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 DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
AL CONGRESO DE LA FEDERACIÓN MUNDIAL
DE JUVENTUDES FEMENINAS CATÓLICAS
*

 Sábado 23 de abril de 1960

 

Nos sentimos especialmente dichosos de acogeros en esta Basílica, queridas hijas de la Federación Mundial de Juventudes femeninas Católicas. Habéis querido celebrar vuestras reuniones cerca del Padre Común de los fieles y damos gracias a la divina Providencia porque hoy nos proporciona este motivo de dulce consuelo. Haec dies quam fecit Dominus, exultemus et laetemur in ea. En este día que hizo el Señor, regocijémonos y alegrémonos.

¡Qué alegría para nuestro corazón paternal ver ante Nos vuestros grupos tan numerosos, llenos de juventud y tan diversos en su pertenencia común a la única Iglesia de Jesucristo! Pues vosotras representáis a los diez millones de vuestras compañeras, incorporadas en diferentes organizaciones que se extienden por más de un centenar de países y territorios, sin olvidar a vuestras hermanas de la Iglesia perseguida a las que el Señor pide actualmente el testimonio silencioso de sus oraciones y sufrimientos por las cuales habéis hecho fraternalmente el Vía crucis anteayer.

Habéis venido de los cinco continentes del ancho mundo a la ciudad santa para orar todas juntas, para estudiar vuestros problemas en común, para renovar la experiencia de una unión profunda de las almas y de los corazones —Quam iucundum habitare fratres in unum! (Sal 132, 1)— y finalmente para ver a Pedro, videre Petrum, según la hermosa expresión paulina, tan del gusto de nuestros padres.

En esta semana pascual que finaliza, la Liturgia latina pone en nuestros labios la prosa emocionada Victimae Paschali, de la que queremos aplicaros una frase: Dic nobis, Maria, quid vidisti in via? Por una misteriosa disposición de la Providencia, Jesús resucitado se apareció a María Magdalena en primer lugar, como narra el Evangelio de la Misa, después a un grupo de santas mujeres. Fue sin duda a causa del amor tan delicado que tenían a Jesús y de los cuidados atentos y discretos que le prodigaron durante su vida pública, por lo que recibieron la misión de llevar a los apóstoles la gran noticia de la Resurrección. También a nosotros, como a todos los cristianos incumbe una misión semejante de testigos y he aquí que quizá dentro de pocos días, al volver a vuestras patrias, vuestras compañeras os preguntarán también: Dic nobis, Maria, quid vidisti in via? ¿Qué habéis visto?

Vosotras podréis responderles: También hemos visto testigos que nos han asegurado que Cristo ha resucitado y que vive para siempre, y esos testigos son los gloriosos príncipes de los apóstoles, cuyas reliquias guarda Roma como su más preciado tesoro.

Habéis encontrado primero en San Pablo extramuros, al operario evangélico de alma de fuego, que recorrió tantos países —¡a costa de tantas fatigas!— para sembrar en ellos el cristianismo. Habéis orado sobre su sepulcro y le habéis pedido que os otorgue un corazón todo él lleno de valor, de celo apostólico.

Hoy estáis aquí reunidas en la grandiosa Basílica levantada sobre el sepulcro de Pedro, el humilde pescador de Galilea. Durante la misa en la que habéis tomado parte, también habéis oído a ese primer Papa exhortaros oportunamente: «Vosotros —decía en su Epístola— como piedras vivas sois edificados en casa espiritual, vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido... Un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1P 2,5-10). Y también veis a Pedro en la humilde persona de su Sucesor, el Papa, Jefe de la Iglesia.

Las fecundas jornadas de vuestro congreso tenían como tema de estudio: «La joven y el trabajo». Este importante tema ha sido objeto de una preparación por vuestra parte en vuestros respectivos países y conocemos las valiosas comunicaciones de que os habéis beneficiado, así como los diferentes cambios de impresiones en los que se examinaron el sentido que las jóvenes dan a su trabajo, así como las condiciones en que pueden realizar por su medio la perfección de su ser, santificarse en él y convertirse en apóstoles.

Ya sabéis cómo vuestro tiempo exalta el trabajo que viene a trasformar a veces de modo espectacular la faz del mundo, perfecciona al que le ejerce, desarrollando en él el sentido de las responsabilidades, el gusto por la iniciativa y otras muchas cualidades. Algunos van incluso más lejos y quieren divinizar en cierto modo el trabajo en sí mismo y su organización, rebajando así al hombre al nivel de simple instrumento, material. Pero la sana razón y la fe nos enseñan la eminente dignidad de la persona humana y que el trabajo debe tener como resultado final su utilidad.

Por lo que respecta al trabajo de la mujer en particular, la Iglesia, en su larga tradición, se muestra preocupada por defender la dignidad de la que lo ejerce y el carácter particular del trabajo. Estima que la mujer, en cuanto persona, goza de una dignidad igual a la del hombre, pero Dios y la naturaleza le han confiado tareas diferentes, que perfeccionan y completan la misión asignada al hombre. Dignidad semejante, misión complementaria; en esta fórmula se puede resumir el principio a cuya luz debe examinarse el problema del trabajo femenino.

Es, pues, muy saludable que organizaciones como las vuestras multipliquen sus esfuerzos, en el plano de las instituciones, así como en el plano del individuo, para mantener, reforzar y, en caso necesario, restaurar semejante orden natural.

Y si se trata de precisar lo que debe caracterizar el trabajo femenino, hay que afirmar sin vacilar que estando orientada la tarea de la mujer, más cerca o más lejos, hacia la maternidad, todo lo que es obra de amor, de entrega, de acogida, todo lo que es espíritu de entrega a los demás, servicio desinteresado del prójimo, todo eso encuentra un lugar natural en la vocación femenina. Así lo ha querido la Providencia y es un deber capital velar cuidadosamente para que un trabajo inadaptado a la naturaleza femenina no altere con su acción deformadora la personalidad de las jóvenes trabajadoras. Tal es el precio que hay que poner para proteger la dignidad completa de su persona y asegurar el feliz desarrollo de sus posibilidades humanas al mismo tiempo.

Hasta se puede pensar que una tarea bien adaptada contribuirá no poco a perfeccionar la vida sobrenatural de las jóvenes cristianas y permitirá, además, a algunas de ellas oír la llamada del Señor a una vocación religiosa, que se sitúa en la cumbre de su naturaleza y por la que participan en la maternidad espiritual de la Iglesia. En ella se encuentra, efectivamente, para todo el que acepta esta voluntad de Dios el más perfecto desarrollo de su ser y Nos deseamos vivamente, por nuestra parte, que surjan numerosas esas vocaciones entre vuestras filas.

Ahora vais a volver a vuestras respectivas patrias a llevar el elocuente testimonio de lo que habéis visto y oído en Roma. Siguiendo las huellas de Pedro y Pablo, que han marcado sus pasos en el polvo de esta ciudad, después de tantos mártires, de confesores, de vírgenes puras y de santas mujeres, vosotras seréis para vuestras compañeras los testigos elocuentes del mensaje cristiano y de la alegría pascual de la Resurrección. Así mismo dedicaréis vuestra actividad a incorporar a la vida diaria las decisiones saludables tomadas al concluir este Congreso mundial. Al formular este voto paternal, invocamos de todo corazón sobre todas vosotras reunidas aquí, sobre las que representáis y sobre las jóvenes cristianas del mundo entero una copiosa efusión de gracias en prenda de las cuales os damos la Bendición Apostólica.

 


* Discorsi, messaggi, colloqui, Vol. II, pags. 303-307.

 

 



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