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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LOS DELEGADOS DE LAS OBRAS DE MISERICORDIA DE ROMA
*

 Sala de las Bendiciones
Domingo 21 de febrero de 1960

 

El encuentro de hoy es particularmente grato a nuestro espíritu, porque Nos recuerda nuestra juventud. Hace casi cincuenta años —1911-1912— Nos ocupábamos de obras de misericordia, antiguas y modernas, especialmente de aquellas que el buen espíritu de los antepasados de nuestra tierra natal habían agrupado bajo el título de la Misericordia Mayor.

Sobre ella pronunciamos un discurso que fue muy sien acogido por nuestros paisanos y nos sentimos invitados a publicarlo en páginas estudiadas y copiosas, que tuvieron el honor de ser ofrecidas a los personajes más calificados que en aquel tiempo fueron desde aquí a visitar nuestra ciudad. Permitidnos un recuerdo que conserva una nota de emoción para Nos a medio siglo de distancia. Aquella publicación con el título de «La Misericordia Mayor de Bérgamo y las otras instituciones, etc.», fue enviada a Milán como homenaje a Mons. Aquiles Ratti, al que conocimos desde entonces, el cual, muy por encima de los méritos del humilde autor, le escribió entre otras cosas: «¡Oh, cuánto le agradezco este ensayo. Esta Misericordia Mayor que usted ha ilustrado es justamente la que yo necesito y pido al Señor, pues no puedo contentarme con una Misericordia Menor».

Pensad, queridos hijos, ¡cuánto emociona nuestro corazón y le llena de complacencia y exaltación espiritual, al recordarlo, esta agrupación de las numerosísimas actividades de misericordia esparcidas como estrellas benéficas por nuestra santa ciudad de Roma!

Una gran alegría invade nuestro ánimo, en el momento en que os damos una paternal y cordialísima bienvenida, queridos hijos, que pertenecéis a las diversas e innumerables obras caritativas de nuestra Diócesis romana. Al oír las fervientes palabras del celosísimo Vicegerente de Roma, a quien de corazón agradecemos sus manifestaciones de filial devoción, Nos hemos imaginado el florido vergel de vuestras beneméritas Instituciones.

Nos es grato, pues, detenernos con vosotros en la alegre consideración de vuestra actividad, que tiende a una práctica constante de las obras de misericordia; queremos expresaros nuestra viva complacencia y dejaros algunos recuerdos, que os puedan sostener y guiar en las diarias fatigas.

Ya el ver ante Nos vuestro número, que representa tantas nobles empresas, que trabajan en el secreto de humildad, sólo contentas de hacer el bien; sólo veros, repetimos, Nos hace pensar espontáneamente en los espectáculos, que el mundo ofrece, y en las manifestaciones de la Iglesia: allí está el triunfo preeminente de la belleza física y de la fuerza material, de la elegancia y del valor, el encanto de una hora que pasa; aquí el cumplimiento del precepto de la caridad, en un trabajo silencioso, asiduo, acaso pesado, pero rico en frutos. Este es el espectáculo que tanto Nos conmueve y Nos encanta.

Es verdad que no somos insensibles tampoco a los grandes acontecimientos artísticos, deportivos y folklóricos, que atraen a las muchedumbres a las plazas, a los teatros y a los estadios. Al contrario, volvemos a desear la elevación de estos medios como un gran y consciente instrumento de instrucción, de educación y de sana recreación. Y Nos es grato decir que, junto a algunas desviaciones peligrosas, no faltan la buena voluntad y las aportaciones útiles para una sincera renovación de la sociedad, también en este sector.

Pero las verdaderas manifestaciones del bien, que dejan un surco imborrable en la familia humana, son diferentes; son, sobre todo, las vuestras, queridos hijos. Solemos recibir a este o aquel grupo calificado, cuya sola presencia es un himno a la caridad evangélica.

Pero la vuestra de esta mañana es una asamblea imponente por el número de los participantes y de las organizaciones representadas; como para decir al mundo entero cuál es el tejido noble y precioso de las formas de una gran ciudad, que sabe encontrarse y exaltarse por las tareas más sagradas, y no se exalta por otras formas que, incluso haciendo más ruido, no dejan huella durable, si es que no perjudican a las almas.

Esta reunión de hoy en la Sala de las Bendiciones indudablemente merece y pide bendiciones, porque es el despliegue solemne de las catorce obras de misericordia espirituales y corporales cuya sola enunciación basta para recordar a los hombres los ideales más elevados de la vida, la pureza de costumbres, la fraternidad operante y edificante.

Reflexionando sobre vuestro trabajo y el puesto que tenéis en la Iglesia de Dios, Nos ha parecido oportuno fijar para vosotros algunas características, que exponemos para vuestra meditación; y son: unidad en la variedad; espíritu sobrenatural y ministerio de apostolado.

1. UNIDAD EN LA VARIEDAD

Lo que más impresiona en las múltiples formas de cada una de vuestras tareas y en el maravilloso florecimiento de las más diversas instituciones es el espíritu unitario que las hermana y une, como los hilos; multicolores de un único y estupendo tejido. Se empieza por anunciar la verdad —enseñar al que no sabe— y se termina con el triste rito del sufragio por las almas de los difuntos —entrerrar a los muertos—, pasando por todas las diferentes necesidades espirituales y materiales del prójimo necesitado en el alma y en el cuerpo.

Nadie queda excluido como objeto de actividad caritativa y como término de este amor. ¡Ay de aquellos que practican esta caridad, si les faltase el auxilio de la gracia, implorada para ellos por quien está entregado exclusivamente a la oración! He aquí, pues, que un profundo vínculo une a las varias formas de la organización militante entre sí y con las grandes instituciones de la oración; vinculo que se convierte en dulce consuelo a la luz de la verdad del Cuerpo Místico y de la Comunión de los Santos.

El campo es inmenso, las empresas múltiples, las atribuciones no siempre definidas y exclusivas. Son necesarias, por consiguiente, disciplina y colaboración, con buena voluntad, modestia y sincero deseo de hacer el bien; a veces sucederá que la misma práctica de la caridad exija la aceptación de alguna punzante espina, que hiere la sensibilidad o los legítimos deseos.

Pero toda dificultad, de cualquier género, podrá disiparse como nube ligera ante el sol, con el pensamiento de que cada uno trabaja en su campo, en su puesto, sin pretensiones o miras personales, en armonía y consonancia de espíritu y de actuación con todos los otros. Cada uno toca la misma campana, entonando con los demás hermanos suyos el himno sublime de San Pablo a la caridad: paciente, benigna, no envidiosa, no jactanciosa, no se hincha, no descortés, no interesada, no se irrita, no piensa mal; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera (cf. 1Co 13, 4,5,7).

2. ESPÍRITU SOBRENATURAL

Pero lo que asegura a vuestras obras de caridad su verdadero valor, que da tanta gloria a Dios y merece sus predilecciones en la tierra y en el cielo, es el espíritu sobrenatural. Aquí está el punto de distinción de todas las otras instituciones asistenciales o filantrópicas, a las que Nos agrada rendir un homenaje de respeto y de felicitación. Pues Nos complace pensar que también el alma de estas instituciones aspira a ponerse en perfecto acuerdo con la doctrina del Pater Noster y de las Bienaventuranzas.

Pero, mientras para las instituciones puramente civiles la asistencia es el fin que alcanzar, para las cristianas es un medio, muy valioso, por cierto, pero sólo un medio para cumplir el doble precepto de la caridad: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente... Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37,39). Por la caridad el cristiano se acerca más a Dios y santifica intensamente la propia alma.

Al comentar el Evangelio de las bodas de Caná, con ocasión de la Estación en Santo Espíritu en Sassia, el primer Domingo después de la Octava de Epifanía de 1208, nuestro antiguo y glorioso predecesor, Inocencio III, empleando amablemente la forma alegórica, subraya: «Por cierto, si la obra de misericordia no va acompañada del sentimiento de caridad, socorre, es verdad, a aquel que la recibe, pero no aprovecha al que la practica. Y por esto sólo es agua y no vino, porque, como dice el Apóstol, «aunque repartiere mi hacienda a los pobres, si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1Co 13,3). Al contrario, si la misericordia procede de la caridad, entonces el agua se convierte en vino, porque la acción de la caridad transforma en calor lo que antes era frío; vuelve sabroso lo que antes era insípido, y luminoso lo que antes era oscuro; así el agua se convierte moralmente en vino; y una cosa buena por naturaleza, se hace mejor, hasta el punto de merecer el premio eterno» (cf. P. De Angelis, El Hospital del Santo Espíritu en Sassia, I, Roma, 1960, pág. 233).

Que este vino de la caridad, queridos hijos, sea el alimento constante e insustituible de vida sobrenatural, nutrida con la oración, con los Sacramentos, y especialmente con una profunda vida eucarística, en contacto directo con Aquel que es caridad (1Jn 4,7,16) y se ha hecho nuestro dulce Alimento.

3. MINISTERIO DE APOSTOLADO

El tercer carácter que os distingue es un ministerio de apostolado, que desarrolláis en valiosa colaboración con la Jerarquía.

Desde los primeros tiempos del Cristianismo encontramos al que está dedicado a la administración de los Sacramentos, a la predicación, al desarrollo del sagrado ministerio, y al que, dependiendo de la jerarquía, está encargado oficialmente de la práctica de las obras de misericordia. ¡Oh, páginas admirables de los Hechos de los Apóstoles, en las que se trasparenta toda la solicitud pastoral de los Doce, y toda la fragancia de celo de los jóvenes diáconos, dedicados a la caridad; entre los cuales brilla, como astro matutino, la figura de Esteban, «lleno de fe y del Espíritu Santo»! (Hch 6,5).

La belleza espiritual de esta obra auxiliar prestada al ministerio sagrado de las almas, debe estar siempre ante nuestra vista para no perder el ardor y el buen espíritu.

A veces nos angustiamos por la facilidad y ligereza con que se difunden, y acaso se exaltan, las expresiones —como solemos llamarlas— del Anti-Decálogo, que se sirven de los poderosos medios de la técnica moderna que debería inspirarse en ayudar a vuestras tareas de apostolado y de civilización. Naturalmente, la Iglesia no cesa de levantar la voz y de conjurar a sus hijos que no se dejen engañar ni influenciar, que no acaricien compromisos, que no pongan sobre los dos platillos de la balanza la ruina de las almas y el vil precio de una ganancia mal adquirida.

Sin embargo, continuando la deprecación, Nos no querernos detenernos en las palabras sino que proponemos el remedio de tales miserables abusos por medio de las obras de misericordia, y estamos muy seguros de que no la polémica sino la cristiana y amorosa intrepidez en la manifestación pública, y en una vasta escala, de los tesoros del cristianismo puede detener el mal.

Mirad. sobre esta misma sagrada colina Vaticana, la Iglesia guarda desde hace siglos tesoros inmensos de arte, de historia, de literatura, pero sus tesoros más auténticos, y por los cuales tiembla maternalmente, son los pobres, los enfermos, los niños, los débiles y los olvidados. Su voz se eleva suplicante por ellos, para pedir comprensión, protección, benevolencia; a ellos manda sus falanges de hijos e hijas solícitos y ardientes que enjugan las lágrimas, consuelan los espíritus oprimidos, alivian las miserias.

A este apostolado, a este ministerio os llama la Iglesia; sabemos que también vosotros estáis llenos de fe y del Espíritu Santo, de gracia y de fortaleza, como el santo levita Esteban, para corresponder dignamente a las esperanzas puestas en vosotros y cumplir con afán de perfección las diferentes obras confiadas a vuestra sensibilidad cristiana.

Queridos hijos:

Vosotros queréis aliviar los sufrimientos físicos, pero, bien lo sabemos, no olvidáis que al margen de vuestra actividad están, por desgracia, los más necesitados y los enfermos más contagiosos que son los pecadores obstinados y rebeldes. Sin querer acentuar los motivos de malestar y de preocupación, que de cuando en cuando se agravan y Nos amargan, indiquemos siquiera las expresiones de cierta prensa —de la que tuvimos que hablar largamente a los Juristas italianos el 8 de diciembre del año pasado—, de cierto cine sin escrúpulos, y de la mundanidad descarada y mezquina, que revela con frecuencia falta de inteligencia y de buen sentido. Pensamos en los pretextos que muchos invocan, que no se puede coartar «la libertad y el derecho de información», ni la presunta capacidad educativa de cierto exhibicionismo seductor para los ojos, para el sentimiento y el corazón.

La confusión que reina en este punto en algunos sectores exige el esfuerzo de todas las almas cristianas de buen sentido para ser inexorables y decididas en un ejercicio difícil y paciente de verdadera caridad, y no desaprovechar ocasión para edificar, recordar, corregir, elevar. Jugar con el fuego es siempre perjudicial: et qui amat periculum in illo peribit (Eccl 3,27).

Queridos hijos:

La multiplicidad concorde y activa de las empresas, que vosotros representáis hoy ante Nos, hace que manifestemos un deseo de dulce esperanza, a saber, que Roma, como diócesis y centro de la catolicidad, merezca siempre el título luminoso, que en un principio le atribuyó con elogio incomparable San Ignacio «praesidens universo coetui caritatis» (S. Ignat. ad Rom., Inscript., MG 5,685), que preside a toda la caridad, y de ella es ejemplo, impulso y guía; es decir, por todo lo que hemos considerado hoy, que preside no a una o a algunas sino a todas las obras de misericordia.

El 17 de diciembre del año pasado, en el Consistorio público, Nos alegramos de aceptar la introducción de la causa de Beatificación de Federico Ozanam. ¡Qué enseñanzas se desprenden aún hoy de este apóstol de la caridad de los tiempos modernos! Él y sus amigos, en aquél remoto 1833 estaban ya haciendo en París cosas hermosas y grandes, dignas en todo de jóvenes estudiantes cristianos; se preparaban para las tareas futuras en la sociedad, realizando estudios tan nobles y profundos. Pero la fe que ardía en el corazón de Federico y de sus amigos les hizo comprender que el enriquecimiento intelectual debía servir para una práctica más inteligente de la caridad, porque sólo así aquel mundo, que resurgía de las revueltas políticas y sociales de entonces, habría podido creer todavía en la vitalidad del Cristianismo y ser conquistado por él.

Que este ejemplo de deber vivido con generosidad y fervor hasta la muerte sea para vosotros, queridos hijos, un estímulo para hacer el bien, para dedicaras incansablemente a mitigar las necesidades espirituales y materiales de los hermanos. De hecho, entre todo lo grande y laudatorio que puede hacerse en el mundo, la caridad practicada y vivida es la única que permanece y brilla con luz purísima hasta la eternidad: «Caritas nunquam excidit: la caridad no pasa jamás» (1Co 13,8).

Que ella esté y resida y vibre en cada uno de vosotros en las dulces líneas descritas por la Imitación de Cristo: «El amor a menudo no tiene medida, y se enciende sobre toda medida. El amor no siente peso alguno, no se cansa, aspira a hacer más de lo que puede. No se inquieta de no poder hacer, porque piensa que todas las cosas le son posibles y lícitas» (Im. Chr. III, 5,4).

Con el fin de que la pura inspiración del amor cristiano os acompañe en todas vuestras acciones, Nos rogamos por vosotros al Señor, queridos hijos; y para atraer sobre cada uno de vosotros la abundancia de los dones del cielo, Nos complacemos en impartiros nuestra confortadora Bendición Apostólica, que queremos se extienda, además, a cuantos militan con vosotros en las diversas Instituciones, y, por último, y con no menos consideración de afecto, a todos aquéllos a quienes se dirige vuestra solícita caridad.


* Discorsi, Messaggi, Colloqui, vol. II, págs. 222-230.

 

 



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