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DISCURSO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
A LOS SUPERIORES Y A LOS OFICIALES DE LA SECRETARÍA DE ESTADO

Sala Clementina
Jueves, 5 de junio de 2025

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Eminencia, señor Cardenal Parolin,

Excelencias, queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

queridas hermanas y queridos hermanos.

Agradezco ante todo al Secretario de Estado por estas palabras de introducción que ha pronunciado, y por la continua colaboración que me está ofreciendo mientras realizo los primeros pasos de este Pontificado.

Estoy muy contento de encontrarme con ustedes, que ofrecen un precioso servicio a la vida de la Iglesia ayudándome a sacar adelante la misión que me ha sido confiada. En efecto, como afirma la Praedicate Evangelium, la Secretaría de Estado, en cuanto secretaría papal regida por el Secretario de Estado, ayuda de cerca al Romano Pontífice en el ejercicio de su suprema misión (cf. art. 44-45).

Me consuela saber que no estoy solo y que comparto la responsabilidad de mi ministerio universal junto con ustedes.

No está en el texto, pero digo muy sinceramente que en estas pocas semanas ―aún no se ha cumplido un mes de mi servicio en este ministerio petrino―, está claro que el Papa solo no puede ir adelante y que es necesario, es muy necesario, poder contar con la colaboración de muchos en la Santa Sede, pero de manera especial con todos ustedes, de la Secretaría de Estado. Se lo agradezco de corazón.

La historia de esta Institución se remonta, como sabemos, a finales del siglo XV. Con el tiempo, ha ido asumiendo un rostro cada vez más universal y se ha ampliado considerablemente, con una progresión que la ha llevado a asumir nuevas tareas, a causa de las nuevas exigencias tanto en el ámbito eclesial como en las relaciones con los Estados y las Organizaciones internacionales. Actualmente, casi la mitad de ustedes son laicos. Y las mujeres, laicas y religiosas, son más de cincuenta.

Este desarrollo ha hecho que hoy la Secretaría de Estado refleje en sí misma el rostro de la Iglesia. Se trata de una gran comunidad que trabaja junto con el Papa: juntos compartimos las interrogantes, las dificultades, los desafíos y las esperanzas del Pueblo de Dios, presentes en el mundo entero. Lo hacemos expresando siempre dos dimensiones esenciales: la encarnación y la catolicidad.

Estamos encarnados en el tiempo y en la historia, porque si Dios ha elegido el camino humano y el lenguaje de los hombres, también la Iglesia está llamada a seguir esta senda, de manera que la alegría del Evangelio pueda alcanzar a todos y sea transmitida a las culturas y a los lenguajes actuales. Y, al mismo tiempo, tratamos de mantener siempre una mirada católica, universal, que nos permita valorar las diversas culturas y sensibilidades. De este modo podremos ser un centro promotor, comprometido en la construcción de la comunión entre la Iglesia de Roma y las Iglesias locales, así como con las relaciones de amistad dentro de la comunidad internacional.

En las últimas décadas, estas dos dimensiones —estar encarnados en el tiempo y tener una mirada universal— se han vuelto más constitutivas del trabajo de la Curia. Hacia este camino nos ha llevado la reforma de la Curia Romana llevada a cabo por san Pablo VI, el cual, inspirándose en la visión del Concilio Vaticano II, percibió con fuerza la urgencia de que la Iglesia estuviera atenta a los desafíos de la historia, considerando «el ritmo sumamente acelerado de la vida actual» y cómo han «cambiado las circunstancias de nuestros tiempos» (Regimini Ecclesiae universae, 15 agosto 1967). Al mismo tiempo, él subrayó la necesidad de un servicio que exprese la catolicidad de la Iglesia y, con ese propósito, dispuso que «todos los que ayuden a la Sede Apostólica en su gobierno, sean llamados de todas partes» (ibíd.).

Mientras que la encarnación nos lleva a lo concreto de la realidad y a temas específicos y particulares, tratados por los distintos organismos de la Curia, la universalidad, recordando el misterio de la unidad multiforme de la Iglesia, nos pide un trabajo de síntesis que pueda ayudar a la acción del Papa. Y el vínculo de conjunción y de síntesis, es precisamente la Secretaría de Estado. Por eso, san Pablo VI —experto en la Curia Romana— quiso dar a esta Oficina una nueva estructura, constituyéndola de hecho como un punto de conexión y, consecuentemente, estableciéndola en su rol fundamental de coordinación de los Dicasterios y de las Instituciones de la Sede Apostólica.

Este rol de coordinación de la Secretaría de Estado se retoma en la reciente Constitución Apostólica Praedicate Evangelium, entre las múltiples tareas confiadas a la Sección para los Asuntos Generales, bajo la dirección del Sustituto con la ayuda del Asesor (cf. art. 45-46). Junto a la Sección para los Asuntos Generales, la misma Constitución identifica a la Sección para las Relaciones con los Estados y Organismos Internacionales, guiada por el Secretario con la ayuda de dos Subsecretarios, a la que corresponde el cuidado de las relaciones diplomáticas y políticas de la Sede Apostólica con los Estados y demás sujetos de derecho internacional en este delicado momento de la historia. La Sección para el Personal Diplomático de la Santa Sede, con su Secretario y el Subsecretario, trabaja en cambio en el cuidado de las Representaciones Pontificias y de los Miembros del Cuerpo Diplomático aquí en Roma y el mundo.

Sé que estas tareas son muy exigentes y, algunas veces, pueden ser incomprendidas. Por ello, quisiera expresarles mi cercanía y, sobre todo, mi profunda gratitud. Gracias por las competencias que ponen a disposición de la Iglesia, por su trabajo casi siempre escondido y por el espíritu evangélico que lo inspira. Y permítanme, precisamente por este reconocimiento que hago, dirigirles una exhortación refiriéndome una vez más a san Pablo VI: que este lugar no sea contaminado por las ambiciones y antagonismos, al contrario, sean una verdadera comunidad de fe y de caridad, «de hermanos y de hijos del Papa», que se desviven generosamente por el bien de la Iglesia (cf. Discurso a la Curia Romana, 21 septiembre 1963).

Los encomiendo a todos a la intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia. Y, mientras les agradezco ―porque sé que rezan por mí todos los días, y lo espero tanto―, los bendigo de todo corazón; a ustedes, a sus seres queridos y a su trabajo. Muchas gracias.



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