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PEREGRINACIÓN JUBILAR DEL PAPA JUAN PABLO II
A GRECIA, SIRIA Y MALTA TRAS LAS HUELLAS DE SAN PABLO APÓSTOL

(4-9 DE MAYO DE 2001)

CEREMONIA DE BIENVENIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Aeropuerto internacional de Damasco
Sábado 5 de mayo de 2001

 

Señor presidente;
miembros del Gobierno;
hermanos patriarcas y obispos;
ilustres señoras y señores: 

1. A mi llegada a Damasco, esta "perla de Oriente", soy consciente de que visito una tierra muy antigua, que ha desempeñado un papel vital en la historia de esta parte del mundo. Su contribución literaria, artística y social al florecimiento de la cultura y de la civilización es muy conocida. Le expreso mi gratitud a usted, señor presidente, y a los miembros del Gobierno, por haber hecho posible mi visita a Siria y le agradezco las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido.

Saludo a las autoridades civiles, políticas y militares que han tenido la amabilidad de estar aquí presentes, así como a los ilustres miembros del Cuerpo diplomático.

Vengo como peregrino de fe, prosiguiendo mi peregrinación jubilar a algunos de los lugares vinculados de modo especial a la autorrevelación de Dios y a sus acciones salvíficas (cf. Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados a la historia de la salvación, 1). Hoy Dios me permite continuar esta peregrinación aquí, en Siria, en Damasco, y saludaros a todos vosotros con amistad y fraternidad. Saludo a los patriarcas y obispos que se encuentran aquí, en representación de la comunidad cristiana siria. Dirijo un saludo afectuoso a todos los seguidores del islam que viven en esta noble tierra. ¡La paz esté con todos vosotros!

2. En realidad, mi peregrinación jubilar con motivo del bimilenario del nacimiento de Jesucristo comenzó el año pasado con la conmemoración de Abraham, al que la llamada de Dios llegó cerca de aquí, en la región de Harán. Seguidamente, viajé al monte Sinaí, donde Dios dio a Moisés los diez Mandamientos. Y luego realicé mi inolvidable visita a Tierra Santa, donde Jesús llevó a cabo su misión salvífica y fundó su Iglesia. Ahora mi pensamiento y mi corazón se vuelven hacia la figura de Saulo de Tarso, el gran apóstol Pablo, cuya vida quedó transformada para siempre en el camino de Damasco. Mi ministerio de Obispo de Roma está vinculado de forma especial al testimonio de san Pablo, coronado por el martirio en Roma.

3. No puedo olvidar la magnífica contribución que Siria y la región limítrofe han dado a la historia del cristianismo. Desde el inicio del cristianismo se fundaron aquí comunidades florecientes. En el desierto sirio floreció el monacato cristiano, y nombres de sirios como san Efrén y san Juan Damasceno están grabados para siempre en la memoria cristiana. Algunos de mis predecesores nacieron en esta región.

Pienso también en el gran influjo cultural del islam sirio, que bajo la guía de los califas omeyas llegó hasta las costas más lejanas del Mediterráneo. Hoy, en un mundo cada vez más complejo e interdependiente, es necesario un nuevo espíritu de diálogo y cooperación entre cristianos y musulmanes. Juntos adoramos al Dios único e indivisible, al Creador de todo lo que existe. Juntos debemos proclamar al mundo que el nombre del único Dios es "un nombre de paz y un imperativo de paz" (Novo millennio ineunte, 55).

4. Mientras la palabra "paz" resuena en nuestro corazón, no podemos menos de pensar en las tensiones y conflictos que desde hace tiempo afligen a la región de Oriente Próximo. A menudo se han suscitado esperanzas, que luego han acabado ahogadas por nuevas olas de violencia. Usted, señor presidente, ha dicho con acierto que una paz justa y global es lo que más interesa a Siria.

Confío en que, bajo su guía, Siria no escatime esfuerzos para fomentar una armonía y una cooperación cada vez mayores entre los pueblos de la región, que no sólo producirían beneficios duraderos a su tierra, sino también a los demás países árabes y a toda la comunidad internacional.

Como dije públicamente en otras ocasiones, ya es tiempo de "volver a los principios de la legalidad internacional:  prohibición de la apropiación de territorios por la fuerza, derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, respeto de las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas y de las convenciones de Ginebra, por citar sólo los más importantes" (Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 13 de enero de 2001, n. 3:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de enero de 2001, p. 3).

Todos sabemos que la paz en realidad sólo se puede conseguir si se da una nueva actitud de entendimiento y respeto entre los pueblos de la región, entre los seguidores de las tres religiones que veneran a Abraham. Paso a paso, con perspicacia y valentía, los líderes políticos y religiosos de la región deben crear las condiciones para el desarrollo al que sus pueblos tienen derecho, después de tanto conflicto y sufrimiento. Entre estas condiciones, es importante que mejore el modo como se ven mutuamente los pueblos de la región y que en todos los niveles de la sociedad se enseñen y promuevan los principios de una coexistencia pacífica. En este sentido, mi peregrinación es también una ardiente oración de esperanza:  una esperanza de que entre los pueblos de la región el miedo se transforme en confianza, y el desprecio, en estima mutua; de que la fuerza ceda el lugar al diálogo; y de que prevalezca el deseo auténtico de contribuir al bien común.

5. Señor presidente, la amable invitación que usted, el Gobierno y el pueblo de Siria me han dirigido, y la cordial acogida que me han dispensado aquí hoy, son signos de que compartimos la convicción de que la paz y la cooperación son efectivamente nuestra aspiración común. Aprecio sinceramente vuestra hospitalidad, tan característica de esta tierra antigua y bendita. Dios todopoderoso os conceda felicidad y larga vida, y bendiga a Siria con prosperidad y paz. ¡La paz esté con vosotros!

 



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