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VIAJE APOSTÓLICO A RUMANÍA

DISCURSO  DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CON EL PATRIARCA
Y LOS MIEMBROS DEL SANTO SÍNODO DE LA IGLESIA ORTODOXA RUMANA

 
 Sábado 8 de mayo de 1999

 

Beatitud;
venerados metropolitas y obispos
del Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa rumana,
señor presidente de Rumanía;
señoras y señores;
queridos amigos:

1. Una escena evangélica me venía a menudo a la mente mientras me preparaba para este encuentro tan anhelado: la del apóstol Andrés, vuestro primer evangelizador, que, lleno de entusiasmo, se presenta a su hermano Pedro para anunciarle la asombrosa noticia: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)» (Jn, 1, 41). Este descubrimiento cambió la vida de los dos hermanos: dejando sus redes, se convirtieron en «pescadores de hombres» (Mt 4, 19) y, después de ser transformados interiormente por el Espíritu de Pentecostés, se pusieron en camino por las rutas del mundo para llevar a todos el anuncio de la salvación. Con ellos, otros discípulos prosiguieron la labor evangélica que ellos habían empezado, invitando a las naciones a la salvación y «bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).

Beatitud; venerados hermanos en el episcopado, somos hijos de esta evangelización. También nosotros hemos recibido este anuncio; también nosotros hemos sido redimidos en Cristo. Si nos encontramos hoy aquí, es por un designio de amor de la santísima Trinidad que, en vísperas del gran jubileo, ha querido concedernos a nosotros, sucesores de esos Apóstoles, recordar aquel encuentro. La Iglesia ha crecido y se ha difundido por el mundo. El Evangelio ha fecundado las culturas. También aquí, en esta tierra de Rumanía, tesoros de santidad, de fidelidad cristiana, alcanzada a veces al precio de la vida, han enriquecido el templo espiritual que es la Iglesia. Hoy, juntos, damos gracias a Dios por ello.

2. La emoción suscitada por su visita, Beatitud, a la ciudad de los santos Pedro y Pablo, los corifeos de los Apóstoles, sigue viva en mi espíritu. Conservo un vivo recuerdo de aquel encuentro, que tuvo lugar en tiempos difíciles para su Iglesia. Ahora soy yo, peregrino de la caridad, quien rinde homenaje a esta tierra impregnada de la sangre de los mártires antiguos y recientes, que «lavaron sus vestidos y los blanquearon con la sangre del Cordero» (Ap 7, 14). Vengo a visitar a un pueblo que ha acogido el Evangelio, que lo ha asimilado y lo ha defendido de repetidos ataques, considerándolo ahora como parte integrante de su patrimonio cultural.

Se trata de una cultura pacientemente elaborada, siguiendo la línea de la herencia de la Roma antigua, en una tradición de santidad que tuvo su origen en las celdas de innumerables monjes y monjas que dedicaron su tiempo a cantar las alabanzas de Dios y a mantener los brazos alzados, como Moisés, en oración, para obtener el triunfo en la pacífica batalla de la fe, en beneficio de las poblaciones de esta tierra. Así, el mensaje evangélico ha llegado también a los intelectuales, muchos de los cuales han contribuido, con su carisma, a lograr que lo asimilaran las nuevas generaciones rumanas, comprometidas en la construcción de su futuro.

Beatitud, he venido aquí como peregrino para manifestaros que, con gran afecto, toda la Iglesia católica acompaña el esfuerzo de los obispos, del clero y de los fieles de la Iglesia ortodoxa rumana, en este momento en que un milenio está a punto de concluir y otro se vislumbra ya en el horizonte. Yo me siento cercano a vosotros y con estima y admiración os apoyo en el programa de renovación eclesial que el Santo Sínodo ha emprendido en ámbitos tan fundamentales como la formación teológica y catequética, para que vuelva a florecer el alma cristiana, que se identifica con vuestra historia. En esta obra de renovación, bendecida por Dios, sepa, Beatitud, que los católicos acompañan a sus hermanos ortodoxos mediante su oración y su disponibilidad a cualquier forma de colaboración. Todos estamos llamados a anunciar juntos el único Evangelio, con amor y estima recíproca. ¡Cuántos campos se abren ante nosotros para realizar una tarea que nos compromete a todos, con respeto mutuo y con el deseo común de ser útiles a la humanidad, por la que el Hijo de Dios dio su vida! El testimonio común es un poderoso medio de evangelización. Por el contrario, la división marca la victoria de las tinieblas sobre la luz. Cristo nos ha sostenido en la prueba

3. Beatitud, tanto usted como yo, en nuestra historia personal, hemos visto las cadenas y hemos experimentado la opresión de una ideología que quería extirpar del alma de nuestros pueblos la fe en nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, las puertas del infierno no han prevalecido sobre la Iglesia, Esposa del Cordero. Él, el Cordero inmolado y glorioso, es quien nos ha sostenido en la prueba y que ahora nos permite entonar el canto de la libertad recuperada. Uno de vuestros teólogos contemporáneos lo ha llamado «el restaurador del hombre», el que cura al hombre enfermo y lo libera del duro yugo de la esclavitud, al que había estado sometido durante mucho tiempo. Después de tantos años de violencia, de represión de la libertad, la Iglesia puede derramar sobre las heridas del hombre el bálsamo de la gracia y curarlo en nombre de Cristo, diciéndole, como Pedro al lisiado: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ¡camina!» (Hch 3, 6). La Iglesia no se cansa de exhortar, de suplicar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que se levanten, que reanuden su camino hacia el Padre, que se dejen reconciliar con Dios. El primer acto de caridad que la humanidad espera de nosotros es el anuncio evangélico y el renacimiento en los sacramentos, que se prolongan en el servicio a los hermanos.

Beatitud, he venido a contemplar el rostro de Cristo grabado en vuestra Iglesia; he venido a venerar este rostro sufriente, prenda de una nueva esperanza. Vuestra Iglesia, consciente de haber «encontrado al Mesías», se esfuerza por llevar a sus hijos y a todos los hombres que buscan a Dios con corazón sincero a encontrarse con él; lo hace mediante la celebración solemne de la divina liturgia y la acción pastoral diaria. Este compromiso coincide con vuestra tradición, tan rica en figuras que han sabido unir una profunda vida en Cristo con un generoso servicio a los necesitados, una dedicación apasionada al estudio con una incansable solicitud pastoral. Solamente quisiera recordar aquí al santo monje y obispo Callinicos de Chernica, tan cercano al corazón de los fieles de Bucarest.

4. Beatitud, queridos hermanos en el episcopado, nuestro encuentro tiene lugar en el día en que la liturgia bizantina celebra la fiesta del santo apóstol y evangelista Juan, el teólogo. ¿Quién mejor que él, que fue intensamente amado por el Maestro, puede comunicarnos esta viva experiencia de amor? En sus cartas nos ofrece la síntesis de su vida, unas palabras que, en la vejez, cuando desaparece lo superfluo, le sirvieron para definir su experiencia personal: «Dios es amor». Es lo que había contemplado al recostar su cabeza en el pecho de Jesús y al levantar su mirada hacia su costado abierto, del que brotaban el agua del bautismo y la sangre de la Eucaristía. Esta experiencia del amor de Dios no sólo nos invita; yo diría que, incluso, nos obliga dulcemente al amor, síntesis única y auténtica de la fe cristiana.

«La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7). Son las palabras que dirige el apóstol Pablo a una comunidad atormentada por conflictos y tensiones; son palabras que valen para todos los tiempos. Sabemos muy bien que estas palabras se dirigen hoy ante todo a nosotros. No sirven para reprochar al otro su error, sino para desenmascarar el nuestro, el de cada uno de nosotros. Hemos tenido enfrentamientos, recriminaciones, reticencias interiores y cerrazones recíprocas. Sin embargo, tanto vosotros como nosotros somos testigos de que, a pesar de esas divisiones, en el momento de la gran prueba, cuando nuestras Iglesias se vieron sacudidas hasta sus cimientos, también aquí, en esta tierra de Rumanía, los mártires y los confesores supieron glorificar el nombre de Dios con un solo corazón y una sola alma. Precisamente considerando la obra maravillosa del Espíritu, incomprensible para la lógica humana, nuestra debilidad encuentra su fuerza y el corazón recupera valentía y confianza en medio de las dificultades de la situación actual.

5. Me alegra que haya sido posible, concretamente aquí en Rumanía, entablar un diálogo fraterno sobre los problemas que aún nos dividen. La Iglesia greco-católica de Rumanía ha sufrido en estos últimos decenios una violenta represión, y sus derechos han sido pisoteados y violados. Sus hijos han sufrido mucho, algunos incluso hasta el testimonio supremo de la sangre. Con el fin de la persecución han recuperado la libertad, pero el problema de las propiedades eclesiales espera aún su solución definitiva. Que el diálogo sea el camino para curar las heridas todavía abiertas y para resolver las dificultades que siguen existiendo. La victoria de la caridad será un ejemplo no sólo para las Iglesias, sino también para toda la sociedad. Pido a Dios, Padre de misericordia y fuente de la paz, que el amor, recibido y dado, sea el signo por el que los cristianos sean reconocidos en su fidelidad al Señor.

Las Iglesias ortodoxas y la Iglesia católica han recorrido un largo camino de reconciliación: deseo expresar a Dios mi más profunda gratitud por todo lo que se ha logrado y quiero daros gracias a vosotros, venerados hermanos en Cristo, por los esfuerzos que habéis realizado en este camino. ¿No ha llegado ya el momento de reanudar decididamente la investigación teológica, sostenida por la oración y la buena voluntad de todos los fieles, ortodoxos y católicos?

Dios sabe cuánta necesidad tiene nuestro mundo, y también nuestra Europa, en la que esperábamos que no hubiera ya luchas fratricidas, de un testimonio de amor fraterno, que triunfe sobre el odio y las disensiones y que abra los corazones a la reconciliación. ¿Dónde están nuestras Iglesias cuando el diálogo calla y las armas hablan con su lenguaje de muerte? ¿Cómo educar a nuestros fieles en la lógica de las bienaventuranzas, tan diferente del modo de razonar de los poderosos de este mundo?

Beatitud, queridos hermanos en el episcopado, volvamos a dar una unidad visible a la Iglesia; de lo contrario, este mundo se verá privado de un testimonio que sólo los discípulos del Hijo de Dios, muerto y resucitado por amor, pueden darle para impulsarlo a abrirse a la fe (cf. Jn 17, 21). ¿Qué puede estimular a los hombres de hoy a creer en él, si continuamos desgarrando la túnica inconsútil de la Iglesia, si no logramos obtener de Dios el milagro de la unidad, esforzándonos por eliminar los obstáculos que impiden su plena manifestación? ¿Quién nos perdonará esta falta de testimonio? Yo he buscado la unidad con todas mis fuerzas y seguiré esforzándome hasta el fin para que sea una de las preocupaciones principales de las Iglesias y de los que las gobiernan por el ministerio apostólico.

6. Vuestra tierra está sembrada de monasterios, como el de san Nicodemo de Tismana, oculto entre montañas y bosques, del que se eleva una oración incesante, una invocación del santo nombre de Jesús. Gracias a Paisy Velitchkovsky y a sus discípulos, Moldavia se convirtió en el foco de una renovación monástica que se extendió a los países vecinos al final del siglo XVIII y sucesivamente. La vida monástica, que nunca ha desaparecido, ni siquiera en tiempos de persecución, ha dado y sigue dando personalidades de gran talla espiritual, en torno a las cuales se ha producido en estos últimos años un prometedor florecimiento de vocaciones.

Los conventos, las iglesias decoradas con frescos, los iconos, los ornamentos litúrgicos, los manuscritos, no son sólo los tesoros de vuestra cultura, sino también testimonios conmovedores de fe cristiana, de una fe cristiana vivida. Este patrimonio artístico, nacido de la oración de los monjes y las monjas, de los artesanos y los campesinos inspirados en la belleza de la liturgia bizantina, constituye una contribución particularmente significativa al diálogo entre Oriente y Occidente, así como al renacimiento de la fraternidad que el Espíritu Santo suscita en nosotros en el umbral del nuevo milenio. Vuestra tierra de Rumanía, entre la latinitas y Bizancio, puede transformarse en tierra de encuentro y comunión. Ojalá que Rumanía, atravesada por el majestuoso Danubio, que riega regiones de Oriente y de Occidente, sepa, como este río, crear relaciones de entendimiento y comunión entre pueblos diversos, contribuyendo así a que se consolide en Europa y en el mundo la civilización del amor.

7. Beatitud, queridos padres del Santo Sínodo, pocos días nos separan ya del inicio del tercer milenio de la era cristiana. Los hombres tienen la mirada fija en nosotros, en la espera. Quieren escuchar de nosotros, de nuestra vida mucho más que de nuestras palabras, el anuncio antiguo: «Hemos encontrado al Mesías». Quieren ver si también nosotros somos capaces de dejar las redes de nuestro orgullo y de nuestros temores para «proclamar el año de gracia del Señor».

Cruzaremos este umbral con nuestros mártires, con todos los que han dado su vida por la fe: ortodoxos, católicos, anglicanos y protestantes. Desde siempre la sangre de los mártires es semilla que da vida a nuevos fieles de Cristo. Sin embargo, para hacerlo, debemos morir a nosotros mismos y sepultar al hombre viejo en las aguas de la regeneración, para renacer como criaturas nuevas. No podemos desoír la llamada de Cristo y las expectativas del mundo; debemos unir nuestras voces a fin de que la palabra eterna de Cristo resuene más para las nuevas generaciones.

¡Gracias por haber querido ser la primera Iglesia ortodoxa en invitar a su país al Papa de Roma! ¡Gracias por haberme dado la alegría de este encuentro fraterno! ¡Gracias por el don de esta peregrinación, que me ha permitido confirmar mi fe en contacto con la fe de fervorosos hermanos en Cristo!

Venid, «caminemos juntos a la luz del Señor». A él honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

¡Muchas gracias! Esta visita a Rumanía es inolvidable. Aquí se ha cruzado el umbral de la esperanza. ¡Muchas gracias! Que Dios os bendiga a todos.

 



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