DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A LOS PERIODISTAS LLEGADOS A ROMA
PARA LA APERTURA DEL CONCILIO*
Capilla Sixtina
Sábado 13 de octubre de 1962
Estimados señores:
La audiencia de hoy quiere ser un testimonio de la estima que Nos profesamos a los representantes de la prensa y de la importancia que damos a vuestro papel de informadores.
Desde el siguiente día de nuestra elección tuvimos interés en recibir a un grupo selecto de periodistas venidos del mundo entero. Luego, en el curso de cuatro años de servicio papal, hemos tenido diversas ocasiones de dirigir una palabra de aliento y de exhortación a los representantes cualificados de vuestra profesión.
Con ocasión del Concilio hemos creado también, como sabéis, una oficina de prensa y un secretariado para las técnicas de difusión. Y hemos instituido una comisión conciliar que, junto con el apostolado de los seglares, se ocupe de la prensa, de la radio y del espectáculo.
Con esto os estamos diciendo la importancia que reviste a nuestros ojos vuestra misión y el deseo que tenemos de ayudaros a cumplirla perfectamente.
La circunstancia solemne de la inauguración de este vigésimo primer Concilio Ecuménico de la Iglesia católica nos invitaba a daros una muestra particular de benevolencia. Era también una necesidad de nuestro corazón el deciros personalmente cuánto deseábamos vuestra leal colaboración para que este acontecimiento tan considerable fuese presentado ante el gran público en su verdadera luz.
Voluntariamente hemos escogido el marco de la Capilla Sixtina para subrayar el relieve que queríamos dar a esta audiencia: al pie del célebre fresco del “Juicio final”, de Miguel Ángel, decíamos ayer, aquí mismo, a las misiones extraordinarias, que puede, en efecto, meditar cada uno sobre sus responsabilidades.
Las vuestras son también grandes, queridos señores. Vosotros estáis al servicio de la verdad, y en la medida en que le sois fieles respondéis a lo que los hombres esperan de vosotros. De propósito decimos “los hombres” en general, porque si hubo una época en la que la prensa no llegaba sino a un pequeño grupo selecto, es evidente que hoy ella acaba por orientar, en definitiva, los pensamientos, los sentimientos, las pasiones de una gran parte de la humanidad. La deformación de la verdad por parte de los órganos de información puede tener, pues, consecuencias incalculables.
Es grande ciertamente la tentación de ceder al gusto de una determinada clientela y ser más solícitos de la rapidez que de la exactitud, más interesados por lo “sensacional”, como se dice, que por lo que es objetivamente verdadero. Se da entonces a un detalle puramente exterior un relieve exagerado y se esfuma la realidad profunda en la presentación de un hecho, en el análisis de una situación, de una opinión, de una creencia. Esta es también, como comprendéis, una manera de oscurecer la verdad. Y si esto es grave en todos los campos, cuánto más cuando se trata de lo que hay de más íntimo y más sagrado en el mundo: el campo religioso y las relaciones del alma con Dios.
Un concilio ecuménico lleva consigo, naturalmente, aspectos exteriores y secundarios capaces de proporcionar alimento a la curiosidad de un público apresurado. Puede también, a largo plazo, ejercer una beneficiosa influencia sobre las relaciones entre los hombres, en el dominio social e incluso en el dominio político. Pero se trata, ante todo, de un gran hecho religioso. Y Nos deseamos de todo corazón que vosotros podáis contribuir a poner este hecho en evidencia. Con esto os decimos qué tacto, qué reserva, qué preocupación de comprensión y exactitud tenemos el derecho de esperar de un informador solícito de hacer honor a su noble profesión.
A todos os pedimos un esfuerzo para comprender y hacer comprender la naturaleza ante todo religiosa y espiritual de estas solemnes sesiones conciliares.
Del escrupuloso ejercicio de vuestra misión de informadores del Concilio esperamos, queridos señores, efectos saludables para la orientación de la opinión mundial acerca de la Iglesia católica en general, de sus instituciones, de sus enseñanzas.
Puede suceder que existan en este punto aquí y allí —y en particular cuando no puede abrirse paso una información leal y objetiva— prejuicios, a veces tenaces, que sustentan en los espíritus raíces de desconfianza, de sospecha, de incomprensión, cuyas consecuencia son deplorables para el progreso de la armonía entre los hombres y entre los pueblos.
Estos prejuicios se basan, la mayor parle de las veces, en una información inexacta o incompleta. Se atribuyen a la Iglesia doctrinas que ella no profesa; se le reprochan actitudes que ha podido adoptar en circunstancias históricas determinadas y que indebidamente se generalizan, sin tener en cuenta su carácter accidental y contingente.
¡Qué ocasión más hermosa, señores, que la de un Concilio Ecuménico para tomar verdadero contacto con la vida de la Iglesia para informarse en los organismos responsables, que reflejan con claridad el pensamiento del episcopado de la Iglesia universal aquí reunido!
El solo anuncio del Concilio ha despertado en el mundo entero un interés considerable, al que vosotros habéis ampliamente contribuido. Y ayer mismo —os debemos felicitar por ello—, gracias a vuestra presencia y a vuestro trabajo, a veces difícil, el mundo entero, por primera vez en la Historia, ha podido asociarse a la apertura de un Concilio Ecuménico directamente por la radio y la televisión, como también por los reportajes de la prensa. Ardientemente deseamos que vuestras informaciones mantengan en el público un interés de simpatía hacia el Concilio y contribuyan a revisar, si es del caso, opiniones erróneas o incompletas.
Podréis hacer advertir que aquí no hay maquinaciones políticas. Podréis comprender y proclamar los móviles verdaderos que inspiran la acción de la Iglesia en el mundo y dar testimonio de que no tiene nada que ocultar, que sigue un camino recto, sin rodeos, que ella nada desea sino la verdad para la felicidad de los hombres y la comprensión fecunda entre los pueblos de todos los continentes. Así, gracias a vosotros, muchas prevenciones podrán disiparse. Sirviendo a la verdad, en cualquier caso, habréis contribuido al “desarme de los espíritus”, que es la condición primordial para establecer una verdadera paz sobre la tierra.
Ahí tenéis, estimados señores, nuestras esperanzas, nuestros alientos y nuestros votos. Permitidnos añadir una palabra de agradecimiento. Porque Nos reconocemos vuestros esfuerzos para dar a conocer al gran público las manifestaciones de la vida de la Iglesia. Y en cuanto a Nos, tenemos sobradas razones de estar satisfechos por la deferente simpatía con que habéis hablado en general de nuestra modesta persona.
Llamados por la Providencia a este alto servicio, y llamados en una edad avanzada, después de múltiples experiencias, encontramos, ciertamente, consuelo y aliento en lo que se dice de Nos: personalidad, carácter, iniciativas de apostolado; pero esto no altera la paz tranquila de nuestro espíritu. En 1953, cuando Nos despedimos de Francia, que ha quedado para siempre en nuestro corazón, decíamos: “Para consolación personal mía, mientras yo viva —y en dondequiera que plazca al Santo Padre asignarme un trabajo y una responsabilidad en servicio de la Santa Iglesia—, bastará que todo buen francés, al recordar mi humilde nombre y mi paso por Francia, pueda decir: Era un sacerdote leal y pacífico, siempre y en toda ocasión un amigo seguro y sincero de Francia”.
Recogemos ahora, estimados señores, este deseo de hace diez años y lo ampliamos aplicándolo a vuestra profesión: En toda ocasión nos bastara que vosotros podáis escribir, como único y verdadero titulo de honor para Nos: Era un sacerdote ante Dios y ante los pueblos, amigo seguro y sincero de todas las naciones.
Y ahora os vamos a bendecir. Según la hermosa expresión bíblica, que vosotros, sin duda, conocéis: “Benedictio patris firmat domus filiorum” (La bendición del padre consolida la casa de sus hijos). Es éste un pensamiento que Nos es familiar y que un padre anciano puede permitirse cuando vuelve con ternura la mirada hacia sus hijos. Así, pues, para terminar, con el corazón lleno de afecto, invocamos sobre vosotros las mejores gracias de lo Alto y os concedemos a vosotros, como también a vuestras familias y a todos vuestros seres queridos, la bendición apostólica.
* AAS 54 (1962) 816; Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 599-603.
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