actual, reencuentren, cada una en su ámbito propio, la dimensión sapiencial que consiste en la búsqueda del sentido definitivo y global de la existencia humana.
La búsqueda de la verdad no sólo se realiza con un trabajo individual en la biblioteca o el laboratorio, sino también con un esfuerzo comunitario. «La perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta» (ib., 32). Desde luego, ésta es una experiencia importante para cada uno de vosotros. Se llega a la verdad también gracias a los demás, en el diálogo con los demás y para los demás. La búsqueda de la verdad y su participación con los demás es un importante servicio social, al que están llamados de modo particular los hombres de ciencia.
6. Grandes desafíos se presentan hoy a la ciencia, y también a la ciencia polaca. El asombroso desarrollo de las ciencias y el progreso técnico plantean interrogantes fundamentales sobre los límites de la experimentación, sobre el sentido y las orientaciones del desarrollo técnico, y sobre los límites de la injerencia del hombre en la naturaleza y en el medio ambiente. Este progreso es simultáneamente fuente de fascinación y de temor. El hombre cada vez más a menudo teme los productos de su razón y de su libertad. Se siente en peligro. Por eso, hoy es más importante y actual que nunca recordar la verdad fundamental según la cual el mundo es don de Dios Creador, que es amor, y el hombre-criatura está llamado a un dominio prudente y responsable del mundo de la naturaleza, y no a su destrucción desconsiderada. Es necesario recordar, además, que la razón es don de Dios (para santo Tomás, la razón es el mayor don de Dios), signo de la semejanza con Dios, que todo hombre lleva en sí. Por este motivo, es muy importante recordar constantemente que una auténtica libertad de las investigaciones científicas no puede prescindir del criterio de la verdad y del bien. La solicitud por la conciencia moral y por el sentido de responsabilidad de la persona por parte de los hombres de ciencia adquiere hoy las características de un imperativo fundamental. Y precisamente en este nivel es donde se deciden tanto el destino de la ciencia contemporánea como, en cierto sentido, el destino de la humanidad entera. Por último, hay que recordar la necesidad de una incesante acción de gracias por el don que significa para el hombre otro hombre, gracias al cual, con el cual y por el cual se inserta en la gran aventura de la búsqueda de la verdad.
7. Conozco las dificultades que hoy afectan a las instituciones académicas polacas: tanto al cuerpo docente como a los estudiantes. La ciencia polaca, como toda nuestra patria, se encuentra actualmente en una fase de profundas transformaciones y reformas. Sé también que, a pesar de eso, los investigadores polacos consiguen éxitos significativos, por los que me alegro y congratulo con todos vosotros.
Queridos e ilustres señores y señoras, quiero agradeceros una vez más este encuentro. Deseo aseguraros mi profunda participación en los problemas de la cultura y de la ciencia polacas. Os saludo cordialmente y, por medio de vosotros, saludo a todos los ambientes académicos de Polonia, que representáis aquí: a los profesores, a los estudiantes y a todo el personal administrativo y técnico, e invoco la bendición de Dios sobre todos vosotros.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana