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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO SOBRE LA SALUD
ORGANIZADO POR LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA


Sábado 12 de mayo de 2001

 

1. Me alegra mucho daros la bienvenida a todos vosotros que, durante estos días, estáis reflexionando sobre la presencia de la Iglesia en el mundo de la salud, de la enfermedad y del sufrimiento. Saludo, ante todo, al cardenal Camillo Ruini, presidente de la Conferencia episcopal italiana, y a monseñor Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, a los que agradezco sus cordiales palabras. Saludo a los demás prelados presentes, especialmente a monseñor Alessandro Plotti, arzobispo de Pisa y vicepresidente de la Conferencia episcopal italiana, y a monseñor Benito Cocchi, obispo de Módena y presidente de la Comisión episcopal de la Conferencia episcopal italiana para el servicio de la caridad y la pastoral de la salud.

Extiendo asimismo mi saludo a todas las personas enfermas y a las que sufren, a sus familias y a cuantos las cuidan. Como escribí en el Mensaje de este año para la Jornada mundial del enfermo, deseo ir espiritualmente cada día a visitar a los que sufren, para "detenerme al lado de los enfermos hospitalizados, de sus familiares y del personal sanitario" (n. 3:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de septiembre de 2000, p. 3).

Vuestro congreso, tan significativo por muchos motivos, se inserta en el camino emprendido por la Iglesia italiana para realizar una promoción cada vez más activa de la pastoral de la salud. Os animo a proseguir por ese camino, para que se reconozca a la pastoral de la salud toda su fuerza de testimonio evangélico, con plena fidelidad al mandato de Cristo:  "Id, proclamad el Reino de Dios y curad a los enfermos" (cf. Lc 9, 1-2; Mt 10, 7-9; Mc 3, 13-19).

2. Os habéis reunido para profundizar en el sentido y las modalidades con que conviene actualizar hoy este mandato de Cristo. Ciertamente, un atento discernimiento de las actuales realidades socioculturales proporciona indicaciones concretas sobre cómo debe ser la presencia de la Iglesia en el campo del cuidado de la salud, mejorando su calidad y descubriendo nuevos caminos de penetración apostólica.

A este propósito, como escribí en la carta apostólica Novo millennio ineunte, es útil recordar que "no se trata de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo" (n. 29).

En el Mensaje para la VIII Jornada mundial del enfermo, durante el gran jubileo del año 2000, escribí:  "Jesús no sólo curó a los enfermos, sino que también fue un incansable promotor de la salud a través de su presencia salvífica, su enseñanza y su acción. (...) En él la condición humana mostraba el rostro redimido, y las aspiraciones humanas más profundas encontraban su realización. Quiere comunicar esta plenitud armoniosa de vida a los hombres de hoy" (n. 10:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de agosto de 1999, p. 5). Sí, Jesús vino para que todos "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). Y el ámbito de la salud y del sufrimiento es el que más necesita el anuncio, el testimonio y el servicio del evangelio de la vida.

La Iglesia, imitando a Cristo, que asumió el rostro "sufriente" del hombre para hacerlo "glorioso", está llamada a recorrer el camino del hombre, especialmente si sufre (cf. Redemptor hominis, 7, 14 y 21; Salvifici doloris, 3). Su acción se dirige a la persona enferma para escucharla, cuidarla, aliviar sus penas y ayudarle a comprender el sentido y el valor salvífico del dolor.

Nunca se insistirá suficientemente, y vosotros lo habéis hecho durante el congreso, en la necesidad de poner en el centro a la persona, tanto del enfermo como de los profesionales de la salud.

3. La Iglesia aprecia cuanto hacen los demás en este campo, y ofrece a las instituciones públicas su aportación para responder a las exigencias de un cuidado integral de la persona.

Al dar esa contribución, se siente impulsada y sostenida por una visión de la salud que no es simplemente ausencia de enfermedad, sino tensión hacia una armonía plena y un sano equilibrio a nivel psíquico, espiritual y social. Propone un modelo de salud que se inspira en la "salvación saludable" ofrecida por Cristo:  un ofrecimiento de salud "global", "integral", que sana al enfermo en su totalidad. Así, la experiencia humana de la enfermedad es iluminada por la luz del misterio pascual. Jesús crucificado, al experimentar la lejanía del Padre, implora su ayuda, pero, con un acto de amor y confianza filial, se abandona en sus manos. En el Mesías crucificado en el Gólgota la Iglesia contempla a la humanidad que, con confianza, tiende sus brazos doloridos hacia Dios.

Con compasión y solidaridad se acerca al que sufre, haciendo suyos los sentimientos de la misericordia divina. Este servicio al hombre probado por la enfermedad postula la estrecha colaboración entre los profesionales de la salud y los agentes pastorales, entre los asistentes espirituales y el voluntariado sanitario. ¡Cuán valiosa es, al respecto, la acción de las diversas asociaciones eclesiales de agentes sanitarios, no sólo de tipo profesional —médicos, enfermeros y farmacéuticos—, sino también de índole más marcadamente pastoral y espiritual!

4. A este propósito, merecen mención especial las instituciones religiosas que, fieles a su carisma, siguen desempeñando un papel importante en este sector. A la vez que agradezco a esas instituciones, tanto masculinas como femeninas, el testimonio que dan con generosidad y competencia, a pesar de las numerosas dificultades, les pido que conserven y hagan cada vez más reconocible su carisma en las situaciones actuales.

Prestan un servicio público, y deseo vivamente que no les falte jamás el justo reconocimiento por parte de las autoridades civiles. Ese servicio exige, además, una fuerte y decidida inversión en el campo de la formación específica de los profesionales de la salud. Se trata de "obras de Iglesia", patrimonio y diaconía del evangelio de la caridad para cuantos necesitan cuidados médicos. A esas obras nunca debe faltarles el apoyo de toda la comunidad eclesial.

Amadísimos hermanos y hermanas, en este ámbito privilegiado la Iglesia está llamada a testimoniar la presencia del Señor resucitado. Quisiera repetir a todos los que trabajan en él cuanto escribí en la citada carta apostólica Novo millennio ineunte:  "¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo" (n. 58). Que al comienzo de este siglo sea más ágil el paso de quienes, como el buen samaritano, están llamados a inclinarse para curar al hombre herido y sufriente. María, que desde el cielo vela maternalmente sobre los que sufren la prueba del dolor, sea el apoyo constante de cuantos se dedican a aliviarlo.

Con estos sentimientos, imparto de buen grado a todos una especial bendición apostólica.

 



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