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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL COLEGIO INTERNACIONAL DE SAN BERNARDO


 Jueves 3 de mayo de 2001

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con gran alegría os acojo y os doy a cada uno mi más cordial bienvenida. Saludo, en particular, al abad Ugo Gianluigi Tagni, al que agradezco las palabras con que ha interpretado los sentimientos de todos vosotros.

Saludo y expreso mi estima cordial también a las religiosas Misioneras Hijas del Corazón de María, que, como madres y hermanas, asisten a los huéspedes del Colegio internacional, abierto por los monjes cistercienses con una laudable atención a las exigencias pastorales de la Iglesia. En él encuentran acogida sacerdotes y religiosos de diversas nacionalidades, que vienen a Roma para perfeccionar sus estudios frecuentando los diferentes centros académicos de la ciudad. El hecho de vivir juntos en un lugar tan adecuado a las exigencias de quienes están llamados a dedicarse al ministerio sacerdotal permite realizar un admirable intercambio  de dones, sin duda útil para la futura actividad apostólica.

También el contacto con la espiritualidad típica de la orden monástica cisterciense permite aprovechar una ulterior posibilidad de formación espiritual y apostólica. Espero de corazón que cada uno de vosotros beba abundantemente de esta fuente, que ha alimentado a lo largo de los siglos numerosas experiencias de vida consagrada.

2. Como sabéis muy bien, la vida monástica se caracteriza por una constante tensión hacia la conversión. La Regla de san Benito, en la que se inspira la orden cisterciense, prescribe que el candidato a la vida monástica, en presencia de toda la comunidad, prometa, con la ayuda de Dios y de los santos protectores, una conversión sincera y radical (cf. Regla benedictina 58, 17). No es sólo un ejercicio propio del tiempo cuaresmal; debe constituir también la tensión del cristiano hacia una vida verdaderamente evangélica. Se trata, en otros términos, del esfuerzo sincero e ininterrumpido que los bautizados, y sobre todo los sacerdotes y los religiosos, deben realizar para tender a la santidad.

Quisiera recordar aquí lo que afirmé en la reciente carta apostólica Novo millennio ineunte, es decir, que "es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este "alto grado" de la vida cristiana ordinaria" (n. 31). Y esto vale más aún para vosotros, amadísimos hermanos ordenados para el servicio al pueblo cristiano. Jesús os pregunta, como a Pedro:  "Simón de Juan, ¿me amas más que estos?" (Jn 21, 15). Y espera vuestra respuesta, no sólo expresada con palabras, sino también, y sobre todo, con vuestras opciones diarias concretas.

En la escuela de la espiritualidad cisterciense se os impulsa a orientar toda vuestra existencia a la contemplación de Dios, según el consejo de san Benito:  "No anteponer nada al amor de Cristo" (cf. Regla benedictina 4, 21 y 72, 11). La experiencia monástica os estimula, además, a practicar la Lectio divina, a celebrar juntos la liturgia de las Horas, sobre todo la Eucaristía diaria, y a prolongar en la adoración eucarística vuestra intimidad con el Señor. Que vuestra preocupación por el estudio no os aparte de esta inmersión cotidiana en Dios. En efecto, sólo de él podréis sacar la fuerza indispensable para el apostolado que os confiarán vuestros superiores cuando volváis a vuestras respectivas naciones y diócesis.

El que reza es un auténtico teólogo. Desde esta perspectiva, escribí en la citada carta apostólica Novo millennio ineunte:  "Nosotros, que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del Padre y Salvador del mundo, debemos mostrar a qué grado de interiorización puede llevar la relación con él" (n. 33).

3. De esta incesante contemplación, que lleva a una intimidad cada vez mayor con Dios, brotará la necesidad de comunión también entre vosotros y con vuestros hermanos. Procedéis de numerosas naciones e institutos religiosos:  la variedad de ritos, culturas, experiencias y exigencias pastorales de vuestras comunidades o de vuestras Iglesias particulares constituye un importante patrimonio que tenéis que compartir y que debe impulsaros a amar cada vez más a la única Iglesia de Cristo. En efecto, el Señor os pide que sirváis a la Iglesia con vuestros diferentes carismas y actividades pastorales.

Ante vosotros resplandece el testimonio de multitud de santos que se han inspirado incesantemente en la fuente benedictina y cisterciense. Mirad en especial a san Bernardo, vuestro gran maestro espiritual, hombre de contemplación y acción. A propósito de las diversas órdenes religiosas, explicó con profunda sabiduría:  "Todos tenemos necesidad unos de otros:  el bien espiritual que yo no tengo y no poseo, lo recibo de los demás. (...) Y toda nuestra variedad, que manifiesta la riqueza de los dones de Dios, subsistirá en la única casa del Padre, que tiene muchas moradas.

Ahora hay división de gracias; entonces habrá distinción de gloria. La unidad, tanto aquí como allí, consiste en una misma caridad" (Apología a Guillermo de san Thierry, IV, 8:  PL 182, 903-904).

Por tanto, que vuestro Colegio sea un Cenáculo:  un lugar donde, permaneciendo en oración con María, la Madre de Jesús (cf. Hch 1, 14), tengáis un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4, 32). Una escuela de vida fraterna donde, como enseña san Benito (cf. Regla benedictina 72, 4 ss), todos procuren ayudarse mutuamente, soportando con suma paciencia las debilidades del otro.

Que nadie busque su propio bien, sino el de los demás, amando a su prójimo con amor casto. Este estilo de vida, esta experiencia de comunión entre sacerdotes y religiosos será una valiosa ayuda para vosotros en vuestras comunidades de proveniencia cuando, concluido el tiempo de vuestra formación aquí en Roma, emprendáis la obra a la que el Espíritu Santo os llame.

María, a la que queremos invocar como Mater boni consilii, vele sobre vuestros buenos propósitos y sobre toda vuestra actividad diaria. Queridos hermanos, recurrid siempre con confianza a ella y a su intercesión. Con estos sentimientos, os bendigo cordialmente a todos y a cada uno.

 



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