DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LA PEREGRINACIÓN DEL "MOVIMIENTO EUCARÍSTICO DE FRANCIA"*
Sábado Santo 16 de abril de 1960
Queridos hijos:
Las voces de los hombres y de las campanas se callan en este día de gran recogimiento que es el Sábado Santo, mientras parece flotar en el aire el melancólico responso litúrgico que invita a los fieles a fijar los ojos en el sepulcro del Salvador del mundo: «Recessit Pastor noster, fons aquae vivae, ad cuius transitum sol obscuratus est» («Nuestro pastor ha marchado, fuente de agua viva, y mientras él muere, el sol se ha oscurecido»).
Recogimiento, pues, y espera, hasta la mitad de la noche, donde volverán a sonar conjuntamente todas las campanas de Roma —que vosotros escucharéis con emoción, pensando en las campanas de vuestras ciudades y pueblos de Francia—, derramando en las casas y en la intimidad de los corazones el feliz anuncio: Cristo ha resucitado, ha resucitado verdaderamente. Nuestro pastor, el Divino Maestro, la fuente inagotable de agua viva, que inclina la cabeza sobre la cruz, ha logrado el triunfo que había predicho.
¡Queridos hijos de Francia! Hemos interrumpido de buen grado durante algunos instantes nuestra prolongada oración de estos días santos para acogeros, ya que sois, por vuestra edad y por la asociación a que pertenecéis, la representación viviente de la juventud, la garantía de la continuidad del buen apostolado de la santa Iglesia.
Porque vosotros queréis ser apóstoles y apóstoles por la Eucaristía. Y habéis escogido para venir a Roma una ocasión muy propia para producir en vuestras almas un acrecentamiento del fervor eucarístico: el cincuenta aniversario del decreto de Pío X sobre la comunión de los niños, una de las iniciativas providenciales por las que nuestro santo predecesor hizo florecer la piedad en el pueblo cristiano.
La Eucaristía es siempre nuestro pastor —"pastor noster"—, que ya no sufre, pero que está oculto a nuestros ojos y, en ocasiones, olvidado aun por aquellos que, sin embargo, creen en su presencia real. Es siempre la fuente del agua viva —"fons aquae vivae"—, de donde brotan tesoros de gracia, accesibles a todos; la fuente donde cada uno puede lograr la fuerza para remontar las dificultades cotidianas, el valor de profesar firmemente su fe, la generosidad en la práctica del amor y del servicio a los hermanos.
Allí, por el contrario, donde los hombres se alejan de Cristo, cuando el fervor eucarístico se atenúa o se apaga, es muy difícil que los hombres se comprendan, el amor se enfría, el pecado invade los espíritus y los corazones. Es la triste realidad de la historia, la repetición de lo que acontece —la liturgia nos lo recordaba ayer— a la muerte de Jesús: el sol se oscurece y fue la tierra cubierta por las tinieblas. «Tenebrae factae sunt super universam terram dum crucifixissent Iesum» (Cf. Off. Tenebr. Feria VI in Parasceve, II, noct. 2 Resp.).
Queridos hijos, a vosotros corresponde, a vuestro hermoso movimiento, el impedir, por su parte, que las tinieblas cubran la tierra: vosotros sois la pequeña lámpara que brilla delante del altar, recordando a los distraídos, a los desengañados, a los perdidos, la verdad grande y consoladora de la presencia de Cristo en la Iglesia y en el mundo: de Cristo todo entero, su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad, alimento espiritual de nuestras almas y de nuestros cuerpos, compañero seguro de nuestro camino, prenda de la gloria que nos espera en el cielo.
Reconfortados por la presencia de Cristo, no tenemos nada que temer; enseñados por Él, nada permanece oscuro; guiados por Él —aunque sea por senderos escarpados—, ningún peligro habrá de caer en el abismo.
Recordad la viva imagen evocada en el salmo que escuchábamos tan frecuentemente, en otro tiempo, en las reuniones litúrgicas y en la tierra de Francia: «El Señor es mi pastor, nada me falta. Me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma y me guía por las rectas sendas, por el amor de su nombre» (Sal 23, Dominus regit me).
.Qué espectáculo tan edificante y estimulante, siempre renovado: niños inocentes que se acercan al altar por vez primera, bajo la mirada emocionada de sus padres; enfermos, inválidos que, extendidos sobre el lecho del dolor, acogen a Jesús, el divino huésped; hombres de edad, cargados de preocupaciones, doblados bajo el peso de la desgracia, que dirigen sus pasos inseguros hacia el banquete eucarístico, retirándose de él con nuevas energías; prisioneros, condenados, solos en el mundo, olvidados de todos, que encuentran, acaso después de muchos años, el solo Ser que no olvida, no rechaza y no abandona a persona alguna.
Queridos hijos, mientras que en Munich, en viera, el comité ejecutivo se aplica, con un dinamismo inteligente y moderno, inspirado por la caridad, a la preparación del Congreso Eucarístico Internacional —que ya se prevé que constituirá un acontecimiento memorable e histórico—, proseguid sobre la tierra de Francia vuestro tan precioso apostolado cotidiano., para hacer conocer los tesoros contenidos en el sacramento del altar. Nos contamos con vosotros, con vuestro movimiento, para hacer que el gran misterio de fe del Nuevo Testamento atraiga, más y más, a las almas, nutra, más y más, el espíritu sobrenatural de las familias y de las instituciones.
Desde la tumba abierta y gloriosa de Cristo resonará esta noche el mensaje evangélico: Cristo resucitado. Que cada uno de vosotros renueve, por su parte, el testimonio de los ángeles anunciadores de la resurrección. Que desde millares de Tabernáculos del mundo, donde Jesús está presente, resuenen por vuestro intermedio las palabras de la secuencia eucarística: «Ecce panis angelorum factus cibus viatorum» (He aquí el pan de los ángeles convertido en pan de los peregrinos).
Tales son, queridos hijos de Francia, los pensamientos que os queremos decir en sencilla y dulce confidencia durante esta mañana del Sábado Santo. Cadetes, mensajeros y caballeros de Cristo, que representáis a todos los niños del mundo eucarístico francés, vosotros diréis en los próximos días a todos vuestros camaradas: hemos visto Roma, hemos orado sobre la tumba de los Santos Apóstoles y hemos sido bendecidos por el Vicario de Jesucristo. Porque, de todo corazón, estad seguro de ello, queridos hijos, Nos impetramos sobre vosotros, sobre vuestras familias, sobre vuestro país, del que Nos guardamos tan buenos y bellos recuerdos, sobre vuestros devotos consiliarios, y sobre el querido monseñor Ménager, que os ha conducido aquí, la abundancia de las divinas gracias, en prenda de las cuales os concedemos a todos una amplia y paternal Bendición Apostólica.
* Discorsi, messaggi, colloqui, vol. II, págs. 293-296.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana