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SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII*

Basílica de Santa María la Mayor
Jueves 8 de diciembre de 1960

 

Venerables hermanos y queridos hijos:

Llevamos con Nos el feliz recuerdo de la visita que hicimos a la iglesia de los Santos Apóstoles el año pasado, justamente el 7 de diciembre de 1959, para terminar la novena de la Inmaculada. Aquel gesto renovó de repente, después de casi un siglo de silencio la tradición de la visita pastoral del Papa que solía hacer a aquel templo insigne.

Las gracias pedidas a la venerable Madre de Jesús y Madre nuestra en aquella circunstancia nos fueron concedidas o están en camino de concedérsenos amablemente.

Se ha llevado a feliz término el Sínodo Diocesano, en el que teníamos tanto interés, y a satisfacción de todos. El volumen que contiene la sustancia viva de sus disposiciones, inspiradas en el fervor de progreso espiritual, circula por el mundo más allá de los límites de la Urbe, y su cumplimiento es objeto de detenido estudio y de ferviente adhesión por parte de las almas más generosas y sensibles a las necesidades espirituales y apostólicas de Roma.

Durante la celebración de la novena de la Inmaculada, y estando para renovar también este año con nuestros queridos hijos un encuentro de piedad religiosa, no podemos por menos de acoger tantos deseos que nos llegan de personas confiadas y piadosas para que, más que en la vigilia, el Papa celebrase con mayor solemnidad el gran misterio de la Inmaculada en la fecha faustísima de la fiesta litúrgica y precisamente entre los esplendores de la Basílica Liberiana, que no sólo en la Urbe, sino en todo el mundo, es saludada y muy venerada como la glorificación monumental, la más alta en dignidad, de la devoción mariana en la Iglesia católica desde los más gloriosos tiempos de su historia.

Los templos dedicados a María son, de hecho, innumerables, y los hay espléndidos y suntuosísimos en toda nación, pero la Basílica de Santa María la Mayor, en el Monte Esquilino de Roma, los supera a todos por sus sagrados y vetustos monumentos, y a todos sus visitantes aparece devotísima y fascinante.

Nos alegramos, por tanto, queridos hijos de Roma, de acogeros este año aquí y saludaros en esta áurea morada de la Madre de Jesús, que es nuestra Madre buena y bendita para todos y cada uno.

Y puesto que este encuentro nuestro nos da ocasión y nos invita a ello, deseamos, queridos hijos, os unáis a nuestro espíritu para que fijéis vuestra devota mirada en tres puntos luminosos que queremos sea objeto de vuestra despierta atención en esta esplendorosa atmósfera de historia religiosa, de arte y de piedad mariana. No podremos recibir mayor alegría ni más persuasiva edificación y estímulo para obrar bien y confiar.

Estos tres puntos, cuyo resplandor nos emociona y entusiasma, son: 1) La Inmaculada; 2) El recuerdo de los pontífices nuestros predecesores y del Papa Pío IX —digno de mención especial—, que la exaltó como privilegiada y santísima; 3) El gran Concilio Ecuménico Vaticano II, que, en su bien organizada preparación, es ya anhelo y participación afanosa y feliz de todos los creyentes del mundo entero.

1. La Inmaculada

La doctrina católica que concierne a la concepción inmaculada de María y ensalza sus glorias es familiar a todo buen cristiano, delicia y encanto de las más nobles almas. Está en la liturgia, en los acentos de los Padres de la Iglesia, en el afanoso suspirar de tantos corazones que quieren honrarla esparciendo el perfume de su pureza y fervor de apostolado para mejorar las buenas costumbres privadas y públicas.

¡Oh, venerables hermanos y queridos hijos, qué gran misión es verdaderamente ésta para nosotros: cooperar todos, con la gracia de María Inmaculada y a la luz de sus enseñanzas, en la purificación de las costumbres privadas y públicas!

Sabemos que pulsamos una nota triste, pero nos obliga a ello nuestra conciencia.

Realmente, el olvido de la pureza, la perversión de las costumbres con alardes y exhibicionismos mediante tantas formas de seducción y de prevaricación, causan espanto al alma sacerdotal y —podéis imaginar que con mayor amargura— al alma del Papa que os habla.

Volviendo la mirada atrás en el transcurso de nuestra larga vida y evocando encuentros e impresiones diversas de lejanos tiempos, nos sentimos todavía como penetrados por una íntima y temerosa impresión al recordar innumerables falanges de esposas y de madres, de humildes amas de casa y de vírgenes consagradas, cuyos servicios de caridad y de prudencia eran fuerza y nobleza verdaderas de las familias y cooperación en el ministerio sacerdotal. Todo este trabajo silencioso se llevaba a cabo a la luz de la ley divina con la manifestación de virtudes humanas y cristianas, que florecían con la dignidad y pureza de las costumbres.

De tales dulces recuerdos brota a este propósito una afirmación que hace precisamente un año tuvimos ocasión de hacer hablando a una escogida reunión de juristas católicos y que queremos repetir:

"Desde la adolescencia —decíamos— nos hallábamos como sumergidos en una tradición familiar y cristiana que siempre estuvo despierta al conocimiento de lo verdadero y de lo bello... Pues bien, volviendo con el pensamiento a las cosas vistas y sentidas, a las personas que tratamos, tenemos la alegría de decir que jamás en los años de nuestra juventud nuestra alma se sintió ofendida por visiones, palabras y conversaciones desordenadas, y podemos, por lo tanto, dar testimonio de la rectitud y de la delicadeza de conciencia de nuestros familiares y gente nuestra."

Las tradiciones de nuestro buen pueblo cristiano son todavía, en su mayoría, sanas y robustas, aferradas a una fidelidad serena y consciente con el patrimonio de verdad y de sabiduría que la Iglesia guarda celosamente como su más precioso tesoro espiritual. Sin embargo, es necesario que todos los que se interesan por la suerte de la sociedad familiar y civil manifiesten cada vez mayor firmeza frente a las tentativas hoy premeditadas de anegar las buenas costumbres morales en una ofensiva sin precedente, que no conoce tregua. En este esfuerzo común, al que están llamados todos los hombres de buena voluntad y especialmente los padres y madres de familia, debemos implorar a la Inmaculada nos ayude para no dejarnos engañar, una inspiración luminosa y fuerte para mantenernos fieles y fortalecernos en la buena lucha para protección nuestra, gran ejemplo y consuelo nuestro, en una labor de penetración y apostolado que es gran responsabilidad para todos.

¡Oh, María Inmaculada, estrella de la mañana que disipas las tinieblas de la noche oscura, a Ti acudimos con gran confianza! Vitam praesta puram, iter para tutum. Aparta de nuestro camino tantas seducciones del gusto mundano de la vida; robustece las energías no sólo de la edad juvenil, sino de todas las edades, ya que están también expuestas a las tentaciones del Maligno.

2. Y ahora permitidnos, queridos hijos, que hablemos de los Papas de la Inmaculada y, a título de especial mérito y honor, de Pío IX

En este ocho de diciembre, que todos los años evoca la solemne y multisecular proclamación del dogma dulce y luminosísimo de la Inmaculada, nuestro pensamiento se dirige espontáneamente a aquel que fue su voz autorizada, su oráculo infalible. La dulce figura de nuestro predecesor Pío IX, de grande y santa memoria, nos es particularmente venerable y querida, porque tuvo hacia la Virgen un afectuosísimo amor y desde sus años juveniles se aplicó al estudio y penetración del privilegio de la inmaculada concepción de María Santísima. Volviendo la mirada a los siglos posteriores, quiso cubrirse con el mismo manto de gloria con que se adornaron tantos ilustres antecesores suyos en el Pontificado romano, en las repetidas muestras de devoción y de amor a María que el pueblo romano reconoce oficialmente como a su Salvación invocada y venerada como Salus Populi Romani y a quien todo el mundo aclama Reina de cielos y tierra.

He aquí algún ejemplo más valioso de estos ilustres pontífices. En primer lugar aparece el tan majestuoso Benedicto XIV, que instituyó la solemne capilla papal para la fiesta de la Inmaculada Concepción, aquí mismo, en esta nuestra Basílica de Santa María la Mayor.

Entre los benemeritísimos del desarrollo dado a liturgia de la Inmaculada antes de la definición dogmática hay que mencionar a Clemente XI, que impuso la fiesta de la Inmaculada de praecepto a toda la Iglesia (6 de diciembre de 1708); a Inocencio XI que dispuso la octava elevándola al grado de segunda clase (15 de mayo de 1693); a Clemente IX (1667) que ya la había concedido a todo el Estado Pontificio, en tanto que Alejandro VII (1665) había extendido el mismo favor a las diócesis de la República de Venecia. Mucho antes, siempre hacia atrás, Clemente VIII, en su edición del Breviario, elevó la fiesta a duplex maius, así como San Pío V había añadido nuevas lecciones. Más fervoroso promotor del culto de María es el Papa Sixto IV (1472), que extendió a la fiesta litúrgica del 8 de diciembre las mismas indulgencias concedidas por sus antecesores a la fiesta del Corpus Domini, y en un documento en que exhorta a edificar la iglesia de Santa María de las Gracias (1472) llamaba a María Immaculata Virgo, denominación todavía insólita en los documentos de la Curia Papal. Preclaro título para recuerdo de Sixto IV y de su devoción a la Concepción Inmaculada de María fu siempre la grandiosa y suntuosísima capilla del Coro, en San Pedro, donde el Cabildo Vaticano realiza las sagradas funciones ordinarias y en cuyas paredes, entre los estucos de las bóvedas que representan al Antiguo y Nuevo Testamento, se encuentra el admirable mosaico de la Inmaculada Concepción con los santos Juan Crisóstomo, Francisco y Antonio, glorias de la Orden Seráfica, arrodillados para venerarla.

Precisamente esta imagen, tan noble e imponente, fue la que Pío IX coronó con incomparable solemnidad el 8 de diciembre de 1869 con ocasión de la apertura del Concilio Vaticano I. Y es motivo de afecto y de complacencia espiritual para nuestra alma el vivo recuerdo de haber asistido, medio siglo después de la definición dogmática, exactamente el 8 de diciembre de 1904, y de haber seguido con nuestra mirada de neosacerdote el gesto de San Pío X, el santo sucesor de Pío IX que renovó el acto de la coronación con una diadema todavía más esplendorosa de piedras preciosas recogidas de la piedad mariana de todos los puntos del globo.

Este breve excursus histórico nos lleva a la humildísima figura de Pío IX. La luz de María Inmaculada reflejada en él nos permite comprender el secreto de Dios en altísimo y santo servicio que rindió a la Santa Iglesia.

Treinta y dos años de pontificado le permitieron abordar todos los puntos de la doctrina católica, de dirigirse paternal y persuasivamente a sus hijos de todo el mundo en una llamada solemne, afectuosa e infatigable a la disciplina, al honor y al estímulo, frente a las crecientes dificultades, a los ataques encubiertos o declarados, a las provocaciones lanzadas, contra la religión cuando personajes de mucha fama anunciaron que estaba moribunda o ya muerta.

Pío IX supo "creer contra toda esperanza" (Rom. 4, 18) y mantener unida con increíble firmeza e infinita bondad a la grey atemorizada y vacilante, y, como era humilde, no tuvo miedo ante las maquinaciones tenebrosas de las sectas, no vaciló frente a oposiciones y no retrocedió ante las calumnias.

¡Queremos repetirlo!: La luz de María Inmaculada, definida como tal con alta y solemnísima voz en presencia de toda la Iglesia, a pesar del clamor burlón de los incrédulos y el tímido murmullo de algunos vacilantes, la luz de la Inmaculada, repetimos, se reflejaba en la frente y en el corazón del gran Pontífice y fue alentadora de sus fatigas y consuelo de su inmolación. ¡Qué sublime y aleccionadora se alza ante nosotros su figura y cómo nos señala el exacto camino! Nos queremos imitarle con la ayuda de Dios y le imitaremos continuando nuestro ministerio apostólico con calma, humildad, con inquebrantable paciencia, seguridad, ardiente esperanza y victoria espiritual, ocurra lo que ocurra.

La sucesión de las circunstancias de conveniencias humanas, unas veces propicias, otras adversas o silenciosas a nuestras empresas, no podrá ni exaltarnos más de lo debido ni abatir nuestras energías, que confían, sobre todo, en la intercesión de la Inmaculada Madre de Jesús: Mater Ecclesiae et Mater nostra dulcissima.

3. El Concilio Ecuménico

En la visión de la humilde y fuerte figura de Pío IX nos inspiramos para encaminarnos con paso seguro hacia la gran empresa del Concilio Vaticano II, que está a la vista.

También en este deber, tal vez el más grave de nuestra humilde vida de Servus sorvorum Dei, nos consuela y nos conforta la certeza de obedecer la voluntad buena y poderosa del Señor, y esta certeza es causa de tranquilidad y de acostumbrado abandono a la gracia de lo alto, y, además, afianza nuestra alma, nuestras empresas, levantándolas sobre las alas de una esperanza que descansa en Dios sólo.

Cada día que pasa nos proporciona consoladoras pruebas de ello.

En efecto, el corazón se siente hondamente impresionado al considerar la resonancia que han despertado en el mundo entero los trabajos del Concilio y algunos actos inspirados en su solo anuncio.

Fieles que piden junto a Nos y desde los más lejanos puntos con humilde fervor; niños invitados a sembrar con las flores de su inocencia el camino y el trabajo de los Padres del Concilio; enfermos que ofrecen sus meritorios sufrimientos; sacerdotes y, en primer lugar, misioneros, monjes y religiosos pertenecientes a instituciones masculinas y femeninas —grandes o pequeñas, antiguas o modernas—que se anticipan con voluntad dispuesta a todo a las deliberaciones del Concilio; jóvenes seminaristas, que tienden hacia el ideal del sacerdocio que se despliega ante ellos, que cumplen con madura reflexión sus deberes de oración y estudio para lograr que desciendan más copiosamente las bendiciones del Señor. Con ellos está toda la familia cristiana, que espera y ora, presentando un espectáculo que emociona y eleva.

Una comprobación tan consoladora nos ofrece la posibilidad de repetiros hoy animosa y concretamente, queridos hijos, a vosotros y al mundo, nuestro íntimo convencimiento de que verdaderamente el Señor quiere llevar a las almas a una más profunda y viva penetración de la verdad, de la justicia, de la caridad, y las invita a releer más atentamente su Evangelio con especial hincapié en aquellas palabras que constituyen una apreciación más elevada y meritoria de la vida presente y futura. La irradiación ordinaria de la misericordia del Señor en nosotros no nos hace ávidos de carismas especiales ni de milagros. Nos basta con corresponder día tras día a la gracia celestial y anunciar con palabras fácilmente inteligibles el perenne mensaje del destino eterno del hombre tal y como Dios lo encomendó al magisterio infalible de la Iglesia y al sucesor de Pedro.

La conciencia de que el Señor está con Nos y alienta la diaria solicitud de nuestra actividad pastoral con su poderosa e inspirada ayuda nos infunde mucha paz interior y mucha seguridad.

Hace dos años, nuestra voz temblaba de emoción al primer anuncio del Concilio, y ha pedido cada vez mayor celo en participar e interesarse por el acontecimiento, ya en marcha con ritmo constante y seguro, de modo que podamos corresponder siempre más a la aspiración de nuestro corazón y a la ansiada espera del mundo cristiano.

También aquí nuestra esperanza es María, invocada bajo el título de su Concepción Inmaculada.

¡Oh, María, Madre, Reina de la Santa Iglesia, qué dulce es repetirte en esta tarde, aquí en tu templo, mientras todo el mundo nos escucha desde los puntos más lejano., la invocación que el Sumo Pontífice Pío IX te dirigió como conclusión del discurso de apertura del Concilio Vaticano l la tarde del 8 de diciembre de 1869 en San Pedro!

El Concilio Vaticano II todavía no se ha inaugurado oficialmente, pero el trabajo preparatorio, que, como dijimos, implica la elaboración del inmenso material ya presentado al estudio de las diez comisiones, está activándose y es ya el comienzo del Concilio. Ayer leíamos en el Breviario las palabras del profeta Isaías: Ini consilium, coge concilium (Is., 16, 3). Ya están cumplidas.

Y sobre este trabajo, puesto bajo los auspicios de María Inmaculada, ¡qué armoniosa y querida nos parece la voz de Pío IX, a la que se une la de su sexto sucesor, humilde pero fervorosamente! ¡Tú, oh Madre del amor hermoso y del conocimiento y de la santa esperanza, Reina y defensora de la Iglesia, acoge en su fe y protección material nuestras consultas y fatigas, y alcánzanos, con tus oraciones ante Dios, que tengamos siempre una sola alma y un solo corazón!

¡Que preciosas son estas palabras! El augusto anciano Pío IX, al pronunciarlas el día de la Inmaculada de 1869, inaugurando con ellas el Concilio Vaticano, dio la tónica a su lejano sucesor; que con su bendición el Señor las reciba, las repita ya desde ahora e invite a todos los hijos de la Iglesia católica a repetirlas en alabanza y súplica por el nuevo Concilio. Sobre todo, no olvidéis lo que pedimos al Señor por los méritos e intercesión de María Inmaculada: su protección maternal sobre la persona del Papa y sus consultas y fatigas en el Concilio y por el Concilio y para todos los que están llamados a compartir sus preocupaciones, la gracia preciosísima de la unidad del espíritu y del corazón.

Con los dulces pensamientos y sentimientos que esta reunión de buenos hijos, como somos todos, en torno a nuestra querida Madre en su fiesta, ha proporcionado a todos, dispongámonos ahora con devoto recogimiento a recibir la bendición de Jesús Eucarístico, cuya prenda y prolongación sea nuestra bendición apostólica, que de corazón impartimos sobre todos vosotros, sobre vuestros seres queridos que os esperan y especialmente sobre los ancianos, sobre vuestros pequeños, sobre los que sufren, para que sobre todos resplandezca la alegría cristiana.


* AAS 53 (1961) 30-38;  Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 71-80.



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