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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS,
CON MOTIVO DE SU XVIII ASAMBLEA PLENARIA


Lunes 1 de marzo de 1999

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

1. Vuestra asamblea plenaria, que se celebra durante estos días en Roma, me brinda la grata ocasión de este encuentro con vosotros, que sois los colaboradores del Papa en el servicio a los laicos del mundo entero. Mi saludo y mi agradecimiento van, en primer lugar, al presidente del dicasterio, el señor cardenal James Francis Stafford, y al secretario, monseñor Stanislaw Rylko; y se dirigen también a cada uno de los miembros y consultores del Consejo pontificio para los laicos, así como a todo el personal.

Los trabajos de vuestra asamblea plenaria se han centrado en la importancia del sacramento de la confirmación en la vida de los laicos. Esta reflexión es la continuación lógica de la que realizasteis sobre el bautismo durante vuestra asamblea anterior. En efecto, como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «la confirmación perfecciona la gracia bautismal, (...) da el Espíritu Santo para enraizarnos más profundamente en la filiación divina, incorporarnos más firmemente a Cristo, hacer más sólido nuestro vínculo con la Iglesia, asociarnos todavía más a su misión y ayudarnos a dar testimonio de la fe cristiana por la palabra acompañada de las obras» (n.1316). La «criatura nueva», regenerada por la gracia bautismal, se convierte en testigo de la vida nueva en el Espíritu y en heraldo de las maravillas de Dios. «El confirmado, como explica santo Tomás, recibe la fuerza para profesar públicamente la fe cristiana, como si fuera para un encargo oficial (quasi ex officio)» (S. Th., III, q.72, a.5, ad.2; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.1305).

2. «Los laicos, confesores de la fe en el mundo de hoy». El tema elegido para vuestra asamblea plenaria contiene todo un programa de vida: convertirse en «confesores de la fe» con la palabra y las obras. ¿No es una invitación providencial a los laicos en el umbral del tercer milenio de la era cristiana? En vísperas del jubileo, en este kairós particular, toda la Iglesia está llamada a presentarse humildemente ante el Señor, a hacer un serio examen de conciencia y a seguir el camino de una profunda conversión, el camino de la madurez cristiana, de la adhesión fiel a Cristo en la santidad y en la verdad, el camino del auténtico testimonio de la fe. Este examen de conciencia ha de incluir la acogida del concilio ecuménico Vaticano II —el acontecimiento eclesial que ha marcado nuestro siglo—, así como de sus enseñanzas luminosas sobre la dignidad, la vocación y la misión de los laicos.

La cita jubilar impulsa, por consiguiente, a cada laico cristiano a plantearse interrogantes fundamentales: ¿Qué he hecho de mi bautismo? ¿Cómo respondo a mi vocación? ¿Qué he hecho de mi confirmación? ¿He hecho fructificar los dones y los carismas del Espíritu? ¿Es Cristo el «tú» siempre presente en mi vida? ¿Es verdaderamente total y profunda mi adhesión a la Iglesia, misterio de comunión misionera, tal como la quiso su Fundador y como se realiza en su Tradición viva? ¿Soy fiel, en mis opciones, a la verdad propuesta por el magisterio de la Iglesia? Mi vida matrimonial, familiar y profesional, ¿está impregnada de la enseñanza de Cristo? Mi compromiso social y político ¿se arraiga en los principios evangélicos y en la doctrina social de la Iglesia? ¿Cuál es mi contribución a la creación de estilos de vida más dignos del hombre y a la inculturación del Evangelio en medio de los grandes cambios actuales?

3. Con el concilio Vaticano II, «gran don del Espíritu a la Iglesia al final del segundo milenio» (Tertio millennio adveniente, 36), hemos experimentado la gracia de un renovado Pentecostés. Son numerosos los signos de esperanza que han brotado de él para la misión de la Iglesia y yo no he dejado de señalarlos, subrayarlos e impulsarlos. Pienso, entre otros, en el redescubrimiento y la valoración de los carismas que han llevado a una comunión más viva entre las diversas vocaciones presentes en el pueblo de Dios; en el renovado impulso de evangelización; en la promoción de los laicos, en su participación y corresponsabilidad en la vida de la comunidad cristiana, en su apostolado y su servicio en la sociedad. Al alba del tercer milenio, estos signos permiten esperar una «epifanía» madura y fecunda del laicado.

Sin embargo, ¿cómo ignorar, al mismo tiempo, el hecho de que, por desgracia, muchos cristianos, olvidando los compromisos de su bautismo, viven en la indiferencia y llegan a componendas con el mundo secularizado? ¿Cómo no pensar en los fieles que, aunque a su modo son activos en las comunidades eclesiales, dejándose atraer por el relativismo propio de la cultura actual, se niegan a aceptar las enseñanzas doctrinales y morales de la Iglesia, a las que todo bautizado está llamado a adherirse?

Deseo, pues, que los laicos hagan este examen de conciencia, para poder cruzar la Puerta santa del tercer milenio impregnados de la verdad y la santidad de los auténticos discípulos de Jesucristo. «Vosotros sois la sal de la tierra. (...) Vosotros sois la luz del mundo. (...) Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 13-16). El mundo necesita el testimonio de «hombres nuevos» y «mujeres nuevas» que, con la palabra y las obras, hagan presente a Cristo de una manera cada vez más eficaz, dado que la única respuesta completa y exhaustiva a las expectativas de verdad y felicidad del corazón del hombre es Cristo. Él es la «piedra angular» de la construcción de una civilización más humana.

4. El Consejo pontificio para los laicos, con sus iniciativas, ha desempeñado durante los últimos años un papel importante en el crecimiento de los fieles laicos. Entre sus iniciativas recientes, me complace recordar el Encuentro mundial de los jóvenes en París, en agosto de 1997, el Encuentro con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, el 30 de mayo de 1998 en la plaza de San Pedro, y el documento sobre «La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo», publicado con ocasión del Año internacional del anciano, proclamado por las Naciones Unidas para 1999, y principio de orientación con vistas a la preparación del jubileo de los ancianos. Sé que vuestro dicasterio ya está trabajando en la preparación de la Jornada mundial de la juventud del año 2000 y que, en colaboración con otros dicasterios de la Curia romana, está organizando para el mes de junio de este año un seminario sobre el tema: «Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades en la solicitud pastoral de los obispos».

5. En la línea de las enseñanzas del concilio Vaticano II y de la exhortación apostólica Christifideles laici, otras iniciativas del Consejo pontificio para los laicos, relativas al vasto y fecundo campo del laicado católico, se realizarán durante el año jubilar. Quiero referirme ahora a una de ellas, de gran importancia: el Congreso mundial del apostolado de los laicos, que tendrá lugar en Roma durante el mes de noviembre del año 2000. Ese congreso, que para sus participantes será ante todo un acontecimiento jubilar, podrá servir para recapitular el camino del laicado desde el concilio Vaticano II hasta el gran jubileo de la Encarnación. Considerando ese congreso como la continuación de encuentros similares que se han celebrado en el pasado, se deberá profundizar en su perfil y sus finalidades particulares. Dado que se celebrará hacia fines del año 2000, se enriquecerá con todo lo que se viva durante ese año de gracia del Señor, e indicará a los laicos las tareas que les corresponden en los diversos campos de la misión y del servicio al hombre al comienzo del tercer milenio.

6. Queridos hermanos y hermanas, concluyo estas reflexiones deseándoos que los trabajos de vuestra asamblea plenaria den mucho fruto en la vida de la Iglesia. Acompaño con mis oraciones las iniciativas de vuestro dicasterio con vistas al gran jubileo, y encomiendo sus resultados a la intercesión de la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia. A todos los presentes, a vuestras familias y a vuestros seres queridos, os deseo abundantes gracias para el año jubilar, y os imparto de corazón la bendición apostólica.

 



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