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BEATIFICACIÓN DEL SACERDOTE LUIS MARÍA PALAZZOLO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN XXIII

Basílica Vaticana
Martes 19 de marzo de 1963

 

Venerables hermanos y queridos hijos:

El ejercicio del ministerio y del magisterio pontifical lleva consigo múltiples solicitudes y hasta algunas preocupaciones, pero que con frecuencia están vivificadas por consuelos, que podríamos decir que son más celestiales que terrenos.

Uno de éstos es el promover y proceder a la glorificación de los beatos y santos del Señor llamados a recibir del mundo un culto que es alabanza a Dios Padre Omnipotente, homenaje a los prodigios de su gracia, invocada y vivida para la edificación de almas y como sublime escuela de santificación universal a lo largo de los siglos.

Admirable camino el de los santos

¡Qué belleza la Iglesia militante y la Iglesia triunfante, con el esplendor de todas las épocas, con la diversidad de todas las regiones del mundo, llamadas a dar un tributo precioso e incomparable!

Lo que consuela a cuantos han sido llamados a la vida cristiana y a cuantos han ofrecido a Dios esta vida desde su más tierna edad, sin pesar y sin duda alguna, es la idea de no ir a una aventura sin meta, es la certeza de asociarse, con una ideal continuidad de pensamientos y de obras, a las generaciones de los elegidos del pasado; es la confortadora conciencia de transmitir grandes alientos a las generaciones nuevas, que ascienden a lo largo del tiempo y continuarán el buen camino: “Tus santos, Señor, han recorrido un admirable camino sirviendo tus preceptos” (Resp. ad Matut. Comm. pl. Mart, extra temp. pasch.).

Las etapas de esta admirable ascensión no conocen el descanso. Hace dos días, el tercer domingo de cuaresma, los fieles del Antiguo y Nuevo Mundo se encontraron unidos en torno al Papa para venerar con él a la nueva beata Isabel Seton, hija auténtica y primera flor de santidad de la gran nación de los Estados Unidos de América.

Hace dos meses esta Basílica Vaticana recogió las vibraciones emocionadas de una multitud inmensa que aclamaba al nuevo santo Vicente Pallotti, sacerdote romano. Un sacerdote de la misma diócesis de la que es obispo el humilde Papa que os habla como sucesor del Apóstol Pedro. Un sacerdote que en los años difíciles supo encontrar en el antiguo patrimonio de la doctrina y del celo pastoral, con intuición genial, las indicaciones para las necesidades apostólicas modernas; prontitud para entregarse, para prodigarse y gastarse hasta morir, para que esta alma Roma fuera invadida por un huracán de vigoroso ardor.

Habla al Papa el nuevo beato, coterráneo suyo

Esta tarde otra figura se suma a la corona de los santos y de los beatos, que une el Cielo y la Tierra con un vínculo de caridad. Podéis imaginar el tumulto de recuerdos y de sentimientos que ha invadido el corazón del Papa; no lo ha destrozado, lo ha enternecido.

Se trata de Luis María Palazzolo, sacerdote bergamasco, que vivió de 1827 a 1886. Desde la gloria de su beatificación habla al Papa, coterráneo suyo, que a la edad de cinco años oyó por primera vez su nombre venerado; y luego siempre, en los años de seminario, sacerdote y obispo, suspiró por este día, que la Providencia le ha concedido vivir como obispo de Roma.

Habla, pues, el beato Luis María a sus hermanos de Bérgamo de las generaciones sacerdotales que se han sucedido desde 1886, año de su muerte; habla particularmente a las religiosas que de él recibieron su nombre y espíritu; nos referimos a las Hermanas de los Pobres. El magisterio supremo de la Iglesia saca hoy a la luz todo un poema de humildad, de recogimiento y de sacrificio.

Venerables hermanos y queridos hijos: Esta suma de gracias celestiales y de humana correspondencia merece algunas reflexiones.

I. El nuevo beato, cuya heroicidad en la virtud decretamos el 15 de julio de 1962, es un sacerdote del clero secular. Pertenece a la serie de almas consagradas íntegramente al Señor que se ofrecen a su propia diócesis con absoluta entrega, en las manos del obispo, al servicio del pueblo cristiano. Y durante este servicio, que se prolonga casi siempre por decenios y decenios en una pequeña parroquia o en una modesta institución, no buscan otra cosa que la práctica de las virtudes —“¿quién subirá al monte del Señor?” (Ps 23,3)— y se proponen subir al monte santo, cuyo nombre queda resumido en las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad; y en las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

El monte santo de las virtudes teologales y cardinales

En los estudios y en la predicación, en la orientación del apostolado y en el devenir de los acontecimientos civiles el beato Luis María, que gozaba de una inteligencia superior a la común, supo verlo todo bajo el aspecto de la eternidad,

Fe en Dios, limpia, sin alteraciones, celosamente guardada; esperanza, que es gusto anticipado del cielo, hasta la renuncia de todas las aspiraciones terrenas; caridad, sin límites, como la que llevó a San Francisco de Asís a abrazar a un leproso. Caridad que no se arroga la tarea de juzgar los tiempos y las personas, las leyes y las tradiciones, que pone en todas las cosas el fermento del evangelio y se adelanta a todo progreso civil y social, del que también se alegra, precediéndoles con paso seguro, con intuición previsora.

¡Prudencia, justicia, fortaleza y templanza! Quien ha podido y ha tenido que investigar para manifestar su juicio oficial sobre todos los aspectos de este alma privilegiada se ha detenido a admirar cuatro notas distintivas de su carácter, que se identifican con las cuatro virtudes cardinales.

Fue prudente Palazzolo en sus pasos hasta la cima de una heroica obediencia al director espiritual, escogido entre los primeros y mejores del clero bergamasco; obediencia en las cosas más pequeñas sin discusiones ni interpretaciones, como asentimiento a la voluntad de Dios, que por él se le manifestaba.

Justo en los contactos de obligación y cortesía con el prójimo, en el esfuerzo constante de no dañar en nada a nadie, ni a su madre piadosa, que la rodeó de un reverente afecto, ni a sus compañeros ni a sus conciudadanos. Justo en las relaciones de carácter económico, en los juicios, en la disciplina que se le pedía.

Fuerte desde la adolescencia en todas las manifestaciones de su personalidad, que quiso asemejar a la del divino modelo, el Crucificado. Vida austera, penitente, con sacrificios de un rigor inconcebible por aquellos que ven las cosas con los ojos de la tierra. También sonriente, contento, irradiando un optimismo que levantaba el ánimo a quienes a él se acercaban.

El beato fue un hombre temperante y vivió el esplendor más alto de esta virtud con una pureza evangélica y una castidad heroica.

Este hombre, que la Iglesia propone a la imitación del clero y del pueblo, que vivió cincuenta y nueve años apenas, que salió rara vez de los límites de su diócesis, y solamente por motivos de caridad, vástago de una familia distinguida, se entregó con especial preferencia a la causa de los desheredados, de los más miserables, verdadero émulo de San José Benito Cottotengo.

Prodigiosa actividad de la Iglesia en el siglo XIX

Es natural que esta tarde el cofre de oro de este santo sacerdote descubra como nunca el secreto de la supervivencia de su obra.

En el siglo pasado la cristiandad estuvo como arrebatada por una ola de renovación pastoral con el ejercicio de caridad evangélica, la misma que imprime ahora su carácter al Concilio Ecuménico Vaticano II.

Es muy numeroso en el ochocientos el número de sacerdotes que por la institución de las escuelas, la educación de la juventud, las misiones al pueblo, las obras de asistencia, quisieron una vez más descubrir al mundo el luminoso rostro de la Iglesia, a quien siempre gustamos saludar con juvenil ardor, como “mater et magistra, lumen Pentium”.

El beato Luis fue uno de tantos; por los rasgos singulares de su fisonomía espiritual y por el bien inmenso que continúa haciendo con el instituto que fundó merece con razón la exaltación de hoy.

El beato Palazzolo fue un fecundísimo creador de obras. Unas las llevó a cabo; de otras lanzó la semilla. Esta daría más tarde, en el ámbito de la Congregación de los Pobres, un magnífico florecimiento. De hecho fue prodigioso, primero en la diócesis de Bérgamo, luego, poco a poco, con la seguridad de la simiente que se desarrolla en árbol frondoso, en Italia, Francia, Luxemburgo, Bélgica, Suiza, hasta el amplio horizonte misionero de África, donde ahora, desde hace once años, ejerce todas las obras de misericordia espiritual y corporal.

La Congregación de las Hermanas de los Pobres nació el 22 de mayo de 1869, cuando el beato contaba cuarenta y dos años. El programa, conciso, sencillo, evangélico, fue dictado por el fundador con palabras despojadas de todo énfasis, que hacen brotar las lágrimas: “Yo busco —decía— y recojo el deshecho de todos los demás, pues donde los demás actúan lo hacen mucho mejor que lo que yo lo podría hacer, pero adonde los demás no llegan yo trato de hacer algo como puedo”.

Esta es su entonación y de él brota el cántico de la caridad en todas sus manifestaciones.

II. Hay un pensamiento particular que merece que lo pongamos en especial evidencia; un pensamiento que es un resplandor de alegría espiritual para los sacerdotes y para las almas consagradas.

En los albores del siglo —en 1904— la cristiandad se conmovió con la glorificación del cura de Ars, beatificado por San Pío X. El humilde párroco de un pueblecito francés apareció como un astro luminoso, especialmente para sus hermanos en el sacerdocio de todo el mundo. Quien os habla ahora conserva siempre en los ojos y en el corazón la ternura de haber visto su imagen glorificada en la gloria de Bernini, donde hoy contemplamos la figura de nuestro beato Luis Palazzolo.

Otras figuras de sacerdotes y de prelados se han sumado a la constelación de los santos, y muchísimos de estos hombres que han honrado al sacerdocio católico tienen felizmente incoados sus procesos de beatificación.

El sacerdote bergamasco don Luis Palazzolo que tenemos ante nosotros ocupa ahora su puesto entre esa escuadra de blancas túnicas siguiendo la dirección señalada durante tantos siglos por grandes y modestas figuras sacerdotales, todas dedicadas al cumplimiento de los mandatos divinos, cada uno en su tarea personal: “Os elegí para que fuerais y consiguierais frutos y para que vuestros frutos permanezcan” (Jn 15,16).

Este divino mandato de por sí no impone novedades geniales, ni la realización de hechos extraordinarios. Se trata de la línea directriz del sacerdocio santo y santificador, que el buen sacerdote de todos los tiempos centra en la vida de oración orientada a la alabanza a Dios, inspirada en el oficio divino, en la santa misa y en el servicio pronto y desinteresado a las almas.

Es ejercicio de obediencia, de pobreza, de recogimiento; es abandono de la familia y de los parientes, de los intereses y de las ansias terrenas; es amor a la Iglesia y al pueblo cristiano, a esta familia universal a la que San Pablo llama “conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef 2,19).

Era unánime la aprobación y el elogio —a pesar del parecer no siempre acorde, como suele suceder, de sus contemporáneos sobre las formas prácticas de su apostolado de caridad— al beato Palazzolo en lo que se refiere a la nobleza del sacerdote: piedad sencilla y profunda, pureza cristalina, ardor celosísimo en el ministerio, que se expresa con aquella frase escultórica del Libro del Eclesiástico: “pro iustitia agonizare pro anima tua, et usque ad mortem certare pro iusfilia”: “lucha por la justicia —es decir, por la santificación— en pro de tu alma hasta la muerte” (Ecle 4,33); por el triunfo del reino de Dios, para tener fuerzas y alientos. El reposo vendrá en la otra vida, en la bienaventuranza que contempla cara a cara al Señor.

Unión de los corazones en el gozo de una insigne diócesis

He ahí, venerables hermanos y queridos hijos, cuanto nuestro corazón ha deseado manifestar en este momento de gran alegría para toda la Iglesia, que se encuentra en torno a su cabeza visible.

Dejad, queridos hijos, que nuestra mirada contemple afectuosamente las queridas representaciones de nuestra diócesis de origen, gozosas con santa alegría porque la mirada del Señor se ha posado una vez más con particular predilección sobre su tierra fuerte, sencilla y generosa. Nuestro pensamiento se dirige a las cuatrocientas parroquias de la extensa diócesis, a los templos, algunos modestos, otros esplendorosos, pero todos veneradísimos por el pueblo; nuestra mirada vuelve a ver las encrucijadas del monte y de la llanura recorridas desde una punta a la otra en nuestra juventud sacerdotal y luego en los viajes anuales hasta 1958, y nuestro oído escucha en esta tarde serena las voces poderosas de los miles y miles de campanas.

Pasa sobre nuestras cabezas un gran momento de gracia, que suavemente nos confirma que la siembra de santidad de la antiquísima tradición cristiana, renovada por San Carlos Borromeo, San Gregorio Barbarigo y por celosos y fervientes obispos y sacerdotes, continúa proporcionando la alegría de copiosos frutos.

¡Beato Luis María, que brillas con luz inmortal, irradia sobre tu diócesis, que es también la nuestra, y sobre toda la Iglesia tus ejemplos de caridad, de celo solícito y de humilde servicio!

¡Celeste intercesor, consigue de Dios que la corriente de santo ardor se mantenga viva en el pueblo cristiano, especialmente en los jóvenes levitas, y que el surco abierto a lo largo de los siglos continúe dando brotes prometedores!

¡Oiga el Señor tu oración por las vírgenes consagradas del instituto al que has indicado el amplio camino de la entrega heroica!

Por la gracia divina, que tu ejemplo atraiga a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas esparcidas por el mundo en busca de siempre nuevas empresas apostólicas; para que iluminen a los que están en la casa del Padre (cf. Mt 5,15) y se conviertan, en ardientes cooperadores de ese deseado progreso espiritual que la Iglesia de los tiempos presentes, templada en el Concilio Ecuménico, quiere realizar por el bien de la humanidad.

Venerables hermanos y queridos hijos: La ceremonia de esta tarde ha sido verdaderamente encantadora, llena de suavidad y aliento para nuestras almas.

A la entrada en la basílica —como primera muestra del favor celestial— hemos bendecido la imagen de San José en su altar. Era nuestro deseo realizar este acto de piedad para con el esposo castísimo de María, custodio de Cristo, y coronar de esta forma el deseo de nuestro corazón de que se encienda también en el templo máximo de la cristiandad la devoción a San José, protector de la Santa Iglesia y patrono del Concilio Ecuménico Vaticano II.

La coincidencia de nuestro onomástico y del trigésimo octavo aniversario de nuestra consagración episcopal no podía ser más emocionante y significativa.
Desde su eterno esplendor el beato Luis María Palazzolo con toda seguridad se alegra de esta coincidencia de felices circunstancias en torno a su nombre.
Y ahora descienda sobre vosotros, aquí reunidos, y sobre las personas queridas nuestra propiciadora bendición apostólica para que “la gracia de Nuestro Señor Jesucristo y la caridad de Dios y la participación del Espíritu Santo estén con todos vosotros. Amén” (2 Co 13,13).



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