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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

Domingo 6 de agosto de 2000

 

Nos disponemos a celebrar la santa misa en la fiesta de la Transfiguración del Señor, llevando en el corazón el recuerdo siempre vivo del siervo de Dios Pablo VI, veintidós años después de su "éxodo" hacia la eternidad.

La liturgia de hoy nos invita a contemplar el rostro del Hijo de Dios que, en la montaña, como testimonian concordemente los evangelios sinópticos, se transfigura delante de Pedro, Santiago y Juan, mientras la voz del Padre proclama desde la nube: "Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo" (Mc 9, 7). San Pedro, recordando con emoción ese acontecimiento, afirmará:  "Hemos sido testigos oculares de su grandeza" (2 P 1, 16).

En la época actual, dominada por la así llamada "civilización de la imagen", es más fuerte el deseo de contemplar con los propios ojos la figura del Maestro divino, pero conviene recordar sus palabras:  "Dichosos los que crean sin haber visto" (Jn 20, 29). El venerado e inolvidable Pablo VI vivió precisamente mirando con los ojos de la fe el rostro adorable de Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios. Contemplándolo con amor ardiente y apasionado, dijo:  "Cristo es belleza, belleza humana y divina; belleza de la realidad, de la verdad, de la vida" (Catequesis durante la audiencia general del 13 de enero de 1971:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de enero de 1971, p. 3). Y añadió:  "La figura de Cristo presenta, sí, sin alterar el encanto de su dulzura misericordiosa, un aspecto serio y fuerte, formidable, si queréis, contra la vileza, las hipocresías, las injusticias, las crueldades, pero nunca desligado de una soberana irradiación de amor" (Catequesis durante la audiencia general del 27 de enero de 1971:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de enero de 1971, p. 3).

A la vez que, con sentimientos de gratitud, nos acercamos al altar orando por el alma bendita de este gran Pontífice, deseamos contemplar, como él y como los discípulos, el rostro radiante del Hijo de Dios para ser iluminados por él. Pidamos a Dios, por intercesión de María, Maestra de fe y de contemplación, la gracia de acoger en nosotros la luz que resplandece en el rostro de Cristo, de modo que reflejemos su imagen sobre cuantos se acerquen a nosotros.

Con estos sentimientos, comencemos la santa misa, invocando ante todo la misericordia del Señor.

 



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