DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
EN LA CLAUSURA DE LA PRIMERA SESIÓN CONCILIAR*
Sábado 8 de diciembre de 1962
Venerables hermanos:
La primera sesión de los trabajos de la Asamblea ecuménica, iniciada en la fiesta litúrgica de la Divina Maternidad de María, se cierra en este día de la Inmaculada Concepción, en los fulgores de gracia, que difunde la Madre de Dios y Madre nuestra. Como un místico arco enlaza la ceremonia presente con el espléndido comienzo del 11 de octubre pasado. Las dos fechas litúrgicas del 11 de octubre y del 8 de diciembre dan suave y mística entonación a la oración de acción de gracias.
Pero el íntimo significado de estas dos festividades se hace más conmovedor recordando que nuestro predecesor, Pío IX, el Papa de la Inmaculada, inauguró el Concilio Vaticano I en esta misma solemnidad mariana.
Es hermoso recoger estas confortadoras coincidencias que, a la luz de la Historia, dan a entender cómo muchos grandes acontecimientos de la Iglesia se desarrollan bajo la luz de María, como testimonio y garantía de su maternal protección.
El Concilio —en su realidad—, es un acto de fe en Dios, de obediencia a sus leyes, de esfuerzo sincero por corresponder al plan de la Redención, para la cual “Verbum caro factum est de Maria Virgine”. Y puesto que hoy veneramos la "Inmaculata Virgo de radice Iesse”, de la cual ha nacido la flor: “Flos de radice eius ascendet”, nuestros corazones se llenan de inmensa alegría, y tanto más cuanto vislumbramos el abrirse de la flor en la luz del Advierto.
Mientras los obispos de los cinco continentes vuelven dejando este aula a sus amadas diócesis, para continuar su servicio de pastores, caminando delante de su rebaño, nuestro ánimo reflexiona sobre lo que hasta ahora se ha hecho y, buscando orientación y aliento, clava gustosamente su mirada en el futuro, viendo cuánto queda todavía por andar para el feliz término de la gran empresa...
Nuestras palabras consideran estos tres puntos: El comienzo del Concilio Ecuménico, su continuación y los frutos que de él se esperan irradiando fe, santidad y apostolado en la Iglesia y en la sociedad de hoy.
1. El comienzo del Concilio Ecuménico está todavía grabado en nuestros ojos en sus imágenes de la numerosísima reunión de los obispos del orbe católico, única hasta ahora en la Historia, la una, santa, católica y apostólica Iglesia, se ha mostrado ante la Humanidad en el brillo de su perenne misión, en la solidez de su estructura, en la fuerza persuasiva y atrayente de sus disposiciones. Además, recordamos con agrado las delegaciones venidas de varias naciones que en representación de sus Gobiernos han participado en la solemne inauguración del Concilio. A este propósito queremos, una vez más, expresaros nuestro agradecimiento por el hecho de esta apertura, que el mundo entero ha contemplado con admiración, y por los ecos de extraordinaria atención que nos han llegado unánimes de todas partes con expresión de respeto, de estima y de gratitud.
Desde aquel memorable 11 de octubre comenzó el trabajo conjunto; al término de esta primera fase es muy natural que hagamos sobre él alguna oportuna consideración.
La primera sesión ha sido una introducción lenta y solemne a la gran obra del Concilio: un arranque decidido a entrar en el corazón y en la substancia del designio querido por el Señor. Era necesario que los hermanos venidos de tan lejos, y reunidos todos alrededor del mismo hogar, emprendiesen los contactos con un mayor conocimiento recíproco: hacía falta que los ojos se fijaran en los ojos para percibir el latir de los corazones hermanos; se necesitaba exponer cada una de las experiencias, para un intercambio meditado y fecundísimo de las aportaciones pastorales, que expresaban los más diversos climas y ambientes de apostolado.
En un cuadro tan vasto se comprende muy bien que haya sido menester algún tiempo para llegar a un acuerdo sobre todo aquello que, “salva caritate”, era motivo de comprensibles y ansiosas divergencias. También esto tiene su explicación providencial para el realce de la verdad y ha demostrado delante de todo el mundo la santa libertad de los hijos de Dios tal como se da en la Iglesia.
Y no sin razón se comenzó con el esquema de Sacra Liturgia. Las relaciones del hombre con Dios, esto es, el más alto orden de relaciones, que hace falta establecer sobre el sólido fundamento de la Revelación y del Magisterio Apostólico, para proceder “in bonum animarum”, con esa amplitud de visión que nada tiene que ver con la facilidad o la prisa que, a veces, rigen las relaciones mutuas de los individuos.
Han sido presentados después otros cinco esquemas, que bastan por sí solos para hacer entender el alcance del trabajo hasta aquí desarrollado, de modo que se puede concluir que se ha realizado una buena introducción a cuanto queda aún por examinar.
2. Continuación de los trabajos. Y ahora, venerables hermanos, volveremos la mirada confiada hacia la fase silenciosa, pero no menos importante, que va a ocupar estos nueve meses de intervalo, después que hayáis vuelto a vuestras sedes.
Mientras os contemplamos con agrado cómo vais cada uno de vosotros a vuestras diócesis, una tierna complacencia llena nuestro corazón: sabemos, en efecto, que al volver de Roma entregaréis a vuestro pueblo cristiano la antorcha de la confianza y de la caridad y quedaréis unidos con Nos en ferventísima oración. Esto nos trae a la memoria las palabras del Eclesiástico referente al Sumo Sacerdote Simeón: “El estaba en pie, junto al altar, envuelto con una corona de hermanos” (Eccles., 50,13).
Como veis, nuestra actividad prosigue, por tanto, en esta mutua fusión de oraciones y de voluntades.
La fiesta de hoy no anuncia el fin del trabajo. Más bien el que nos aguarda a todos será de una importancia grandísima como no lo fue, ciertamente, en otros concilios durante las interrupciones. De hecho, las condiciones de la vida moderna permiten con facilidad las comunicaciones rápidas de toda clase: personales y apostólicas.
Que la actividad no va a cesar lo demuestra la formación de una nueva Comisión compuesta por miembros del Sacro Colegio y del Episcopado en representación universal de la Iglesia. La Comisión deberá continuar y dirigir el trabajo de estos meses y, al lado de las varias comisiones conciliares, poner las bases seguras para el feliz éxito final de la sesión ecuménica. Así, pues, continúa abierto, en realidad, durante los próximos nueve meses de interrupción de las sesiones ecuménicas propiamente dichas.
Cada obispo, aunque ocupado por la solicitud del gobierno pastoral, continuará estudiando y profundizando los esquemas que se han facilitado y todo cuanto se le envíe oportunamente. Así, la sesión que comenzará en el mes de septiembre del año próximo, al reunirse de nuevo en Roma todos los padres de la Iglesia de Dios, tendrá un ritmo seguro y continuo y más ágil, facilitado por la experiencia de estos dos meses de 1962, de tal forma que se pueda esperar que la clausura, a la que miran todos nuestros fieles, se pueda verificar en la gloria de hijo encarnado de Dios, el gozo del Nacimiento, el año centenario del Concilio de Trento.
La perspectiva de este amplio horizonte que se abre con abundancia de promesas a todo lo largo del año próximo infunde en el corazón el aliento de la más ardiente esperanza para la realización de los grandes fines por los que hemos querido el Concilio: Para que “la Iglesia, consolidada en la fe, confirmada en la esperanza, más ardiente en la caridad, reflorezca con un nuevo y juvenil vigor; defendida por santas instituciones, sea más enérgica y libre para propagar el Reino de Cristo”. (Carta autógrafa al Episcopado alemán, 11 de enero de 1962)
3. Frutos del Concilio. Aunque la fase de la aplicación no es inminente, debiendo ésta efectuarse cuando terminen definitivamente los trabajos conciliares, es, sin embargo, consolador fijar en ella la mirada ansiosa en espera de los frutos prometidos; frutos para la Iglesia católica, aspiraciones para nuestros hermanos que quieren llevar el nombre de Cristo, nueva atención de parte de tantos y tantos que son hijos de antiguas y gloriosas culturas, a los cuales la luz cristiana no les quiere quitar nada mientras que podían —como ha sucedido otras veces en la Historia— desarrollar gérmenes fecundísimos de religioso vigor y de progreso humano. Con estos presentimientos nuestro corazón mira allí, venerables hermanos, y bien sabemos que también el vuestro tiene la misma solicitud nuestra.
Se tratará entonces de extender a todos los campos de la Iglesia, inclinadas las cuestiones sociales, lo que se indique por la Asamblea Conciliar, y de aplicarles las normas con “generoso asentimiento y pronto cumplimiento” (Oración por el Concilio Ecuménico).
Esta fase importantísima podrá ver a los padres unidos en un esfuerzo gigantesco de predicación de la sana doctrina y de aplicación de las leyes por ellos mismos queridas y para esta obra será requerida la colaboración de las fuerzas del clero diocesano y regular, de las familias religiosas, del laicado católico en todas sus atribuciones y posibilidades, para que la acción de los padres sea secundada con la más alegre y fiel de las respuestas.
Será verdaderamente la “Nueva Pentecostés”, que hará que florezca en la Iglesia su riqueza interior y su extensión hacia todos los campos de la actividad humana, será un nuevo paso adelante del Reino de Cristo en el mundo, un reafirmar de modo cada vez más alto y persuasivo la alegre nueva de la redención, el anuncio luminoso de la soberanía de Dios, de la fraternidad humana, de la caridad y de la paz prometida en la tierra a los hombres de buena voluntad, como respuesta al beneplácito celestial.
He aquí, venerables hermanos, los sentimientos que apremian mi corazón conmovido y se hacen oración y esperanza.
Terminados los trabajos de la presente sesión del Concilio, vais a volver a vuestras naciones junto al rebaño amadísimo a vosotros confiado. Al desearos un buen viaje, esperamos que os hagáis eficaces intérpretes de nuestros votos para con vuestros sacerdotes y fieles, expresándoles nuestra gran benevolencia. En esta ocasión nos acordamos de las palabras de augurio y de esperanza con las que nuestro predecesor, Pío IX, se dirigió a los obispos del Concilio Ecuménico Vaticano I: “Ved, hermanos amadísimos, qué hermoso es y qué alegre caminar unidos en la casa de Dios. Que siempre podáis caminar así. Y, puesto que Nuestro Señor Jesucristo les dio a los Apóstoles la paz, así yo también, indigno Vicario suyo, os doy en su Nombre la paz. La paz que echa fuera el temor, la paz que no da oídos a las palabras dichas sin consideración. ¡Oh, que esta paz os acompañe siempre todos los días de vuestra vida!” (Mansi, 1869-1870, pág. 765. 158.)
En los meses pasados, reunidos juntos aquí, hemos gustado el sentido dulcísimo de estas palabras de Pío IX. Un largo camino queda por recorrer, pero sabed que el Pastor Supremo os seguirá con afecto en la acción pastoral que desarrolléis en cada una de vuestras diócesis, acción que no estará separada de las preocupaciones del Concilio.
Al indicaros el triple campo de actividad propuesto al trabajo común, hemos querido infundiros entusiasmo. El esplendoroso comienzo del Concilio ha sido la primera introducción a la gran empresa. En los próximos meses la obra en común continuará diligente, bien que con la reflexión profunda, para que el Concilio Ecuménico pueda llevar a la familia humana los frutos de fe, esperanza y caridad que tanto se espera de él. Esta triple característica manifiesta la importancia singular del Concilio.
Os aguarda, ciertamente, grandes responsabilidades, pero Dios mismo os sostendrá en el camino.
Esté con nosotros siempre la Virgen Inmaculada. Que su castísimo Esposo, José, Patrono del Concilio Ecuménico, cuyo nombre brilla desde hoy en el canon de la misa en todo el mundo, nos acompañe en el viaje, como acompañó a la Sagrada Familia con su ayuda querida por Dios.
Nos encontramos en esta Basílica de San Pedro, en el centro de la Cristiandad, junio a la tumba del Príncipe de los Apóstoles, pero recordamos con gusto que la Catedral de la Diócesis de Roma es la Basílica Lateranense, Madre y Fundamento de todas las iglesias, dedicada a Cristo, salvador divino. A Él, por tanto, que es el Rey Inmortal e invisible de los siglos y de los pueblos, sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos (1 Tm 1, 17; Ap 1, 6).
En esta hora de gozo exultante el Cielo está como abierto sobre nuestras cabezas y desde allí se derrama sobre nosotros el fulgor de la corte celestial, para infundirnos certeza sobrehumana, espíritu sobrenatural de fe y alegría y paz profunda. Con esta luz, en espera del próximo retorno, os saludamos a todos, venerables hermanos, “in osculo pacis” (Rm 16, 16) mientras invocamos sobre vosotros las abundantísimas bendiciones del Señor, de las cuales quiere ser prenda y promesa la bendición apostólica.
* AAS 55 (1963) 35; Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. V, pp. 24-31.
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