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BEATIFICACIÓN DEL PADRE INOCENCIO DE BERZO

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII*

Domingo 12 de noviembre de 1961

 

Venerables hermanos,
queridos hijos:

La bondad del Señor nos ha concedido hoy, en el alba del cuarto año de nuestro pontificado, un nuevo y suavísimo gozo: la beatificación del padre Inocencio de Berzo, capuchino. Podéis imaginar la emoción de nuestro corazón al venerar al nuevo beato que irradia sobre toda la gran familia cristiana ejemplos de santidad heroica y generosa.

El Papa que os habla gusta siempre de presidir estos actos de glorificación, que para el clero y el pueblo fiel son alentadores en gran manera para el camino que hay que recorrer. Pero cuando se presentan circunstancias, como la de hoy, en que nuestra alma encuentra familiar la figura del nuevo héroe de la santidad, entonces nos mismo encontramos, al hablar, un fervor gozoso.

El beato Inocencio de Berzo, un bresciano del valle de Camónica, a lo largo de su formación sacerdotal, y después capuchina, desarrolló rasgos de profética previsión, puestos en él por la santa figura del noble bergamasco, monseñor Girolamo Verzeri, obispo insigne de Brescia, que le confirió la confirmación, le acogió en el Seminario diocesano, le hizo sacerdote.

La primera vez que nuestro antecesor Pío XI, de venerada memoria, el 2 de abril de 1922 declaró el grado heroico de las virtudes de un alma selecta —a lo que debería seguir la beatificación—, fue en favor de Teresa Eustoquio Verzeri, hermana del obispo de Brescia, y a su vez fundadora del Instituto del Sagrado Corazón de Bérgamo, dedicada después a la difusión de la caridad, que sus hijas continuaron en el tiempo. En aquella ocasión nos gozamos intensamente, siempre sensibles a todos los sucesos de la querida tierra natal.

Pues bien, el recuerdo de monseñor Verzeri viene a nuestra mente a través de las relaciones que tuvo con el padre Inocencio, hoy estrella resplandeciente de santidad en el firmamento de la Iglesia de Brescia.

La vida de este beato —1844-1890— se desenvuelve en el espacio de sólo cuarenta y seis años, de los cuales casi treinta pasados día a día en el Seminario de Brescia, luego en la cura de almas y como vicerrector del mismo Seminario, seguidamente, escuchando los pulsos interiores de la gracia, en la vida religiosa como capuchino. Una existencia completamente dedicada a Dios, en una continua ascesis de santificación heroica, de mortificación de sí mismo, de humildad y de sacrificio.

Lo que merece destacarse es que el espíritu sobre el que éste se extiende fue el mismo que alimentó monseñor Verzeri cuando era rector del Seminario de Bérgamo; su espíritu encarnado en las jóvenes generaciones de clérigos bergamascos, y trasplantado después a Brescia, cuando fue llamado a regir aquella sede, durante treinta y dos años.

Este espíritu, heredado de los hijos dispersos aquí y allá de la Compañía de Jesús en los años que señalaron la prueba más dolorosa de esta fuerte institución, y guardado en el secreto de los corazones, estaba repleto de piedad eucarística y mariana, de sólida devoción al Sagrado Corazón de Jesús, de leal fidelidad a la Sede Apostólica, de apostolado selecto y eficaz con los condiscípulos y el clero joven. Tal atmósfera dimanó de una llamada Pia Unione, que tuvo la paternidad espiritual, ya en Bérgamo, de monseñor Verzeri, transportada por él después a Brescia para la tarea continua y feliz de la formación espiritual del clero. Era una regla religiosa en pequeño que pretendía fundir los corazones de sus afiliados en el amor a Cristo: «el santo amor fraterno —se lee en los estatutos— que Jesucristo ha dado como distintivo de sus seguidores, es el vínculo que debe tener unidos entre sí a los miembros de esta Pía Unión. Su inmutable amor debe ser como Jesús lo ha mandado, con la palabra y con el ejemplo...».

El espíritu de esta Unión, mejor diremos, de esta escuela de formación eclesiástica, contribuyó a vivificar con un mismo espíritu de ascética a las dos gloriosas diócesis hermanas, de Lombardía, Bérgamo y Brescia. Y estaba aún bien vivo durante nuestra juventud, y durante el ejercicio mismo de nuestro modesto ministerio como coadjutor en Cevo, como vicerrector del Seminario de Bérgamo —en los años de 1919-1921—. Y nos emociona hoy constatar que en esta misma escuela se desarrolló armoniosamente la santidad del beato Inocencio de Berzo, durante su vida de seminarista, después como coadjutor en Cevo, como vicerrector del Seminario de Brescia y luego en Berzo, cuando todavía era don Juan Scalvinoni —su verdadero nombre familiar— y luego padre Inocencio en su celda de capuchino, perfecto en su espíritu sacrificado y en su amable comportamiento exterior de suave firmeza, que le confería dignidad de santo, como tal tenido por el pueblo, pero como un murmullo tímido.

Estos datos, queridos hijos, quieren ser algo más que una anécdota agradable e interesante. Esto subraya la importancia de la vida interior en la formación sacerdotal y religiosa, de donde proceden todos los admirables progresos en las tareas a que cada uno de vosotros ha sido llamado a cumplir, en cuanto conserva en los sacerdotes la llama secreta que alimenta todo celo y actividad. Esto es también una invitación a la búsqueda continua de la abnegación, según las palabras escritas por el beato en el mismo día de su ordenación sacerdotal: «Espíritu de sacrificio y abnegación, no haciendo nada para agradar a los demás o para contento propio. Solamente esto nos llevará a conquistar todas las virtudes sacerdotales» (MS 1.º, pág. 22).

Tales aspiraciones a una elevación más alta de su vida ascética, empeñada seriamente en la búsqueda de la mortificación y de la vida interior, explican la maduración de sus deseos por seguir el camino de San Francisco en la Orden de los hermanos menores capuchinos. Vocación que no fue un cambio caprichoso por la novedad, sino un deseo de salvarse, de hacerse santo, templado como estaba por las pruebas encontradas en el camino de la vida.

En los puestos de gobierno a él confiados, don Juan Scalvinoni tuvo dificultades y no pocos contratiempos; su propensión a eclipsarse, a esconderse, a humillarse espontáneamente, le hacía fácil la tarea de dirección y responsabilidad pastoral. Por otro lado, la suya no fue una huida de cargos demasiados pesados, fue el abandono heroico de la vida pasada, sacrificar también el afecto por su madre viuda, resistir a la decidida oposición de su párroco, que veía la pérdida que le ocasionaría en la cura de almas. Fue un perderse en Jesucristo, para reencontrarse en Él, un renovar la generosidad de San Pablo: «Yo considero todas las cosas como pérdidas, con relación al profundo conocimiento de Jesucristo mi Señor, por el cual he renunciado a todas las cosas» (Flp 3,8).

Escuchad, escuchad las palabras del beato Inocencio, que corresponden a éstas de San Pablo, y expresadas en forma tan garbosa: «Sé claramente que todos los auxilios del mundo son como ramas de romero seco que si nos apoyamos en ellas no ofrecen seguridad, pues ante el peso de las contradicciones desaparecen" (MS 1.º, pág. 33). Y aún más: su propósito fue «dedicarse a la mortificación, a la humildad y al verdadero desprendimiento de todas las cosas» (ibídem). De aquí su bella vocación: buscar solamente a Dios y dejar todo lo que puede ser obstáculo a la unión total con Él.

Esta predilección por los grandes medios de santificación, simples y seguros, pero no siempre comprendidos o aplicados en su integridad, hace al Beato Inocencio tanto más querido a nuestro corazón; y nos agrada proponerlo como ejemplo no sólo a sus hermanos capuchinos, sino también a las almas, con frecuencia distraídas en los acontecimientos externos; y deseamos recomendarlo especialmente a los sacerdotes, a los religiosos, a los seminaristas, a las almas consagradas, porque el secreto de la eficacia de todo apostolado está primeramente y sobre todo aquí, en este predominio de la oración, de la penitencia y de la humildad sincera.

Brescia y Bérgamo se exaltan con este insigne hijo. No obstante, en su vida, el Beato Inocencio tuvo en todo una encantadora simplicidad, orientada al fin propuesto: prontitud para disipar los obstáculos que se le oponían, decisión para abrazar la virtud para ello necesaria. Y es justamente esta simplicidad, además de cuanto ya hemos notado, lo que le hace particularmente parecido a nuestro espíritu, que se nutrió de la misma doctrina durante los años de la formación sacerdotal.

Esta es la sencillez que la gracia del Señor nos sugiere que recomendemos a nuestros hijos de todo el mundo. Cuantos vuelvan los ojos a la figura del nuevo Beato Inocencio no serán movidos a otra cosa que a esto, y nos lo pedimos, para que sus devotos encuentren ayuda en guardar con el corazón el amable espíritu de sencillez, que aproxima a Dios y limpia el alma de todos los desórdenes y complicaciones.

Venerables hermanos y queridos hijos, aún queremos añadir unas palabras. Una densa representación de trabajadores, italianos y españoles, esta tarde se ha acercado a nuestra humilde persona, hermanados por el mismo deseo de hacer comprensibles y de poner en práctica las enseñanzas de la doctrina social de la Iglesia.

¡Qué bella es esta fusión de corazones, que, en la diversidad de atribuciones e incumbencias, en la variedad de trabajos y esfuerzos, subraya el común empeño de fidelidad a Dios y a la Iglesia, de santificación personal y del mundo del trabajo, de abandono de lo que no es digno de los hijos de Dios!

La luz de la Jerusalén celeste, la beata pacis visio del Paraíso, se refleja sobre la actividad humana y anima a todos los redimidos a mirar al cielo, a la certeza suprema; invita a no dejarse llevar por la duda y el desánimo, para que todos nos encaminemos hacia Dios.

Esta es la característica lección del Beato Inocencio, su enseñanza, sus consignas. Y esta es ciertamente su oración intercesora, que nos pedimos de Él continua y abundante para toda la Iglesia.

Venerables hermanos y queridos hijos, esto es todo: saber santificarse y sacrificarse con Cristo y por amor a Cristo. Todos los siglos proporcionan brotes de santidad, que son la única fuente de verdadera alegría.

El beato capuchino Inocencio de Berzo es un santo moderno, sobre todo porque pertenece a nuestra generación. En efecto, el Papa que os habla ha conocido en persona a varios de los eclesiásticos y prelados que fueron amigos suyos, como monseñor Bonomelli, preboste de Lovere, sede del Colegio en que efectuó la primera enseñanza el joven Juan Scalvinoni, y a monseñor Corna Pellegrini, obispo de Brescia. Y es moderno también por sus consejos, y atracción por la vida de oración, de austeridad, que él continúa dando a nuestro mundo contemporáneo y modernísimo, donde tantos sufren la fascinación y saturación de los placeres, que engendran la desilusión y los pesares de los últimos años.

Queridos hijos, en la Iglesia católica continúa la tradición de la santidad; imitémosle y conseguiremos ahora y siempre prosperidad, alegría y bendición para nuestras parroquias y diócesis, para nuestras familias e instituciones y para cada uno de los que viven y creen el espíritu de Cristo Jesús y de sus santos.


(Terminada la misa, Su Santidad fue hacia a la nave central de la Basílica y dirigió las siguientes palabras a los participantes en la peregrinación promovida por la Organización Sindical española.)

Amadísimos españoles:

Una palabra en vuestra hermosa lengua, especial para vosotros del mundo laboral que tomáis parte en esta peregrinación promovida por la Organización Sindical de vuestro país, y para cuantos en número tan conspicuo estáis aquí de las distintas regiones de España.

Queremos ante todo expresaros nuestra gratitud por el afecto filial que Nos demostráis en estos momentos con vuestra presencia. ¡Con cuánta fuerza reviven en nuestro espíritu los recuerdos de los días pasados en vuestra noble tierra visitando santuario piadosos, admirando los encantos de la naturaleza, palpando el profundo espíritu religioso de vuestras tradiciones, las grandes virtudes que son ornamento precioso de vuestros hogares!

Sabed que es un gran consuelo para el Vicario de Cristo la devoción que España le profesa. Pensad con cuánta satisfacción hemos de ver lo que se haga para difundir y poner en práctica la doctrina de la encíclica Mater et Magistra. Estamos seguros de que España, que ayer tuvo intérpretes tan autorizados del derecho natural en Suárez y Vitoria, y que supo plasmar doctrinas sociales tan acertadas en las «leyes de Indias», continuará siempre el camino de su grandeza fundada en instituciones y obras enderezadas a la elevación y bienestar del pueblo en la armonía y concordia de todos los ciudadanos.

A las Autoridades aquí presentes, a todos vosotros, a vuestras familias y a España entera, que tanto amamos, va nuestro saludo y especial bendición.


* Discorsi, messaggi, colloqui, vol. IV, págs. 51-57.



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