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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A LOS PARTICIPANTES EN EL VII CONGRESO NACIONAL
DE LA UNIÓN CATÓLICA ITALIANA DE LA ENSEÑANZA MEDIA
*

 
Sala de Consistorio
Sábado 19 de marzo de 1960

 

Vuestra presencia proporciona a nuestro corazón una gran satisfacción, y Nos alegramos de podérosla manifestar con una cordial bienvenida, queridos hijos e hijas, que pertenecéis a la Unión Católica Italiana de la enseñanza Media.

Al celebrar en Roma el séptimo Congreso Nacional, convocado por vuestra benemérita Unión, habéis venido a traernos vuestro fervoroso saludo y a escuchar nuestra palabra. Os lo agradecemos de corazón.

Desde hace años desarrolláis un programa vasto, celoso e inteligente de trabajo por una formación intelectual, moral, cívica y didáctica cada vez más adecuada de los maestros católicos de los centros de enseñanza media italianos. Hacia este elevado fin tienden las múltiples empresas, que vuestra Unión realiza con presencia activa y capilar, diligente y oportuna, consiguiendo consoladores frutos. El mismo tema del actual Congreso expresa claramente el empeño y finalidad de vuestra Asociación, pues al hablar de «Preparación, puesta al día, autodisciplina didáctica y formación espiritual de los maestros de segunda enseñanza italianos» se evocan los principales problemas de vuestra profesión, para hacerla cada vez más provechosa, para bien de aquellos a quienes se dirige.

Por todo esto queremos alegrarnos, deseándoos al mismo tiempo que de estas jornadas de estudio saquéis los mejores frutos. Sin embargo, he aquí algunos pensamientos, fruto de reflexiones sobre la nobleza de vuestra misión, para que, con la gracia del Señor, os puedan servir de ayuda en el cumplimiento de vuestros deberes diarios.

La grandeza, así como la responsabilidad del trabajo, con frecuencia escondido, que realizáis, se desprende, ante todo, de la consideración del sujeto a quien se dirige. Se os ha confiado el adolescente, al cual formáis durante años decisivos para su porvenir. El viene a vosotros como un capullo en flor y se transforma cada día ante vuestra vista de manera sorprendente. Tiene sus problemas, sus necesidades, sus características propias de la edad evolutiva, y todas exigen urgentemente una respuesta, ya desde el punto de vista espiritual y religioso, ya desde el punto de vista intelectual, afectivo y psicológico. Además, todo discípulo tiene su fisonomía propia que exige una incansable adaptabilidad de los métodos a la especial configuración de cada uno, de modo que la obra educativa se enfrenta con dificultades siempre nuevas.

La complejidad de estos problemas, que sólo hemos indicado aquí —pues ya han sido tratados con solicitud paternal en documentos y discursos fundamentales de nuestros predecesores—, pone de relieve la grave responsabilidad del que enseña; y si esto es válido para todo maestro, con cuanta mayor razón debe decirse de vosotros, queridos hijos e hijas, que acogéis al adolescente en la mejor edad, pues es la más sensible y maleable, y lo custodiáis en el período crítico de su formación. Si se ha llamado a la educación de los jóvenes el arte de las artes, ars artium, según feliz expresión de San Gregorio Nacianceno [1], citada por nuestro gran Predecesor San Gregorio Magno [2], ¿cuál será la grandeza y responsabilidad los que, poseyendo este arte y practicándolo con apasionada maestría, han de formar a los hombres del mañana?

Este ideal, tal y como lo ha trazado certeramente Pío XII, de venerable memoria, «tiende a formar, incluso aquí abajo, hombres perfectos por su cultura intelectual, moral, científica, social, artística, según la condición, las costumbres, las legítimas aspiraciones de cada uno, de manera que ninguno de ellos sea un fracasado ni un inepto, y, por otra parte, a nadie se le cierre el camino que conduce a los altos puestos; oficio magnífico y santo que exige en los educadores, además del don de la prudencia y del tacto, también el arte de acoplar y adaptar su enseñanza a la inteligencia y capacidad de los adolescentes y, sobre todo, supone dedicación, amor y, en la medida de sus fuerzas, un santo entusiasmo que despierte el interés espontáneo de los alumnos y estimule su ardor para el trabajo»[3].

La extensión y delicadeza de tales deberes los eleva a la dignidad de una verdadera misión, que está llamada a cumplirse como una vocación sagrada, antes que cualquier otra aspiración, aun legítima, de carácter profesional y económico. Vocación que obliga a una continua perfección interior y a la adquisición constante de todas aquellas cualidades, incluso pedagógicas y científicas, sin las cuales es ineficaz y efímera toda enseñanza, por brillante que sea. Por este motivo nos alegramos del extenso programa de estudio de los diversos aspectos de vuestra formación por parte del actual Congreso, desde la importantísima fase de la preparación universitaria hasta la detallada consideración de los deberes especiales, que exigen las nuevas perspectivas que se abren a la enseñanza de hoy. Tales esfuerzos, que tienden a una preparación cada vez más perfecta de los profesores de enseña media, son dignos de todo respeto, y los estimulamos paternalmente con nuestra bendición.

La vocación a la enseñanza, además de las purísimas alegrías que depara a los que se consagran a ella, comporta también graves exigencias que comprometen todos los aspectos de la personalidad del que enseña. Se sitúan en un plano general y, además, están determinadas por los deberes respectivos que el profesor tiene consigo mismo, con el discípulo, con su familia y la sociedad.

Como principio general para una buena formación del educador —de todo educador católico— hay que poner en primer lugar la absoluta necesidad de poseer una formación cristiana sólida y firme que, como el corazón que late oculto, dé sólida convicción y luminoso ejemplo a toda la vida del profesor.

Pues todo cristiano tiene la obligación de considerar su misión propia antes que nada a la luz sobrenatural y disponerse a cumplirla con plenitud de virtudes personales. Ahora bien, puesto que vuestra misión, como hemos dicho, es una especialísima misión, que os constituye en nuestros «colaboradores directos en esta obra de Dios y de la Iglesia»[4], este deber se revela particularmente urgente, porque vosotros no comunicáis solamente una enseñanza fría de determinadas materias, sino que mediante ellas formáis y modeláis el alma del adolescente. Por consiguiente, no se da lo que no se tiene, y no se forman los hombres en la vida cristiana, si no se tienen en abundancia aquellas cualidades que hacen la vida maravillosamente bella y digna de vivirse. Necesitáis, pues, una mirada sobrenatural para que os ayude a penetrar cada vez más profundamente en la grandeza y dignidad de vuestra labor, considerada como valiosa ayuda a la obra de Cristo, de la Iglesia y de la familia en la educación de las almas jóvenes; necesitáis las excelentes y preciosas virtudes cristianas que os incorporan ordenadamente al organismo social de la Iglesia; las virtudes teologales de la fe, esperanza, caridad; las cardenales de la prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Pero, sobre todo —repetimos—, os es necesaria una participación consciente y fervorosa de la verdadera vida sobrenatural por medio de los Sacramentos y especialmente de la Santísima Eucaristía, que fortalece las almas y las dispone a mayores entregas.

De este principio común se derivan los especiales deberes que exige semejante profesión santa. Ante todo, deberes consigo mismo cumpliendo voluntariamente todo lo que hemos indicado hace un momento, para conformarse cada vez mejor al propio oficio tan grave, y, por tanto, el continuo ahondar en el patrimonio cultural, psicológico y didáctico propio de cada uno, para conocer perfectamente la personalidad del joven y de sus problemas; la adquisición de un profundo espíritu de sacrificio, que ayude a considerar la profesión como una entrega a aquellos con quienes Jesús mismo ha querido identificarse, conforme a sus palabras: «Y el que por Mí recibiere a un niño como éste, a Mí me recibe» (Mt 18, 5), y como un servicio de los más valiosos, a imitación del Señor, «que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos» (Ibíd. 20, 28).

Vienen después los deberes con el discípulo, tan graves y responsables como los personales, puesto que se dirigen al sujeto principal de la educación. Se resumen en el deber de establecer buenas relaciones con el adolescente, especialmente ese respeto lleno de delicadeza y caridad que se merece como criatura hecha a imagen de Dios, en desarrollo, y que los mismos escritores paganos han reconocido plenamente, según la hermosa y conocida máxima de Juvenal: «maxima debetur puero reverentia» (Sat. 14, 47) (Al niño se debe el mayor respeto). Este respeto nace del reconocimiento de su valía personal y especialmente de su fin sobrenatural, que también en la escuela, como en toda actividad humana, hay que tener presente, si no se quiere caminar al margen del orden establecido por Dios.

A establecer este equilibrio en las relaciones contribuye, además, todo el conjunto de las actividades escolares, que no significan una imposición de nociones desde fuera, sino una búsqueda amorosa, realizada con pasión y paciencia por ambas partes, de las verdades y bellezas de la vida y de la cultura, de las ciencias y letras, de la historia y de las costumbres de los pueblos; estimulando la actividad y la colaboración del adolescente, tratándole con benevolencia, comprensión, justicia y misericordia, para que desarrolle armoniosamente los valores afectivos, al mismo tiempo que los intelectuales. Pero todas estas relaciones adquieren una importancia y valor particulares por la fuerza del ejemplo, que debe emanar continuamente del educador para edificar, corroborar, encauzar al joven por el recto camino de la vida. Si falta el ejemplo, la educación que se da carece de alma; y es tanto más necesario, si se tiene en cuenta que el alumno de segunda enseñanza está en una edad delicada y expuesta más fácilmente a la influencia decisiva de las cosas vistas y oídas.

Por último, el profesor establece también con las familias de sus discípulos importantes y fecundos contactos, los cuales, como indicamos el 5 de septiembre del año pasado, hablando a la Asociación de Maestros Católicos, «deben ir más allá de la simple relación escolar para tender a una influencia benéfica firme testimonio cristiano» [5]. También tiene una grave responsabilidad con relación a la sociedad civil, ya que, al preparar a los jóvenes para la vida profesional y social, les enseña la manera de honrar a la Iglesia y a la Patria; y también de su aportación oculta y valiosa depende la felicidad y seguridad del porvenir, fundado en la recta y sana formación religiosa, intelectual y moral de las nuevas generaciones.

¡Oh, qué visión se ofrece a nuestra mirada al esbozar, aunque en sus líneas generales, la grandeza y responsabilidad del profesor! Ya ves a qué obras os llama el Señor. Se sigue hablando y se exige de casi todas partes un funcionamiento más recto y completo de la enseñanza. Por consiguiente, no hay que olvidar lo que ya notó nuestro Predecesor Pío XI, de venerable memoria, en su encíclica fundamental Divini illius Magistri, a saber, que «las buenas escuelas son fruto no tanto de las buenas legislaciones cuanto principalmente de los buenos maestros que, egregiamente preparados e instruidos, cada uno en la disciplina que debe enseñar, y adornados de las cualidades intelectuales y morales que su importantísimo oficio reclama, arden en puro y divino amor hacia los jóvenes a ellos confiados, precisamente porque aman a Jesucristo y su Iglesia, de quien aquéllos son hijos predilectos, y, por lo mismo, buscan con todo empeño el verdadero bien de las familias y de su patria» [6].

Caminad con alegre y generoso empeño por el camino luminoso que se os ha trazado, queridos hijos e hijas. Las dificultades no faltan y en algún momento pueden oscurecer a vuestros ojos el sublime ideal que os ha propuesto. Pero por encima de todo cansancio y desánimo os sostendrá la fortaleza y la gracia del Señor.

Habéis reconocido en la figura sublime y paciente de Jesús, Maestro Divino y Buen Pastor, el más alto y perfecto modelo de vuestra actividad diaria. Poned en Él, pues, vuestra mirada, imitad sus ejemplos, alimentaos de su vida, vivid de su palabra. A Él dirigimos nuestras súplicas, para que os sostenga siempre y os ilumine en la paz y serenidad del corazón en esta vida y especialmente con la gozosa certeza del premio prometido. «Los que enseñaron la justicia a la muchedumbre resplandecerán por siempre, eternamente, como las estrellas» (Dn 12, 3).

Por tanto, que nuestra copiosa y paternal Bendición Apostólica venga a confirmar estos deseos y a fecundar vuestros propósitos. Descienda sobre la Presidencia Nacional y sobre todos vosotros, miembros de la Unión Católica Italiana de Enseñanza Media, con especial referencia a vuestras familias y a vuestras es-cuelas en las que preparáis a las nuevas generaciones a una vida luminosa e irradiante.

 


* Discorsi, Messaggi, Colloqui, vol. II, págs. 239-245.

[1] Or. II, Apologetica; MG 35, 425.

[2] Regula Past. I, I ; ML. 77,14.

[3] A los maestros y alumnos de las Escuelas Pías, 22 de noviembre de 1948; Discursos y Radiomensajes, X, págs. 286-7.

[4] Pío XII al II Congreso Nacional de la U.C.I.I.M., 4 de septiembre de 1949; Discursos y Radiomensajes, XI. pág. 196.

[5] AAS 51, 1959, pág. 705.

[6] AAS. 22, 1930, págs. 80-81.

 



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