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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
EN LA APERTURA DE LA CUARTA SESIÓN DE LA COMISIÓN CENTRAL
PARA EL CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II
*

Martes 20 de febrero de de 1962

 

Venerables hermanos y queridos hijos:

En las diversas circunstancias de la existencia humana el principio y el fin de todo acontecimiento que tiene relación con la vida de cada uno y de la sociedad, merece siempre una especial atención, y la Iglesia suele rodearlo con sus auspicios maternales y con su oración. Por este motivo nos plugo clausurar las tres precedentes sesiones de la Comisión Central con palabras animadoras y fervientes. Como otras veces lo hemos hecho, nos gusta, en cambio, hacer la apertura de esta cuarta sesión.

No queriendo, sin embargo, a poca distancia de nuestra última reunión del 23 de enero pasado, manifestar ampliamente nuestros sentimientos otra vez más —que por otra parte nos sería agradable— nos contentamos sencillamente con recordar el aspecto fundamental de la vida humana, de la vida de la Iglesia; su carácter de peregrinación, en que se encuentran en muchos, y de la que unos parten antes de tiempo y otros llegan a tiempo.

Después de vuestra última reunión, tres miembros del Sacro Colegio de esta Comisión Central nos han abandonarlo: los cardenales Gaetano Cicognani, Clemente de Gouveia y Luis José Muench. La muerte de éstos hijos dignos de la Iglesia, cuya vida ha sido tan rica en merecimientos y cuya actividad al servicio de la Santa Sede fue tan preciosa, al entristecernos a todos nosotros, nos recuerda también la eventualidad a que está sujeta siempre nuestra existencia, que es una peregrinación de la tierra al cielo. Nos ahora pensamos que estos queridos hijos nuestros habrán recibido en el cielo la recompensa de sus fatigas y trabajos, y desde allí, donde nos han precedido, no dejarán ciertamente de unir sus súplicas a las nuestras a Dios Padre Omnipotente, para que por su gracia haga fecundo el trabajo que vais a comenzar. De esta manera, por esta unión de nuestros corazones con las almas de estas queridos difuntos, nos parece ver unidos amigablemente a tierra y cielo para la feliz apertura de esta cuarta sesión.

Pero si la partida de vuestros estros tres colegas ha marcado la reunión de hoy con una nota de tristeza, ésta se atenúa de alguna manera con la presencia en medio de nosotros del cardenal Esteban Wyszynsky. Nos resulta tanto más agradable, cuanto que ha querido enriquecerla con un gesto que revela la delicadeza y nobleza de su corazón.

Pues al venir en medio de nosotros, ha querido traernos la sonrisa de la querida Virgen de Czestochowa. ¡Oh, querida Virgen negra! Nos es familiar desde nuestra juventud y tenemos siempre con gusto junto nosotros su venerada imagen.

Este gesto delicado del mismísimo presidente del Episcopado Polaco nos recuerda otro gesto que conmovió nuestro corazón: cuando el 4 de noviembre pasado se conmemoró en la Basílica Vaticana el ochenta cumpleaños del Vicario de  Cristo, en el mismo día y a la misma hora, en el templo de Jasna Gora, los obispos de Polonia se consagraban a María Santísima y le pedían que intercediera ante su Hijo por la digna celebración del milenario de la fe católica en aquella noble nación. Resuena aún en nuestro corazón el eco de las palabras de aquella consagración: palabras dignas de labios episcopales, y del clima del Concilio que todos a la vez, en toda la tierra, venimos preparando.

La sonrisa de la Virgen Santísima os acompañe, pues, venerables hermanos y queridos hijos, durante el curso de las laboriosas sesiones que os esperan. A Ella volvemos la mirada con serena confianza. De Ella esperamos todos los auxilios y ánimos que precisamos, puesto que es por la gloria de Dios por lo que nos encontramos aquí unidos y por la llegada de su reino a toda la tierra, y porque queremos —permitidnos la cita del primer instante de nuestro servicio Pontificio— parare Domino plebem perfectam.

Sea prenda del celeste patrocinio de María la amplia bendición apostólica que efusivamente impartimos sobre vuestra persona y sobre vuestros trabajos.

 


* AAS 54 (1962) p. 164; Discorsi, Messaggi, Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp.154-160.

 

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