MENSAJE DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
A LOS PARTICIPANTES EN EL XVII CONAMI
[Puebla de los Ángeles (México), 6-9 de noviembre de 2025]
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Queridos hermanos y hermanas:
Dirijo mi cordial saludo a los Obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas, y a ustedes, fieles laicos, reunidos en Puebla de los Ángeles con motivo del XVII Congreso Nacional Misionero de México. Me alegra profundamente su numerosa presencia en este importante acontecimiento, pero más aún me conmueve reconocer en ustedes la generosidad con que sostienen la obra misionera de la Iglesia a través de la oración perseverante, de los sacrificios asumidos y del apoyo espiritual y material que ofrecen. De ese modo, colaboran en la gran tarea evangelizadora de la Iglesia universal, cuyo mayor privilegio y deber es llevar a Cristo al corazón de cada persona.
A la luz de esta misión común, deseo evocar una breve parábola —un solo versículo— en la que el Señor, a través de una imagen doméstica, nos revela el modo en que su Palabra se expande en la historia: «El Reino de los Cielos se parece a un poco de levadura que una mujer mezcla con gran cantidad de harina, hasta que fermenta toda la masa» (Mt 13,33). Esa levadura de la que Jesús habla era distinta de las levaduras secas o industriales que hoy se emplean para hornear. En aquel tiempo, se guardaban pequeños trozos de la masa de días anteriores, ya fermentada, que, al mezclarse con nueva harina y agua, hacían fermentar todo el conjunto. San Jerónimo identifica a la mujer de la parábola con la Iglesia misma, que, con paciencia, es capaz de integrar la fe en la historia y en las culturas de los pueblos, hasta transformarlas desde dentro (cf. Comm. in Matt. II, ad 13,33). San Juan Crisóstomo, por su parte, comenta que «la levadura, enterrada, no se destruye, sino que cambia todo a su propia condición» (Hom. in Matt., XLVII, 2). Tal es la fuerza de Cristo, que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5).
Así también sucedió en México. La levadura del Evangelio llegó en manos de pocos misioneros. Eran las manos de la Iglesia, que comenzarían a amasar la levadura que portaban consigo —el depósito de la fe— con la harina nueva de un continente que aún no conocía el nombre de Cristo. Al integrarse ambas, dio inicio el lento y admirable proceso de fermentación. El Evangelio no borró lo que encontró, sino que lo transformó. Toda la increíble riqueza de los habitantes de aquellas tierras —lenguas, símbolos, costumbres y esperanzas— fue amasada con la fe, hasta que el Evangelio echó raíces en sus corazones y floreció en obras de santidad y belleza únicas
En ese amanecer de la fe, Dios le regaló a la Iglesia un signo de perfecta inculturación. En el Tepeyac, la Madre del verdadero Dios por quien se vive apareció como testimonio visible del amor con el que el Señor se hizo cercano a los habitantes de esas tierras, y de la respuesta creyente de un pueblo que levantó la mirada hacia su Salvador, decidido a acoger la invitación de nuestra Señora, como en Caná, de hacer todo lo que Él les dijera (cf. Jn 2,5).
El mensaje de Guadalupe se convirtió en impulso misionero. Los primeros evangelizadores —diocesanos, franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas— asumieron con fidelidad la tarea de hacer lo que Cristo mandaba. Donde predicaron, prosperó la fe, y con ella la cultura, la educación y la caridad. Así, poco a poco la masa siguió fermentando y el Evangelio se hizo pan capaz de alimentar el hambre más profunda de ese pueblo.
Entre aquellos que continuaron amasando la fe en esas tierras, destaca en Puebla la figura del beato Juan de Palafox y Mendoza, pastor y misionero que entendió su ministerio como servicio y fermento. Recuerdo bien, cuando visité Puebla como Prior General de los Agustinos, cómo la figura del Beato seguía viva en la memoria poblana; su paternidad había dejado una huella tan profunda que todavía hoy se percibe en la fe sencilla de los.
El ejemplo de este obispo modelo interpela a los pastores de hoy, pues enseña que gobernar es servir, que formar con seriedad es evangelizar y que toda autoridad, cuando se ejerce según el criterio de Cristo, se convierte en fuente de comunión y de esperanza. En su vida y escritos, Palafox nos muestra que el verdadero misionero no domina, sino que ama; no impone, sino que sirve; y no instrumentaliza la fe para obtener ventajas personales —ni materiales, ni de poder, ni de prestigio—, sino que reparte la fe como pan.
Nuestro tiempo se nos presenta como una piedra de molino en la que los dolores de la pobreza, las divisiones sociales, los desafíos de las nuevas tecnologías y los deseos sinceros de paz se siguen triturando como nuevas harinas que corren el riesgo de verse fermentadas con la mala levadura (cf. Mt 16,12). Por esta razón, el Señor los llama a ustedes, misioneros de hoy, a ser las manos de la Iglesia que coloquen la levadura del Resucitado en la masa de la historia, para que vuelva a fermentar la esperanza.
No basta con decir “Señor, Señor”, sino que tenemos que hacer la voluntad del Padre (cf. Mt 7,21). ¡Hay que estar dispuestos a poner las manos en la masa del mundo! No es suficiente hablar de la harina sin ensuciarnos las manos; hay que tocarla —como decía el Crisóstomo—, mezclarse con ella, 3 dejar que el Evangelio se funda con nuestras vidas hasta transformarlas desde dentro (cf. ibíd.). Así crecerá el Reino, no por fuerza ni por número, sino por la paciencia de quienes, con fe y amor, siguen amasando junto a Dios.
Sé que la Iglesia católica en México se esfuerza por vivir plenamente este llamado de Cristo; por eso, agradezco sus generosos esfuerzos y los animo a ser siempre misioneros según su divino Corazón, peregrinos de esperanza y artesanos de paz. Que el Señor Jesús haga fecundas todas sus iniciativas y que Santa María de Guadalupe, Estrella de la evangelización, los acompañe siempre con su ternura de Madre, indicándoles el camino que lleva a Dios. Con afecto, les imparto de corazón mi bendición, asegurándoles mi oración y cercanía. Sigan trabajando con fidelidad, hasta que “fermente toda la masa” (cf. Mt 13,33).
Vaticano, 3 de noviembre de 2025, memoria de san Martín de Porres.
LEÓN PP. XIV
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