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 DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A UNA PEREGRINACIÓN DE TRABAJADORES
DE NÁPOLES Y CAMPANIA
*

 Domingo 3 de abril de 1960

 

Señor Cardenal:

Os habéis hecho intérprete amable y elocuente de los sentimientos de fe y devoción de los queridos hijos de la peregrinación de Campania y Nápoles. Conducidos por el querido Cardenal Arzobispo de Nápoles, por los Obispos y Autoridades civiles, juntamente con el grupo de celosos sacerdotes del "Onarmo" y de la "Obra Pontificia de Asistencia" han venido a oír nuestra palabra sobre la que pondremos la impronta de la Bendición Apostólica.

¡Queridos hijos! Os damos nuestra mejor bienvenida y nos alegramos de poder demostraros la satisfacción que vuestra presencia proporciona hoy a nuestro corazón. Pues vemos representados en vosotros a los pueblos queridos, activos y buenos de Campania, tierra especialmente bendecida de Dios por la fertilidad de sus colinas, por la benignidad de su cli­ma, por el encanto del mar, pero mucho más rica en glorias seculares y tradiciones cristianas ya desde la época de los primeros mártires de la Iglesia. Saludamos en vosotros a los queridos hijos que no han podido seguiros y que os han acompañado con el pensamiento, confiándoos un recuerdo y pidiéndoos una oración cerca de los santos monumentos de Roma. Pero tenemos especialmente presentes con vosotros a los que os están unidos por vínculos especiales de trabajo, a vuestros compañeros de las oficinas, de las fábricas, de las empresas, a los trabajadores de la tierra y del mar que, como vosotros, tienden a buscar la perfección espiritual en el desempeño fiel y cristiano de tareas y trabajos penosos.

Vuestra presencia, tan grata a Nos, se torna todavía más emocionante y significativa por los dones que habéis querido traernos. Estos, como expresión y símbolo de vuestro trabajo, Nos hablan de toda la intensidad de vuestro afecto y adhesión a la Cátedra Apostólica.

¡Muy bien, queridos hijos, ánimo! Al volver a vuestros hogares, a vuestras oficinas y lugares de trabajo, decid a vuestros amigos que el Papa los lleva en el corazón y comparte sus angustias y esperanzas. Sabemos los sacrificios que tienen que soportar en el diario cumplimiento de su deber y cuánta fortaleza y paciencia necesitan para vencer las continuas dificultades de la vida. Pues bien, el alma encuentra la paz, incluso en medio de las tribulaciones, cuando se posee la fe, la esperanza y la caridad, cuando se procura hacer el bien practicando las catorce obras de misericordia; cuando se escucha la palabra de Jesús, que nos invita a seguirle en la mortificación y sufrimientos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Lc 9,23). Y el Apóstol Pablo añade a guisa de comentario inspirado de estas palabras: «Los que son de Cristo han crucificado su carne» (Ga 5,24).

Si queremos ser de Jesús, pertenecerle en este mundo y luego en la eternidad bienaventurada de los cielos, debemos seguirle, tomar la cruz y llevarla con Él, en pos de Él; domar nuestra naturaleza, herida por el pecado, para que en ella triunfe el hombre nuevo que ha sido «creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,24).

Estas grandes verdades, que desde hace veinte siglos se transmiten intactas a todas las generaciones, que han hecho a los mártires, a los santos, los verdaderos cristianos de todos los tiempos y de todos los continentes, adquieren en este primer domingo de Pasión una eficacia particular y llegan al fondo del alma. La Iglesia se dispone a vivir de nuevo los últimos días terrenos de su divino Esposo; todo se torna más tranquilo, más triste y recogido, invitando a meditar los grandes sufrimientos del Salvador. Mirad, si no, las obras maestras de arte de esta basílica, como están veladas austeramente las humildes imágenes de todos los templos cristianos, para que los colores vivos, los episodios llenos de vida y sentido no desvíen la mirada interior de la única realidad que merece considerarse y meditarse: la dolorosa agonía del Señor, su Crucifixión y Muerte. Solamente se descubrirá el Crucifijo el Viernes Santo para que se doblen las rodillas en adoración y nuestros ojos contemplen el Cuerpo martirizado del Redentor.

Es verdad que en derredor nuestro se tiene la impresión, a veces, de que algunos han olvidado esta realidad; presenciamos diversiones, manifestaciones inoportunas de ligereza y desenvoltura —no hablemos de otras— especialmente en materia de espectáculos, que causan dolorosa sorpresa. Pues bien, queridos hijos, no nos dejemos engañar, cegar, burlar; la Cruz siempre es la única esperanza de salvación; la ley de Dios ahí está siempre con los diez Mandamientos recordando al mundo que sólo en ella está la salvaguardia de las conciencias y de las familias; que sólo cumpliéndola está el secreto de la paz y tranquilidad de conciencia. El que olvida esto, aunque parezca que evita todo deber serio, se labra tarde o temprano su propia tristeza y miseria.

Después de haber enumerado ,una larga serie de cosas pecaminosas y bajas, San Pablo, en el pasaje citado de su carta a los Gálatas, afirma enérgicamente «que quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios. Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Ga 5.21,23).

He aquí, queridos hijos e hijas, el significado de la Cruz; sólo el que carga con ella para seguir al Señor, mortificando la ley de los sentidos para obedecer a la ley del espíritu, tiene la paz dentro de sí, la verdadera paz del alma que se refleja en el orden del trabajo personal, en la honra de la familia, en la prosperidad incluso material de la vida.

Este es el recuerdo que os dejamos en el día de vuestra peregrinación, y al mismo tiempo os exhortamos a cumplir vuestras tareas diarias con espíritu de fe y de amor que se manifiesta en las obras religiosas y sociales puestas al servicio de las aspiraciones de vuestras almas así como de vuestros legítimos intereses temporales.

Esto significan la "Obra Nacional de Asistencia Religiosa y Moral a los Obreros" y la "Obra Pon­tificia de Asistencia", en tanto que su presencia activa y benéfica se inserta en la línea de la actividad apostólica de la Jerarquía. El trabajador cristiano siente toda la alegría de pertenecer a la Iglesia; de que no está solo ni separado de la gran familia católica sino unido por los dulces vínculos de la Comunión de los Santos a sus hermanos de todo el mundo.

¡Venerables hermanos y queridos hijos e hijas! Al terminar este coloquio, caracterizado por espontánea familiaridad, os renovamos la seguridad de nuestro afecto paternal. Compartimos todas vuestras alegrías y temores; rogamos por todos vosotros, como todos los días lo hacemos por todos los hijos que el Señor ha querido confiarnos, llamándonos a servir al Pontificado Romano.

Para confirmaros la intensidad de nuestra afectuosa solicitud, deseamos impartiros una especial Bendición Apostólica. Que ella os conceda los dones del Señor a cada uno de vosotros, a vuestros seres queridos lejanos y especialmente a vuestros hijos pequeños, y a todos los que sufren en su interior alguna prueba, sufrimiento o cruz, para que todos tengan el consuelo y fortaleza de Dios.


* Discorsi, Messaggi, Colloqui, vol. II, págs. 279-283.

 

 



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