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DISCURSO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
A LOS PARTICIPANTES EN EL JUBILEO DE LOS GOBERNANTES
Aula de las Bendiciones
Sábado, 21 de junio de 2025
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Señora Presidenta del Consejo de Ministros y Señor Presidente de la Cámara de Diputados de la República Italiana,
Señora Presidenta y Señor Secretario General de la Unión Interparlamentaria,
Distinguidos representantes de instituciones académicas y líderes religiosos,
Me complace podernos reunir en el marco de la Conferencia de la Unión Interparlamentaria, durante el actual Jubileo de los Gobernantes y Administradores. Dirijo un cordial saludo a los miembros de las delegaciones procedentes de sesenta y ocho países diferentes y, de manera particular, a los presidentes de las respectivas instituciones parlamentarias.
La política ha sido definida acertadamente como «la forma más elevada de la caridad», citando al Papa Pío XI (Discurso a la Federación Italiana de Universidades Católicas, 18 de diciembre de 1927). En efecto, si consideramos el servicio que la vida política presta a la sociedad y al bien común, puede considerarse verdaderamente un acto de amor cristiano, que nunca es simplemente una teoría, sino siempre un signo concreto y un testimonio de la constante preocupación de Dios por el bien de nuestra familia humana (cf. Francisco, Carta encíclica Fratelli Tutti, 176-192).
A este respecto, me gustaría compartir con ustedes esta mañana tres reflexiones que considero importantes en el contexto cultural actual.
La primera se refiere a su responsabilidad de promover y proteger, independientemente de cualquier interés particular, el bien de la comunidad, el bien común, defendiendo especialmente a los vulnerables y marginados. Esto significaría, por ejemplo, trabajar para superar la inaceptable desproporción entre la inmensa acumulación de las riquezas concentrada en manos de unos pocos y los pobres del mundo (cf. León XIII, Carta encíclica Rerum Novarum, 15 de mayo de 1891, 1). Los que viven en condiciones extremas claman para que se escuche su voz y, a menudo, no encuentran oídos dispuestos a escuchar su súplica. Este desequilibrio genera situaciones de injusticia persistente, que fácilmente conducen a la violencia y, tarde o temprano, a la tragedia de la guerra. Una política sana, en cambio, al promover la distribución equitativa de los recursos, puede ofrecer un servicio eficaz a la armonía y la paz, tanto en el ámbito nacional como en el internacional.
La segunda reflexión se refiere a la libertad religiosa y al diálogo interreligioso. Este ámbito ha adquirido mayor importancia en el tiempo actual, y la vida política puede lograr mucho favoreciendo las condiciones para que exista una auténtica libertad religiosa y se desarrolle un encuentro respetuoso y constructivo entre las diferentes comunidades religiosas. La fe en Dios, con los valores positivos que de ella se derivan, es una fuente inmensa de bondad y de verdad para la vida de las personas y de las comunidades. San Agustín hablaba de la necesidad de pasar del amor sui —el amor egoísta, miope y destructivo— al amor Dei —el amor libre y generoso, fundado en Dios y que conduce a la entrega de sí mismo—. Ese paso, enseñaba, es esencial para la construcción de la civitas Dei, una sociedad cuya ley fundamental es la caridad (cf. De Civitate Dei, XIV, 28).
Para tener un punto de referencia común en la actividad política y no excluir a priori cualquier consideración de lo trascendente en los procesos decisorios, sería útil buscar un elemento que una a todos. A tal fin, un punto de referencia esencial es la ley natural, escrita no por manos humanas, sino reconocida como válida en todos los tiempos y lugares, y que encuentra su argumento más plausible y convincente en la propia naturaleza. En las palabras de Cicerón, ya autoritario exponente de esta ley en la antigüedad, cito de De Re Publica: «La ley natural es la razón recta, conforme a la naturaleza, universal, constante y eterna, que con sus mandamientos invita al deber y con sus prohibiciones aleja del mal [...]. No es lícito modificar esta ley ni sustraerle ninguna parte, ni es posible abolirla por completo; ni por medio del Senado ni del pueblo podemos liberarnos de ella, ni es necesario buscar a quien la comente o la interprete. Y no habrá una ley en Roma, otra en Atenas, una ahora y otra después, sino una sola ley eterna e inmutable que gobernará a todos los pueblos en todos los tiempos» (Cicerón, De re publica, III, 22).
La ley natural, universalmente válida más allá y por encima de otras convicciones de carácter más discutible, constituye la brújula que nos orienta en la legislación y en la acción, especialmente en las delicadas y apremiantes cuestiones éticas que, hoy más que en el pasado, afectan al ámbito de la vida personal y privada.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada y proclamada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, forma parte hoy del patrimonio cultural de la humanidad. Ese texto, siempre actual, puede contribuir en gran medida a situar a la persona humana, en su integridad inviolable, en el centro de la búsqueda de la verdad, devolviendo así la dignidad a quienes no se sienten respetados en lo más íntimo de su ser y en los principios dictados por su conciencia.
Y llegamos a la tercera consideración. El grado de civilización alcanzado en nuestro mundo y los objetivos a los que están llamados a responder encuentran hoy un gran desafío en la inteligencia artificial. Se trata de un desarrollo que sin duda será de gran ayuda para la sociedad, siempre y cuando su uso no afecte a la identidad y la dignidad de la persona humana y sus libertades fundamentales. En particular, no hay que olvidar que la inteligencia artificial tiene su función en ser un instrumento para el bien del ser humano, no para degradarlo, ni para definir su derrota y sustituirlo. Se perfila, por tanto, un reto considerable, que requiere mucha atención y una mirada previsora hacia el futuro, para proyectar, incluso en el contexto de nuevos escenarios, estilos de vida sanos, justos y seguros, sobre todo en beneficio de las generaciones más jóvenes.
Nuestra vida personal tiene más valor que cualquier algoritmo, y las relaciones sociales requieren espacios humanos muy superiores a los esquemas limitados que cualquier máquina sin alma puede preconfigurar. No olvidemos que, a pesar de ser capaz de almacenar millones de datos y ofrecer en pocos segundos respuestas a muchas preguntas, la inteligencia artificial sigue teniendo una «memoria» estática, que no es en absoluto comparable a la de los hombres y las mujeres, que es creativa, dinámica, generativa, capaz de unir el pasado, el presente y el futuro en una búsqueda viva y fecunda de sentido, con todas las implicaciones éticas y existenciales que esto conlleva (cf. Francisco, Discurso en la Sesión del G7 sobre Inteligencia Artificial, 14 de junio de 2024).
La política no puede ignorar una provocación de esta magnitud. Al contrario, se ve llamada a responder a tantos ciudadanos que, con razón, miran con confianza y preocupación a los retos que plantea esta nueva cultura digital.
San Juan Pablo II, con motivo del Jubileo del 2000, señaló a los políticos a San Tomás Moro como testimonio a quien mirar e intercesor bajo cuya protección poner su compromiso. En efecto, Sir Thomas Moro fue un hombre fiel a sus responsabilidades civiles, un perfecto servidor del Estado precisamente en virtud de su fe, que le llevó a interpretar la política no como una profesión, sino como una misión para el crecimiento de la verdad y del bien. Él «puso su actividad pública al servicio de la persona, especialmente de los débiles y pobres; gestionó las controversias sociales con exquisito sentido de la equidad; protegió la familia y la defendió con enérgico compromiso; promovió la educación integral de la juventud»(Carta Ap. M.P. E Sancti Thomae Mori, 31 de octubre de 2000, 4). El valor con el que no dudó en sacrificar su propia vida para no traicionar la verdad lo convierte aún hoy, para nosotros, en un mártir de la libertad y del primado de la conciencia. ¡Que su ejemplo sea fuente de inspiración y guía para cada uno de ustedes!
Ilustres señoras y señores, les doy las gracias por esta visita. Les deseo en la oración lo mejor por su compromiso e invoco sobre ustedes y sus seres queridos abundantes bendiciones de Dios.
Gracias a todos ustedes. Que Dios los bendiga y bendiga su trabajo. Gracias.
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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 21 de junio de 2025
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