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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL TRADICIONAL ENCUENTRO CON EL CLERO DE ROMA


Jueves 6 de marzo de 2003

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos sacerdotes romanos:

1. Nuestro habitual encuentro al inicio de la Cuaresma tiene lugar este año, como ha subrayado el cardenal vicario, en el vigésimo quinto año de mi servicio pastoral como Obispo de Roma. Es un aniversario que recuerda el ministerio sacerdotal, en el que el obispo y sus sacerdotes están íntimamente unidos con la certeza del don que Dios les ha concedido y con el compromiso de "corresponder", entregando con alegría su vida al servicio de Cristo y de los hermanos.

Os saludo con afecto a todos y cada uno y os agradezco el servicio generoso que prestáis a la Iglesia de Roma. Os agradezco sobre todo el clima que se ha creado hoy:  un clima especial, podríamos decir, abierto. Saludo y doy las gracias al cardenal vicario, al vicegerente, a los obispos auxiliares y a quienes de entre vosotros me han dirigido la palabra.

2. "La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). "Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado" (Mt 10, 40). En estas dos afirmaciones de Jesús se encierra el misterio de nuestro sacerdocio, que encuentra su verdad y su identidad en ser derivación y continuación de Cristo mismo y de la misión que él recibió del Padre.

Otras dos expresiones de Jesús nos ayudan a entrar más profundamente en este misterio. La primera se refiere a él en persona:  "En verdad, en verdad os digo:  el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre" (Jn 5, 19). La segunda se dirige a nosotros y a todos nuestros hermanos en la fe:  "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). Este "nada" repetido nos remite a Cristo, y Cristo al Padre. Es el signo de una dependencia total, de la necesidad de desprendernos de nosotros mismos, pero es también el signo de la grandeza del don que hemos recibido. En efecto, unidos a Cristo y al Padre, en virtud del sacramento del orden, podemos perdonar los pecados y pronunciar sobre el pan y el vino las palabras:  "Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre". En la celebración de la Eucaristía, actuamos verdaderamente in persona Christi:  lo que Cristo realizó en el altar de la cruz, y que ya antes había establecido como sacramento en el Cenáculo, el sacerdote lo renueva con la fuerza del Espíritu Santo (cf. Don y misterio, p. 89).

3. Amadísimos hermanos sacerdotes de Roma, esto exige que nosotros, en el ejercicio de nuestro ministerio y en toda nuestra vida, seamos verdaderamente hombres de Dios. No sólo los fieles más cercanos a nosotros, sino también las personas débiles e inciertas en su fe y alejadas de la práctica de la vida cristiana son sensibles a la presencia y al testimonio de un sacerdote que es realmente "hombre de Dios"; por el contrario, en la medida en que lo conocen, lo estiman y tienden a abrirse a él.

Por eso es muy importante que nosotros, los sacerdotes, seamos los primeros en responder con sinceridad y generosidad a la llamada a la santidad que Dios dirige a todos los bautizados. El camino real e insustituible para avanzar por el camino de la santificación es la oración:  estando con el Señor, nos convertimos en amigos del Señor, su mirada se transforma progresivamente en nuestra mirada, y su corazón en nuestro corazón. Si queremos de verdad que nuestras comunidades sean "escuelas de oración" (cf. Novo millennio ineunte, 33), nosotros primero debemos ser hombres de oración, entrando, por tanto, en la escuela de Jesús, de María y de los santos, maestros de oración.

El corazón de la oración cristiana y la clave del misterio de nuestro sacerdocio es, sin duda, la Eucaristía. Por eso la celebración de la santa misa ha de ser, para cada uno de nosotros, el centro de la vida y el momento más importante de cada jornada. Amadísimos hermanos, en realidad, no tenemos alternativa. Si no procuramos avanzar, de modo humilde pero confiado, por el camino de nuestra santificación, terminaremos por contentarnos con pequeñas componendas, que poco a poco se hacen más graves y pueden desembocar incluso en la traición, abierta o encubierta, al amor de predilección con el que Dios nos ha amado al llamarnos al sacerdocio.

4. El don del Espíritu, que nos une a Cristo y al Padre, nos vincula indisolublemente al cuerpo de Cristo y a la esposa de Cristo que es la Iglesia. Para ser sacerdotes según el corazón de Cristo, debemos amar a la Iglesia como él la amó, entregándose a sí mismo por ella (cf. Ef 5, 25). No debemos tener miedo de identificarnos con la Iglesia, entregándonos por ella. Debemos ser, con autenticidad y generosidad, hombres de Iglesia.

El vínculo del sacerdote con la Iglesia se desarrolla según la dinámica típicamente cristológica del buen Pastor, que es al mismo tiempo cabeza y siervo del pueblo de Dios. Es, esencialmente, hombre de comunión, que no se cansa de construir la comunidad cristiana como "casa y escuela de la comunión" (cf. Novo millennio ineunte, 43). El Sínodo que celebramos de 1986 a 1993 fue en concreto, para toda la diócesis de Roma, gran escuela de comunión, y corresponde ante todo al sacerdote hacer que este mensaje del Sínodo se haga realidad en la vida diaria de las comunidades. Pero esto requiere que sea él el primero en dar ejemplo y testimonio de comunión dentro del presbiterio diocesano y en las relaciones con los demás sacerdotes que viven y desempeñan su ministerio en la misma parroquia o comunidad. La experiencia pastoral confirma que la comunión entre los sacerdotes contribuye en gran medida a hacer creíble y fecundo su ministerio, según las palabras de Jesús:  "En esto conocerán todos que sois discípulos míos:  si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35).

5. Amadísimos hermanos, después del Sínodo, vivimos la Misión ciudadana, y ahora nuestra diócesis está comprometida a dar establemente un preciso carácter misionero a toda la pastoral.

En el ejercicio diario de nuestro ministerio debemos formar una verdadera conciencia misionera en los fieles más cercanos a nosotros, de modo que nuestras comunidades se transformen progresivamente en auténticas comunidades evangelizadoras y cada creyente se esfuerce por ser testigo de Cristo en todos los ambientes y situaciones de la vida. Es así como realizamos de la manera más plena y genuina el "don" y el "misterio" de nuestro sacerdocio.

En efecto, el sacerdocio ministerial del Nuevo Testamento es, por su misma naturaleza, sacerdocio apostólico, en cuanto que llega a la comunidad mediante la "sucesión apostólica", es decir, la transmisión del ministerio y del carisma de los Apóstoles a los obispos. A través del sacerdocio del obispo, también el sacerdocio de los presbíteros "se incorpora a la estructura apostólica de la Iglesia" (Pastores dabo vobis, 16), participando así de su orientación misionera esencial.

6. Queridos hermanos en el sacerdocio, no nos cansemos jamás de ser testigos y heraldos de Cristo; no nos desanimemos ante las dificultades y los obstáculos que encontramos tanto dentro de nosotros, en nuestra fragilidad humana, como en la indiferencia o en las incomprensiones de aquellos a quienes somos enviados, incluidas, a veces, las personas más cercanas a nosotros.

Cuando las dificultades y las tentaciones pesen en nuestro corazón, acordémonos más bien de la grandeza del don que hemos recibido, para ser capaces, también nosotros, de "dar con alegría" (cf. 2 Co 9, 7). En efecto, en el confesonario, pero también en todo nuestro ministerio, somos testigos e instrumentos de la misericordia divina, somos y debemos ser hombres que sepan infundir la esperanza y realizar una labor de paz y reconciliación.

Queridos hermanos, a esto nos ha llamado Dios con amor de predilección, y Dios merece toda nuestra confianza:  su voluntad de salvación es más grande y más fuerte que todo el pecado del mundo.

Gracias por este encuentro. Gracias también por el regalo del libro, recién impreso, en el que se han recogido los textos de los discursos que os he dirigido en los encuentros de inicio de la Cuaresma, a partir del 2 de marzo de 1979. Espero que también esta iniciativa sirva para mantener vivo y fecundo el diálogo que se ha entablado entre nosotros a lo largo de estos años.

Os bendigo a todos de corazón y, juntamente con vosotros, bendigo a las comunidades que os han sido confiadas.

* * * * *

(Palabras del Santo Padre Juan Pablo II al final del encuentro con el clero de Roma) 

Son ya casi veinticinco años. Estoy en mi vigésimo quinto año. Mi vida sacerdotal comienza en el año 1946, con la ordenación, que recibí de manos de mi gran predecesor en Cracovia, el cardenal Adam Stefan Sapieha. Después de doce años, en 1958, fui llamado al episcopado. Así, desde 1958, han pasado ya cuarenta y cinco años de episcopado. Bastantes. De estos cuarenta y cinco años, veinte en Cracovia, primero como auxiliar, luego como vicario capitular, y finalmente como arzobispo metropolitano y cardenal. Y veinticinco años en Roma. Así, con estos cálculos se ve que he llegado a ser más romano que "cracoviensis". Pero todo esto es Providencia.

El encuentro de hoy me recuerda los numerosos encuentros que tuve con los sacerdotes en mi primera diócesis, Cracovia. Debo decir que eran encuentros más frecuentes. Sobre todo pude visitar muchas parroquias. También en Roma he visitado trescientas de trescientas cuarenta. Todavía me faltan algunas. Puedo decir que vivo aún con este capital, que recogí en Cracovia:  capital de experiencias, pero no sólo:  también de reflexiones, de todo lo que me dio el ministerio sacerdotal y luego episcopal.

Debo confesar ante vosotros, párrocos, que nunca fui párroco; sólo fui vice párroco. Y luego, sobre todo, fui profesor en el seminario y en la universidad. Mi experiencia es principalmente de cátedra universitaria. Pero, aun sin experiencia directa, inmediata, de ser párroco, siempre tuve muchos contactos con los párrocos, y puedo decir que me comunicaron su experiencia.

Así, ante vosotros, en este vigésimo quinto año, he hecho un poco de examen de conciencia de mi vida sacerdotal. Os agradezco mucho las palabras que me habéis dirigido, el afecto que me habéis manifestado y sobre todo las oraciones, que tanto necesito siempre. Así hemos iniciado nuestra Cuaresma romana, mi vigésima quinta Cuaresma romana. Os deseo una buena Cuaresma y una buena Pascua. La Pascua es el centro, no sólo de nuestra vida cristiana, sino también de nuestra vida sacerdotal.

Muchas gracias.

 



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