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DISCURSO DEL PAPA JUAN XXIII
DESPUÉS DE LA PROMULGACIÓN DE LAS CONSTITUCIONES
DEL PRIMER SÍNODO ROMANO
*

Martes 28 de junio de 1969

 

Señor Cardenal:

Cuando el sentido acuciante de nuestra principal responsabilidad de Episcopus Romanus nos sugirió asumir personalmente el deber inmediato y total de convocar, según los sagrados cánones, el Sínodo Diocesano, dirigir su preparación y establecer sus Constituciones, fue para Nos motivo de conmovedora edificación vuestra delicadeza al saber que os habíais retirado de la función ordinaria, en este aspecto, de nuestro Vicario General, si bien secundándonos convenientemente con vuestra amable presencia y vuestros consejos siempre tan estimados y valiosos.

Ahora, terminado el Sínodo y promulgadas las nuevas Leyes diocesanas, el noble acto de presencia de vuestra persona para recoger de nuestras manos el volumen de las Sacrae Constitutiones y al recibir de nuevo todas vuestras atribuciones ordinarias, vuestras inestimables y selectas palabras, portavoces del clero y del pueblo fiel, vienen a colmar de alegría todo lo que el Señor se ha dignado obrar en Nos y en nuestra familia diocesana, ya en estos primeros veinte meses de tanta bendición de nuestro humilde episcopado.

La alusión de vuestras palabras a las razones e intereses de la gran obra que termina solemnemente aquí no podía ser más acertada. "Obra que verdaderamente tiende a lograr que Roma, por su fervor espiritual, su adhesión a la fe de los Apóstoles, viva cada vez más en consonancia con su carácter sagrado, su misión y responsabilidad —como dijisteis muy acertadamente— de centro del mundo cristiano", civitas sarcerdotalis et regia per sacram beati Petri sedem, caput orbis effecta (ciudad sacerdotal y regia, constituida cabeza del mundo por la santa sede del Bienaventurado Pedro) (S. Leo M. Sermo I in Nat. App. Petri et Pauli).

Asimismo el testimonio que habéis renovado, señor Cardenal, de la gratitud alegre y edificante de todo el pueblo romano por este primer don del Sagrado Sínodo, que la gracia del Señor nos permitió ofrecer a todos nuestros diocesanos, es motivo seguro de humilde, pero sincera complacencia; de complacencia y también de estímulo hacia una confiada audacia para intensificar las solicitudes de la caritas Christi quae urget nos, la caridad de Cristo que nos apremia (2 Cor. 5,14), también con calma, si se quiere, pero día tras día, según nuestras fuerzas, incansablemente inflama nuestro corazón en servir a las almas y a las familias para alegría de los ojos y de los corazones.

Más grata todavía es la afirmación —permitid os lo digamos, señor Cardenal— de la solemne promesa que hacen todos juntos los hijos de Roma por boca vuestra de secundar la invitación de la Santa Madre Iglesia en ser fieles a las leyes divinas y eclesiásticas con obediencia pronta, acción generosa y, cuando sea necesario, incluso con generosos sacrificios.

Los artículos de Nuestro Sínodo Romano son muchos, sin duda, y se refieren a múltiples títulos y te-mas diversos entre sí, pero que se relacionan con un mismo principio fundamental de orden, disciplina y elevación espiritual y religiosa. Al que los lee, sin embargo, uno por uno o todos juntos con respeto y atención, le dan luz y perspectivas inesperadas sobre la conducta personal en el servicio de Dios, en el ministerio de las almas y a los seglares en la cooperación de las propias energías con la actividad sacerdotal, que es tanto como decir con la vida y completa santificación de la Iglesia, considerada en su estructura social hasta la perfección de Cuerpo Místico de Cristo. A veces, al buscar la belleza y su íntima conexión, más que algo árido y pesado, se descubren rasgos de tan exquisita elevación que vienen a ser como una inesperada salmodia que da luz al alma y paz y suavidad al corazón.

Del mismo modo el excelente latín en que están redactados los artículos contribuye a que se capte inmediata y persuasivamente su contenido.

Entre los salmos del Salterio de David, que infunden en el alma del que reza el Oficio del Domingo tanta paz y abandono, está el famoso salmo 118 Beati immaculati in via, qui ambulant in lege Domini, Bienaventurados aquellos que andan en camino inmaculado, que andan en la ley del Señor.

San Ambrosio nos ha dejado una exposición que es un encanto, un poema grandioso de conformidad entre la Ley del Señor y la correspondencia del cristiano perfecto. Leer y revisar los diferentes títulos de nuestro Sínodo y acompañar por lo bajo a las notas que se entremezclan vagamente en el largo salmo davídico de la mañana del domingo o de las fiestas litúrgicas más solemnes del año eclesiástico, creedme —y nos complacemos en decirlo no sólo a todos los que pertenecen al estado sacerdotal, sino a todos nuestros queridos fieles que forman, según las palabras de San Pedro (1 Petr. 2,9), ese regale sacerdotium, gens sancta, populus acquisitionis, sacerdocio real, gente santa, pueblo adquirido—, significa sentir verdaderamente la propia pertenencia a la familia, a la Iglesia, al Cuerpo místico de Cristo.

El Sínodo habla de orden, armonía, paz y verdadero gozo, porque es verdadera belleza espiritual de este mundo, reverbero de inefables bellezas que nos esperan en las regiones celestiales.

Y en esta luz de verdad, de disciplina y orden perfecto se armoniza el trinomio que de buena gana solemos recordar: lex credendi, lex supplicandi, lex agendi, ley de la fe, de la oración y de la acción.

Esta es la regla de oro de la vida católica, individual y colectiva; ésta es la fuente de todo consuelo; el camino seguro por el cual el fiel llega siempre a la meta.

La Iglesia de Cristo es templo material que se multiplica en todo lugar donde se reúnan cuatro piedras para formar un altar. La Iglesia es, sobre todo, templo espiritual donde todo cristiano sabe que tiene su puesto; sabe que lo tiene y es consciente de su obligación de tenerlo con honor, con elegancia. Dichoso el que comprende esto y se asegura los bienes eternos respetándolo.

Queridos hijos, sacerdotes y seglares, somos cristianos y católicos. Honremos nuestro origen sagrado, nuestra historia y tradición religiosa. Sepamos renunciar a las sinuosidades de nuestro insignificante yo; en el que queremos ocultar las deficiencias de nuestra cultura religiosa, ciertas extravagancias de nuestro gusto personal, que pretende juzgarlo todo, lo que la autoridad de la Iglesia, enriquecida con una experiencia secular y prudencia maternal cree oportuno establecer tanto en lo relativo a las estructuras materiales y externas, edificios sagrados, ritos y devociones, como, de modo especial, en la interpretación de la ley del Señor consignada en ambos Testamentos y en el magisterio y ministerio vivo del Pastor universal —por humilde que sea su persona— vivificado por la realidad y la gracia de una promesa y de una asistencia divina, que en el orden de la fe y de las costumbres no puede errar. Las profundas palabras del gran poeta cristiano siguen siendo verdaderas para que todos se vean libres de la sanguijuela de innumerables errores que corren por el mundo y seducen a los incautos:

Si a otra cosa os inducen malas pasiones,
sed hombres y no brutos irracionales.
(Div. Com. Par. V, 79-80.)

La invitación: sed hombres y no brutos irracionales alimentados de aire, es una advertencia para corrección general. Desgraciadamente en todos los siglos la tentación prueba incluso a las almas rectas, pero fáciles a la fascinación del error y del mal. Por esto la Iglesia sale al encuentro de sus hijos en forma adecuada de llamamientos, de advertencias y de estímulos.

No es otro el fin del largo salmo 118. Es el compendio de las ordinarias vicisitudes humanas que atraviesan los siglos. Benditas nuestras almas, expuestas también la tentación, pero dispuestas a ponerse de nuevo en el buen camino.

He aquí, Señor —termina su canto el salmista—, que mis caminos están delante de ti. Espero mi salvación de ti, ¡oh, Señor!, porque tu ley es mi meditación y mis delicias. Viva mi alma para alabarte; ayúdenme tus decretos. Y voy errante como oveja perdida, busco a tu siervo, pues no quiero olvidar tus preceptos Vivat anima mea et laudet te et decreta tua adiuvent me.

Venerables hermanos y queridos hijos: Esta celebración del primer Sínodo romano ha sido, sin duda, una hermosa obra. Que el Señor bendiga a todos lo que cooperaron a su éxito. La puesta en práctica de las constituciones sinodales obligan a todos y a cada uno de los miembros del clero romano. Quiere ser una preparación para la celebración de alcance mucho mayor, con relación a la Iglesia universal, del Concilio Vaticano II, cuya expectación hace vibrar con anhelo tantos corazones rectos y deseosos del triunfo del reino pacífico de Cristo en el mundo.

La Legislación canónica actual (C. I. C. Libro II parte 1, cap. III, De Synodo Dioecesano) nos concede diez años de práctica fiel de las disposiciones actuales antes de imponer otro Sínodo Romano.

Con la alegría del fervor presente, aceptad el deseo que nos complacemos en anticipar durante estos diez años de excelente actividad religiosa, que permita a todos los hijos de Roma gozar de la gran dignidad a ellos conferida por la tradición de los Príncipes del apostolado Pedro y Pablo, cuyos nombres son gracia, poder y gloria de la Iglesia universal.

Pues lo que constituye la grandeza de los hijos de Roma, mucho más que el esplendor artístico de las basílicas y monumentos de los pasados siglos, es la fidelidad a la tradición evangélica, a las enseñanzas de sus Pontífices, al ejemplo de sus santos, que hacen de esta ciudad el punto de reunión y de exaltación religiosa para todos los que se complacen en reunirse aquí desde los confines todos del universo.

¡Que María, Regina Apostolorum et Salus Populi Romani, Reina de los Apóstoles y Salvación del Pueblo Romano, sea Madre y Reina propicia y poderosa para elevar y santificar al clero, para defensa y protección del pueblo cristiano de Roma y del mundo!

Y ahora abramos los labios y los corazones en el solemne Te Deum de acción de gracias por el Sínodo Romano celebrado y por la voluntad del clero y del pueblo que señala nuevos horizontes de fervor y de excelente apostolado religioso en una esplendorosa luz de verdad, de santidad y de Paz.

Salvum fac populun tuum, Domine, et benedic haereditati tuae; et rege eos et extolle illos usque in aeternum.

Per singulos dies benedicimus te.

Salva a tu pueblo, Señor, y bendice a tu heredad, y rígelos y llévalos a la eternidad.

Te bendecimos todos los días.

 


* AAS 52 (1960) 563-567; Discorsi, messaggi, colloqui, vol. II, págs. 425-430.

 

 


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