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CARTA APOSTÓLICA
SPIRITUS PARACLITI
DE SU SANTIDAD EL PAPA
PABLO VI
A LOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS DEL ORBE CATÓLICO,
POR LA QUE SE PRESCRIBEN PRECES ESPECIALES EN EL PRÓXIMO DÍA DE PENTECOSTÉS
PARA PEDIR EL ÉXITO DEL CONCILIO VATICANO II

 

Venerables hermanos:
Salud y bendición apostólica.

Aproximándose la solemnidad del Espíritu Paráclito, en la que la Madre Iglesia, remontándose a los inicios de su fundación, recuerda con fervientes plegarias aquel día esplendoroso en el que «apareciendo al exterior las lenguas de fuego, en el interior se hicieron llama los corazones» (San Gregorio Magno, Homilía 30 sobre el Evangelio, P. L. 76, 1.220), con afecto más sentido que de ordinario nos dirigimos a todos nuestros venerables hermanos en el Episcopado, que se están preparando con suma diligencia para la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La gran empresa —como hubo de destacar primeramente nuestro predecesor Juan XXIII, de venerable memoria— puede parangonarse a un nuevo Pentecostés, en el que los sucesores de los apóstoles, «perseverando unánimes en la oración con... María, Madre de Jesús» (Hch 1, 14), y bajo la guía de Pedro, reunidos como en un segundo Cenáculo, se dedican con esfuerzo constante a dilatar el reino de Dios sobre esta tierra, confiando sólo en la ayuda celestial.

Como Nos mismo hemos dicho recientemente, hablando a los obispos italianos, el Concilio «es un acto solemne y clamoroso, más que cualquier otro, para dar honor a Dios, para testimoniar amor a Cristo, para ofrecer obediencia al Espíritu Santo; en otras palabras, para reavivar la relación religiosa entre Dios y la Iglesia y para reafirmar la necesidad, la naturaleza, la suerte de nuestra religión de cara al mundo moderno. El es un incomparable momento en que la Iglesia se celebra a sí misma, se conoce, se estrecha en vínculos interiores con encuentros, amistades, colaboraciones de otro modo imposibles. El Concilio es un vértice de caridad jerárquica y fraterna no alcanzado nunca antes» (A la Conferencia Episcopal de Italia, 14 de abril de 1964).

Un acontecimiento de tan gran relieve requiere, por tanto, la desbordante virtud del Espíritu Santo, que colme de luz las mentes, refuerce las voluntades para emprender nuevos proyectos y para afrontar las responsabilidades, impuestas por los tiempos presentes, sostenga las fatigas comunes y conduzca a la consecución de felices resultados. Por ello instantemente os exhortamos, venerables hermanos, pastores de la Santa Iglesia, y a las almas confiadas a vuestra vigilancia, para que, especialmente en la proximidad de Pentecostés, queráis redoblar vuestras oraciones, a fin de obtener para el Concilio ecuménico aquellos frutos copiosos y relevantes que todos nos prometemos.

No tuvimos otra intención cuando, al alborear este año, iniciamos nuestra peregrinación para visitar y venerar las localidades y los santuarios de la Tierra Santa. Allí, en efecto, «con toda humildad y entre lágrimas» (Hch 20, 19), pedimos al Señor para que los fieles de la cristiana familia participen de las riquezas de la gracia celestial y se renueven interiormente en ella, revistiendo «el hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4, 24); allí pedimos que los hombres de nuestro tiempo sean eficazmente invitados a mejor conocer «el sentido de Cristo» (1 Cor 2, 16), mediante el empleo de métodos adecuados por los que sean íntimamente penetrados con la luz del Evangelio y se acerquen sinceramente al magisterio infalible de la Iglesia; allí hemos orado para obtener un seguro acercamiento hacia la recomposición de la unidad de los cristianos, nuestros hermanos, todavía dolorosamente separados de nosotros.

En aquella misma ocasión, cuando estrechados y saludados por una muchedumbre inmensa íbamos acercándonos a los santísimos recuerdos del Salvador, reflexionamos también con emoción cómo debíamos dirigir el ardiente afecto e inclinación de nuestro corazón más allá de los confines del cristianismo, hacia todas las almas y a todos los pueblos que creen en un solo Dios; esto ofrece de hecho grandes esperanzas para un progreso en la recta comprensión, en la caridad recíproca, en la más segura paz de la sociedad civil.

A esta finalidad hemos enderezado todas nuestras fuerzas y nuestros pensamientos desde que la voluntad del Señor quiso imponernos la pesada responsabilidad del supremo pontificado. Y éstos también son los propósitos y las miras del Concilio Ecuménico Vaticano II —lo reconocemos con profunda satisfacción—, en cuyo objetivo concuerdan los padres conciliares con voluntad alacre y solícita, a fin de que desde este centro de la unidad católica se ofrezcan a todas las gentes los signos de una grandísima benevolencia y lleguen a ellas como otras tantas voces amigas que les atraigan e inviten a entrar en la maravillosa vida del Cuerpo místico de Cristo.

En cuanto dependa de Nos, no descuidaremos medio alguno para alcanzar con paso seguro estas metas, a fin de que la Iglesia resplandezca ante todos los hombres sin mancha ni arruga o cualquier impropiedad, sino que sea santa e irreprensible (Ef 5, 27); exhortaremos cada vez más a nuestros hijos queridísimos del clero y del laicado a fin de que, conscientes de la propia dignidad (cfr. San León I, Serm, 21, 3; P. L. 54, 192), se dediquen ellos mismos y dediquen todos sus recursos a reforzar establemente el Reino de Cristo aquí en la tierra; más aún: continuaremos con calma y con reverencia en el propósito de aproximar a aquellos nuestros hermanos separados que no rehúsan cualquier sereno y admirable coloquio, y más solícitos de su bien que de nuestro honor, buscaremos juntamente los caminos para rehacer la fraternidad, fundada en la identidad de la fe y en la mutua caridad querida por Cristo para su Iglesia.

En esta ocasión muy gustosos les demostramos nuestra benevolencia y estamos con paternal corazón a su lado para compartir las alegrías y ansiedades. Y especialmente pedimos ardientemente al Señor por aquellos de dichos hermanos que en las presentes circunstancias sienten temor, deseando que, alejado todo peligro, puedan en la libertad, en la seguridad y en la paz gozar en todas partes de sus propios derechos, que están fundados, incluso, en la ley natural.

Mientras tanto, pregustamos ya la alegría que experimentaremos cuando, en la próxima sesión del Concilio, veamos reunidos en Roma por tercera vez a los obispos. Apenas las Comisiones conciliares hayan revisado cuidadosamente los esquemas, redactados con egregia solicitud en forma reducida y concentrada, teniendo en cuenta las observaciones hechas ya por los propios obispos, tales esquemas serán puntualmente remitidos a los padres del Concilio, a fin de que puedan examinarlos y estudiarlos cómodamente; al mismo tiempo se les indicará el procedimiento que será adoptado para el examen y la aprobación de cada uno de los esquemas, atendida la específica naturaleza de cada uno de ellos.

En esta fase de diligente preparación todos los fieles secunden los trabajos comunes con sus oraciones y con actos voluntarios de penitencia; y sean instruidos sobre los temas del Concilio con oportunas iniciativas, especialmente por medio de la prensa y de apropiadas instrucciones.

Igualmente nos dirigimos con paterna benevolencia a los peritos, personas cualificadas por virtud y prudencia y llamadas a un tan gran honor y cometido. Conscientes de sus deberes, aténganse fielmente a su mandato; procuren hacer progresar los intereses del Concilio, que son superiores a las finalidades de cada uno, con su vida ejemplar, con las palabras y con los escritos, a fin de que, en dependencia de las autoridades del mismo Concilio, promuevan y apresuren con su colaboración el buen éxito del gran acontecimiento en cuanto de ellos depende.

He aquí, venerables hermanos, las confiadas palabras que deseamos dirigir a todos los obispos mientras se avecina la solemnidad de Pentecostés. Dios, que es la fuente y el principio de toda gracia y de toda bondad, sea propicio a una tan vasta empresa, en la que todos los hombres tienen fija su mirada con intensa esperanza, y sostenga nuestros esfuerzos. La dulcísima Virgen María, a cuyos altares floridos acudirán todos los fieles en el próximo mes de mayo, esté a nuestro lado, como lo estuvo con los apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén para alentarlos y consolarlos con materna caridad; séanos propicios san José, benignísimo patrono del Concilio ecuménico; San Pedro, a quien Cristo dejó «como Vicario de su amor por nosotros» (San Ambrosio, Exp. Ev. sec. Lc, 10, 175; P. L. 15, 1942); San Pablo, todos los apóstoles y los santos del cielo, en cuya fiel protección tanto confiamos. Ellos obtengan para todos los pastores y rebaño de la Santa Iglesia la luz y la asistencia del Señor, sobre todo para aquellos que, privados de la justa libertad que les es debida, son de cualquier modo perseguidos, a fin de que puedan gozar del poderoso consuelo del Divino Paráclito y retornar a la deseada tranquilidad.

Propiciadora de los dones celestiales y prenda de nuestra benevolencia, sea la bendición apostólica que con gran afecto impartimos a todos vosotros, venerables hermanos en el Episcopado, y a los sacerdotes y fieles de vuestras diócesis.

Roma, San Pedro, 30 de abril del año 1964, primero de nuestro pontificado.

PABLO PP. VI



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