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CONSAGRACIÓN EPISCOPAL DE OCHO PRELADOS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII*

Viernes 28 de octubre de 1960

 

Venerables hermanos y queridos hijos:

La solemnidad de la consagración, efectuada hoy, de ocho nuevos Obispos para ornamento de la Iglesia del Señor, promesa e incremento de apostolado de conquista, tiene un lenguaje propio, que esta mañana ha sido y es alegría de vuestros ojos y latido de vuestros corazones. Permitid que lo saboreemos para consuelo de nuestro espíritu y alegría de la Iglesia universal.

Nos plugo fijar la sagrada ceremonia de esta consagración en la fecha litúrgica de la festividad de los Apóstoles Simón y Judas Tadeo, pues su dies natalis se adapta al feliz cumplimiento del segundo año de la elevación de nuestra humilde persona a la cumbre del supremo Pontificado. La bondadosa Providencia, reuniendo los votos de los miembros del Sacro Colegio Cardenalicio en este hermano suyo ya de edad avanzada, y de tan modestos méritos, diríase que ha querido dar una señal de su intervención —como ayer nos hablaba el Breviario a propósito del sumo sacerdote Onías—, communem utilitatem universae multitudinis considerans—, mirando al interés común (II Macc. 4, 1-5), una intervención particularmente sensible de ayuda celestial al nuevo elegido para subsanar las deficiencias de la naturaleza con la superabundancia de la gracia y del apostolado evangélico.

En esta visión, tal vez inesperada, sigue tomando relieve esa unión en torno a la persona del Papa, ya no tan reciente del grupo selecto de nuevos colaboradores, mejor dicho, de sus venerables hermanos, que se incorporan a los antiguos. Pues he aquí el purpúreo cortejo de los treinta y ocho Cardenales —acontecimiento único más que raro en los anales del Pontificado romano— creados en sólo dos años, llamados de todos los puntos de la tierra, de todas las estirpes, colores y tradiciones regionales.

He aquí tres Obispos consagrados que también proceden de distintos países, y llamados a asumir las más altas y nobles funciones al servicio de la Iglesia y del apostolado aquí en Roma y desde Roma al mundo entero.

Estos numerosos acontecimientos, cuyos felices testigos somos, ¿no señalan una nueva luz que se derrama por los horizontes de la Iglesia Católica, el arder de aquella llama que el Señor Jesús anunció en las páginas de San Lucas: Ignem veni mittere in terram, et quid volo, nisi ut accendatur? (he venido a traer fuego a la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda?) (Luc. 12, 49).

Dichosos nosotros, si sabemos con la humildad y sencillez de nuestro corazón meditar y comprender bien en este anuncio del fuego el significado de todo lo que viene después: baptismo autem habeo baptizari, (con un bautismo tengo que ser bautizado), el bautismo de sangre que se disponía a derramar para redención y salvación del mundo.

El camino del sacrificio, el Via crucis, es verdaderamente su camino y va acompañado del ignem missum in terram. Así debe ser nuestra vida: condicionada al sacrificio, camino seguro de la alegría, de la gloria y de la victoria final. Mirad, decía Jesús al pueblo —y San Lucas lo narra en el mismo lugar de su Evangelio—, mirad, cuando veis aparecer las nubes por Occidente, en seguida decís: habrá lluvia, y así es. Y cuando sentís que sopla el siroco decís: habrá calor, y así sucede.

Se dijo esto para precavernos de las alternativas, mejor dicho, de los contrastes entre la grandeza y sublimidad del oficio episcopal y las tribulaciones y sufrimientos que a veces este mismo oficio implica, a ejemplo de Jesucristo, pastor et episcopus animarum nostrarum, pastor y obispo de nuestras almas (1 Petr. , 2, 25).

Volviendo al doble título de esta alegre jornada del segundo aniversario de nuestra elección al más alto servicio de la Santa Iglesia del Señor, permitid escojamos algunos pensamientos inspirados para edificación espiritual de todos.

Ante todo queremos dirigirnos a los nuevos consagrados, que respiran la mística fragancia de la unción recibida unxit te Deus, Deus tuus, oleo lactitiae prae consortibus tuis (el Señor, tu Dios, te ungió con el óleo de la exultación con preferencia a tus compañeros) (Ps. 44, 8).

Constituidos Obispos de la Iglesia de Dios y escogidos para este honor entre los diferentes cargos a que os dedicabais con distinguido y provechoso empeño, ofrecéis ahora a nuestros ojos una estupenda palpitante visión, que resume felizmente la actividad y solicitud de la Iglesia en esta fase especial de su historia; es, ante todo, la visión del Concilio, que se anuncia y prepara; de los seminarios e Institutos de alta cultura católica en toda la tierra; de las representaciones de la Sede Apostólica en los países de África y Asia; de las diócesis que se enfrentan a la Historia en el antiguo y nuevo mundo como muestra de incesante fecundidad apostólica; de las instituciones de caridad, tan meritorias y eficazmente operantes con exigencias siempre nuevas, adaptadas a las más urgentes necesidades de los tiempos.

Este es el espectáculo, unido al mismo tiempo que variado, que ofrecéis a nuestra mirada gozosa. Y os confiamos que, en realidad, nos sentimos muy complacidos al juntar en los pensamientos, en los afectos y palabras de estos días, la solicitud por la preparación del Concilio Ecuménico Vaticano II con las no menos graves preocupaciones pastorales por el desarrollo de la Iglesia en el mundo. Por eso hemos querido reunir en torno al Concilio, como en una corona ideal, nuestro renovado propósito de emplear las mejores energías de la Iglesia por los seminarios, por los Institutos de cultura, por las nuevas técnicas de difusión del pensamiento, por las obras de caridad y, en particular, por el incremento del apostolado de cooperación misional, que constituye una de nuestras más hondas y vivas preocupaciones.

Esta es la llama que Jesucristo quiso traer a la tierra, deseando ardientemente abrasarla: el fuego de la caridad, de la justicia enseñada y santificada por Él, de su amor a todos los hombres de toda raza y grado de civilización. La coincidencia de hoy, aniversario de nuestra elevación a la Cátedra de Pedro, con la afirmación pública ante el mundo —por vuestra consagración episcopal— de las más hondas preocupaciones apostólicas de nuestro Pontificado, se sintetiza eficazmente en esta visión del fuego, que brota del corazón de Cristo y prende en la Iglesia por el poder creador del Espíritu; fuego que creó a los apóstoles y crea a sus sucesores en las sucesivas vicisitudes de los siglos.

La segunda consideración brota de la fiesta de los dos apóstoles Simón y Judas Tadeo.

Las festividades de los Apóstoles —ecclesiarum Principes... et vera mundi lumina (Príncipes de la Iglesia y verdadera luz del mundo)— nos son igualmente queridas y las celebramos con cierta solemnidad. Pero después de la de Pedro y Pablo es natural para el Papa que os habla dar preferencia a la de los Santos Simón y Judas, cuyos despojos mortales, martirizados en testimonio de amor a Cristo, reposan en esta Basílica debajo de su mismo altar.

Circunstancia particularmente grata, porque nos recuerda nuestra elevación al Pontificado Romano, que tuvo lugar precisamente en el día de su fiesta.

Apóstoles y apostolado, sagradas y solemnes palabras, con las que la epístola de la Misa de hoy. relaciona la obra más alta y digna de ser vivida: "El perfeccionamiento de los santos, la obra del ministerio, la edificación del Cuerpo de Cristo hasta tanto que seamos consumados en la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, en hombres perfectos, a medida de la plenitud de la edad de Cristo" (Eph. 4, 12-13).

¡Apóstoles y Apostolado!, augustos nombres que evocan en nuestra mente dos milenios de cristianismo, fundados sobre la seguridad de la Palabra que no pasa (Mat. 24, 35), y aquí en Roma el encuentro del mensaje divino con los elementos humanos, dispuestos por la Providencia para encauzar definitivamente el curso de la nueva historia.

En realidad, toda la misión de Cristo, confiada a su Iglesia, se resume, incluso en este aspecto, en las misteriosas palabras: Ignem veni mittere in terram.

Venerables hermanos y queridos hijos: ¡Dejémonos penetrar, pues, como los Apóstoles en el día de Pentecostés, por este fuego transformador! Él purificará las inevitables escorias de la naturaleza herida por el pecado original y debilitada por nuestros pecados personales; él exaltará en las mentes y voluntades de todos, convertidas en más dóciles y generosas, los perennes ideales señalados a la vocación sacerdotal y que responden a ese designio de santificación universal, que es el testamento supremo de Jesús y la más auténtica gloria nuestra. Estas son las palabras de Jesús: "Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros, si no permaneciereis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permaneciere en Mí, y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada" (Io. 15, 4-5).

El Salvador espera mucho fruto de nosotros, que podremos dar en medida cada vez mayor, si permanecemos en Él, lavados con su sangre preciosísima e inflamados por su fuego de amor.

¡Oh, qué serena y estimulante conclusión de la solemne ceremonia de hoy, y qué alegre y prometedor augurio para este tercer año de Pontificado, cuya radiante aurora nos permite contemplar la misericordiosa bondad de Dios, que al mismo tiempo que impone la responsabilidad sólo Él concede la fuerza de sobrellevarla con espíritu de alegre abandono.

En esta irradiación, cada vez mayor, del fuego que Jesús trajo al mundo, terminan nuestras palabras, robustecidas por la seguridad de la ayuda indefectible del Señor y de la floreciente fecundidad de su Iglesia.

¡Oh, Jesús, eterno Sacerdote, que encendiste en el mundo una llama que ya no se extinguirá!, haznos participantes para siempre de la solicitud de tu divino Corazón. Concede a este grupo selecto de almas generosas que hoy has llenado con la plenitud de tu sacerdocio, la gracia de honrarte en tu santa Iglesia, oh Señor, y multiplica junto a ellos, para salvación del mundo, cada vez más nuevos y fervorosos apóstoles de tu reino, y haz que en la activa paz, en la caridad recíproca, en la tranquilidad del orden los pueblos y las naciones prosperen con tu amplísima bendición y tu Iglesia extienda siempre más tu misión redentora. Salvum fac populum tuum, Domine, et benedic hereditati tuae; et rege eos et extolle illos usque in aeternum ! (¡Salva a tu pueblo, Señor, y bendice a tu heredad, y condúcelos y exáltalos hasta. la eternidad!)


* AAS 52 (1960) 954-958;  Discorsi, messaggi, colloqui, vol. II, págs. 522-527.



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