SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
Santuario de Santa Maria della Rotonda (Albano)
XX Domingo del Tiempo Ordinario, 17 de agosto de 2025
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Queridos hermanos y hermanas:
Es una alegría estar juntos, para celebrar la Eucaristía dominical, que nos brinda un gozo aún más profundo. Si ya es un don estar hoy cerca y vencer la distancia mirándonos a los ojos, como auténticos hermanos y hermanas, es un don más grande vencer la muerte en el Señor. Jesús ha vencido la muerte —el domingo es su día, el día de la resurrección— y nosotros ya comenzamos a vencerla con Él. Es así, cada uno de nosotros llega a la iglesia con ciertos cansancios y miedos —a veces más pequeños, a veces más grandes— y de repente estamos menos solos, estamos juntos y encontramos la Palabra y el Cuerpo de Cristo. De esa manera, nuestro corazón recibe una vida que va más allá de la muerte. Es el Espíritu Santo, el Espíritu del Resucitado, el que hace esto entre nosotros y en nosotros, silenciosamente, domingo tras domingo y día tras día.
Nos encontramos en un antiguo santuario cuyos muros nos abrazan. Se llama “Rotonda” y la forma circular, como en la Plaza de San Pedro y como en otras iglesias antiguas y nuevas, nos hace sentir acogidos en el seno de Dios. La iglesia por fuera, como algunas realidades humanas, puede parecernos áspera; pero su realidad divina se manifiesta cuando atravesamos la puerta y encontramos acogida. Entonces nuestra pobreza, nuestra vulnerabilidad y sobre todo los fracasos por los que podemos ser despreciados y juzgados —y en ocasiones nosotros mismos nos despreciamos y nos juzgamos— son finalmente acogidos en la dulce fuerza de Dios, un amor sin asperezas, un amor incondicional. María, la madre de Jesús, es para nosotros signo y anticipación de la maternidad de Dios. En ella nos convertimos en una Iglesia madre, que genera e regenera no en virtud de un poder mundano, sino con la virtud de la caridad.
Quizás puede habernos sorprendido, en el Evangelio que acabamos de leer, lo que dice Jesús. Nosotros buscamos la paz, pero hemos escuchado: «¿Piensan ustedes que he venido a traer paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división» (Lc 12,51). Y casi le responderíamos: “Pero cómo, Señor, ¿también tú? Ya tenemos demasiadas divisiones. ¿No eres precisamente tú el que dijo en la última cena: «Les dejo la paz, les doy mi paz»?”. “Sí —nos podría responder el Señor— soy yo. Pero recuerden que esa tarde, mi última tarde, agregué inmediatamente a propósito de la paz: «Les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!» (Jn 14,27)”.
Queridos amigos, el mundo nos acostumbra a intercambiar la paz con la comodidad, el bien con la tranquilidad. Por eso, para que su paz venga entre nosotros, el shalom de Dios, Jesús debe decirnos: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!» (Lc 12,49). Quizás nuestros mismos familiares, como preanuncia el Evangelio, e incluso los amigos se dividirán en esto. Y alguno nos aconsejará que no arriesguemos ni nos desgastemos, porque lo importante es estar tranquilos y los demás no merecen ser amados. Jesús, en cambio, se sumergió en nuestra humanidad con valentía. Este es el «bautismo» del que habla (v. 50): es el bautismo de la cruz, una inmersión total en los riesgos que conlleva el amor. Y nosotros, cuando —como se dice— “hacemos la comunión”, nos alimentamos de este audaz don suyo. La Misa fortalece esta decisión; es la decisión de ya no vivir para nosotros mismos y de llevar fuego al mundo. No el fuego de las armas, ni tampoco el de las palabras que incineran a los demás. Esto no. Más bien, el fuego del amor, que se abaja y sirve, que opone el cuidado a la indiferencia y la mansedumbre a la prepotencia; el fuego de la bondad, que no cuesta como los armamentos, sino que renueva el mundo gratuitamente. Puede costar incomprensión, burlas, e incluso persecución, pero no hay mayor paz que la de tener su llama en nosotros.
Por eso hoy quisiera agradecer, junto vuestro obispo Vincenzo, a todos ustedes, que en la diócesis de Albano se comprometen para llevar el fuego de la caridad. Y los animo a no distinguir entre el que asiste y el que es asistido, entre el que parece dar y el que parece recibir, entre el que se presenta pobre y el que siente la necesidad de ofrecer tiempo, capacidades y ayuda. Somos la Iglesia del Señor, una Iglesia de pobres, todos preciosos, todos partícipes, cada uno portador de una Palabra única de Dios. Cada uno es un don para los demás. Derribemos los muros. Agradezco a quienes trabajan en cada comunidad cristiana para facilitar el encuentro entre personas distintas por su procedencia, por su situación económica, psicológica, afectiva. Sólo juntos, sólo siendo un único Cuerpo en el que aun el más frágil participa en plena dignidad, seremos el Cuerpo de Cristo, la Iglesia de Dios. Esto sucede cuando el fuego que Jesús ha venido a traer quema los prejuicios, las cautelas y los miedos que siguen marginando a quienes llevan escrita la pobreza de Cristo en su propia historia. No dejemos al Señor fuera de nuestras iglesias, de nuestras casas y de nuestra vida. Más bien, dejémoslo entrar en los pobres, y entonces haremos paz también con nuestra pobreza, a la que tememos y negamos cuando buscamos a toda costa tranquilidad y seguridad.
Que interceda por nosotros la Virgen María, quien escuchó al santo anciano Simeón que señalaba a su Hijo Jesús como «signo de contradicción» (Lc 2,34). Que sean reveladas las intenciones de nuestros corazones, y que el fuego del Espíritu Santo los cambie de corazones de piedra en corazones de carne.
Santa María de la Rotonda, ruega por nosotros.
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