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PABLO VI

AUDIENCIA GENERAL

 Miércoles 15 de julio de 1964

 

Pensamos que cada uno de vosotros, participando en esta audiencia en la basílica de San Pedro, va buscando con la mirada las palabras mayúsculas que constituyen la faja decorativa por encima de las pilastras del aula monumental y que esas palabras vengan a descubrirnos con resonancia singular en el espíritu el: Tu es Petrus, Tú eres Pedro; e inmediatamente esta palabra parece hacerse voz, la voz de Cristo que la pronunció en Cesarea de Filippo transformando al discípulo Simón en apóstol, más aún, en Príncipe de los Apóstoles y cabeza de toda la Iglesia; más tarde el Tu es Petrus se hace figura, se hace persona y se posa sobre el Papa, vestido de blanco que ha aparecido en medio de vosotros. La sugerencia espiritual de la audiencia, Nos lo sabemos, nace principalmente de la evocación de la misteriosa e inmortal palabra evangélica que toma, después de veinte siglos, forma viviente en el humilde aspecto del hombre que aparece no sólo como sucesor, sino como si fuese la misma persona rediviva: Tu es Petrus.

Quien sabe meditar sobre este eco histórico y evangélico que se hace realidad presente y viva se llena casi de temor y suscita en él una interior interrogante elemental: “¿El Papa es propiamente Pedro?”. Como es obvio, la pregunta es extremamente grave y compleja y puede dar lugar a una larga y edificante meditación; pero si nos detenemos ahora a considerar su valor sensible y exterior, es decir, la confrontación entre la figura de Simón Pedro y la del Papa, advertimos una evidente diferencia que cuantos están presentes en la audiencia quisieran definir y posiblemente resolver.

La figura del Papa aparece en este cuadro de majestad y de esplendor. En las ceremonias solemnes incluso esta exterioridad es acentuada por signos todavía más honoríficos. El cuadro de la basílica que nos envuelve, nos eleva a una visión de grandeza, de decoro, de poder, que casi aturde. Una atmósfera de gloria parece invadir la escena radiante. Renace la pregunta: ¿Todo esto es Pedro? ¿Por qué tanta solemnidad?

Hay quien se exalta y se edifica participando en esta escena sagrada y solemne y goza del reflejo, casi profético, que parece proyectarse desde la Iglesia triunfante en el cielo sobre esta Iglesia terrena, todavía peregrinante, militante y sufriente, Un gran consuelo, una inefable esperanza llueve sobre las almas que saben inmediatamente ver tanto al Pedro del Evangelio cuanto al Pedro del Paraíso en su modesto, pero tan honrado sucesor, el Papa presente.

Hay en cambio quien encuentra cierta fatiga en llegar a esta identificación de Pedro con el Papa, así presentado, y se pregunta el por qué de tan vistosa exterioridad, que sabe a gloria y victoria, mientras que no puede olvidarse ciertamente cuántas aflicciones pesan siempre sobre la Iglesia y sobre el Papa, y cómo es obligada para éste la imitación del humilde Maestro divino. Una pobre túnica de pescador y de peregrino, ¿no nos daría la imagen más fiel de Pedro que no el manto pontifical y real que viste su sucesor?

Puede ser. Pero este manto no excluye aquella túnica. Es preciso comprender el significado y el valor de esta solemnidad exterior que quiere identificar al Papa, así revestido con el apóstol Pedro, ¿Qué significa ante todo este grandioso revestimiento? Significa un acto de fe; que la Iglesia, después de tantos siglos, todavía pronuncia segura: sí, éste es él, es Pedro. Es como un canto a grandes voces: eres Pedro; es una repetición que celebra con un culto magnífico el prodigio realizado por Cristo; no es gesto vanidoso, sino como un esfuerzo de voto para dar evidencia y resonancia a un hecho evangélico, decisivo para la historia del mundo y para la suerte espiritual de la Humanidad.

Si esto es así, cualquiera comprende que el honor tributado al Papa, como sucesor de San Pedro, no se dirige a su persona humana que puede ser, como en el caso presente, pequeña y pobre, sino que se dirige a la misión apostólica que le está confiada, a las llaves, es decir, a las potestades puestas en sus manos, a la autoridad de maestro, de sacerdote y de pastor que le ha sido conferida.

Entonces se comprende también cómo el honor tributado al Papa no se detiene en él y ni siquiera, propiamente hablando en Simón Pedro, sino que sube a Cristo glorioso al cual le debemos todo y al cual nunca habremos honrado lo bastante. Nos podemos decir bien, y con mayor razón, lo que el Papa León Magno decía de sí: “En la humildad de mi persona véase a aquél y se honre a aquél (es decir, a Pedro— y Nos podemos explicar: a Cristo—), en el cual se contiene la solicitud de todos los pastores... y cuya dignidad no se hace de menos en un indigno heredero” (Serm. 2, in ann.).

Haced vuestros estos pensamientos y sacad de la audiencia pontificia una bienhechora impresión espiritual, una profunda lección religiosa, la que nos hace encontrar a Pedro en el Papa y a Cristo en su Vicario. Y con este deseo os bendecimos a todos de corazón.



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