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JUBILEO DE LOS DIÁCONOS PERMANENTES

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS DIÁCONOS PERMANENTES

Sábado 19 de febrero de 2000

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos diáconos y familiares:
 

1. Con gran alegría me encuentro con vosotros en esta significativa cita jubilar. Saludo al prefecto de la Congregación para el clero, cardenal Darío Castrillón Hoyos, y a sus colaboradores, que han organizado estas intensas jornadas de oración y fraternidad. Saludo a los señores cardenales y a los prelados presentes. Os saludo especialmente a vosotros, amadísimos diáconos permanentes, a vuestras familias y a cuantos os han acompañado en esta peregrinación a las tumbas de los Apóstoles.

Habéis venido a Roma para celebrar vuestro jubileo. Os acojo con afecto. Esta ocasión es muy propicia para ahondar en el significado y el valor de vuestra identidad estable y no transitoria de ordenados, no para el sacerdocio, sino para el diaconado (cf. Lumen gentium, 29). Como ministros del pueblo de Dios, estáis llamados a actuar con la acción litúrgica, con la actividad didáctico-catequística y con el servicio de la caridad, en comunión con el obispo y el presbiterio. Y este singular año de gracia, que es el jubileo, os quiere ayudar a redescubrir aún más radicalmente la belleza de la vida en Cristo:  la vida en él, que es la Puerta santa.

2. En efecto, el jubileo es tiempo fuerte de verificación y purificación interior, pero también de recuperación de la dimensión misionera ínsita en el misterio mismo de Cristo y de la Iglesia. Quien cree que Cristo Señor es el camino, la verdad y la vida; quien sabe que la Iglesia es su prolongación en la historia; quien experimenta personalmente todo esto, no puede menos de convertirse, por esta misma razón, en celoso misionero. Queridos diáconos, sed apóstoles activos de la nueva evangelización. Llevad a todos hacia Cristo. Que se dilate, también gracias a vuestro compromiso, su Reino en vuestra familia, en vuestro ambiente de trabajo, en la parroquia, en la diócesis y en el mundo entero.

La misión, al menos en cuanto a intención y pasión, debe apremiar en el corazón de los sagrados ministros e impulsarlos hasta la entrega total de sí. No os detengáis ante nada; proseguid con fidelidad a Cristo, siguiendo el ejemplo del diácono Lorenzo, cuya venerada e insigne reliquia habéis querido que estuviera aquí, para esta ocasión.

No faltan tampoco en nuestro tiempo personas a las que Dios llama al martirio cruento; pero mucho más numerosos son los creyentes sometidos al "martirio" de la incomprensión. No se turbe vuestro corazón por las dificultades y los contrastes; al contrario, crezca vuestra confianza en Jesús, que ha redimido a los hombres mediante el martirio de la cruz.

3. Queridos diáconos, adentrémonos en el nuevo milenio junto con toda la Iglesia, que impulsa a sus hijos a purificarse, mediante el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y retrasos (cf. Tertio millennio adveniente, 33). Los primeros en dar ejemplo han de ser los ministros ordenados:  obispos, presbíteros y diáconos. Esta purificación y este arrepentimiento se han de entender sobre todo en relación con cada uno de nosotros personalmente. Interpelan, en primer lugar, nuestra conciencia de ministros sagrados que actúan en este tiempo.

Ante la Puerta santa experimentamos la necesidad de "salir" de nuestra tierra egoísta, de nuestras dudas y de nuestras infidelidades, y sentimos la invitación apremiante a "entrar" en la tierra santa de Jesús, que es la tierra de la fidelidad plena a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Resuenan en nuestro corazón las palabras del divino Maestro:  "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os aliviaré" (Mt 11, 28).

Queridos diáconos, tal vez algunos de vosotros se sientan cansados por los compromisos gravosos, por la frustración causada por iniciativas apostólicas sin éxito y por la incomprensión de muchos. ¡No os desaniméis! Abandonaos en los brazos de Cristo:  él os aliviará. Vuestro jubileo ha de ser una peregrinación de conversión a Jesús.

4. Si sois fieles en todo a Cristo, amadísimos diáconos, seréis también fieles a los diversos ministerios que la Iglesia os confía. ¡Cuán valioso es vuestro servicio a la Palabra y a la catequesis! Y ¿qué decir de la diaconía de la Eucaristía, que os pone en contacto directo con el altar del sacrificio en el servicio litúrgico?

Asimismo, con razón os comprometéis a vivir el servicio litúrgico de modo inseparable con el de la caridad en sus expresiones concretas. Esto muestra que el signo del amor evangélico no se puede reducir a lo que se llama solidaridad, sino que es consecuencia coherente del misterio eucarístico.
En virtud del vínculo sacramental, que os une a los obispos y a los presbíteros, vivís plenamente la comunión eclesial. La fraternidad diaconal en vuestra diócesis, aunque no constituye una realidad estructural análoga a la de los presbíteros, os estimula a compartir la solicitud de los pastores. La identidad diaconal manifiesta con claridad todos los rasgos de vuestra espiritualidad específica, que se presenta esencialmente como espiritualidad de servicio.

5. Queridos hermanos, el jubileo es tiempo propicio para restituir a esta identidad y a esta espiritualidad su fisonomía originaria y auténtica, con vistas a renovar interiormente y movilizar todas las energías apostólicas.

La pregunta de Cristo:  "Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?" (Lc 18, 8), resuena con singular elocuencia en esta ocasión jubilar.

La fe ha de transmitirse y comunicarse. También tenéis la tarea de anunciar a las generaciones jóvenes el único e inmutable Evangelio de la salvación, para que el futuro sea rico en esperanza para todos.

Os sostenga en esta misión la santísima Virgen. Yo os acompaño con mi oración, confirmada por una especial bendición apostólica, que os imparto de corazón a vosotros, a vuestras esposas, a vuestros hijos y a todos los diáconos que trabajan al servicio del Evangelio en todo el mundo.



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