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ENTRADA SOLEMNE DEL OBISPO DE ROMA
EN SU CATEDRAL DE LETRÁN

HOMILÍA DEL SANTO PADRE PABLO VI

Domingo 10 de noviembre de 1963

 

Venerables hermanos,
señores magistrados de la urbe,
queridos hijos:

El que vive en Roma y mantiene alerta su atención se ve continuamente asediado por múltiples y fuertes impresiones, llegando a sentirse al mismo tiempo embriagado, exaltado y sobrecogido, tantas son las voces que le llegan de los recuerdos, de los lugares, de las personas, de los acontecimientos, de los presagios, que le rodean. Así nos encontramos nosotros en este momento, y con razón.

¿La Historia, evocadora de escenas y de hombres que han existido, no resulta ahora más viva y elocuente que nunca, en este momento —tras el acontecimiento grandioso que la Iglesia está celebrando; nos referimos al Concilio Ecuménico Vaticano II— despertando recuerdos, superpuestos unos a otros, de los muchos concilios, romanos y ecuménicos, aquí celebrados? Vemos perfilarse ante nosotros el panorama de los siglos, en los cuales la tradición de Roma, y casi podemos decir de la cristiandad, ha sellado aquí, sobre su más expresivo cuadrante, las horas más luminosas y más oscuras, y ha hecho escuchar la marcha, unas veces dolorosa y llena de obstáculos, otras franca y victoriosa, del paso misterioso de Cristo a través de la Historia. Todavía resuenan en nuestro espíritu las campanadas que anunciaban la hora fatigosa y silenciosa de los pactos de Letrán que cerrarían una época de la vida terrena de la Iglesia, no sólo de Roma y de Italia, y abrirían una nueva, quiera Dios, de paz y libertad para el orden civil cristiano.

¿Dónde encontrar lugar más sagrado para los tesoros de piedad y de arte que abarrotan este templo, un lugar más augusto por la majestad religiosa que de él resplandece, más religioso y más piadoso para el culto que en él se celebra, y para el poder de santificación y el gobierno de la Iglesia? Aquí, donde: “Por primera vez apareció, en un marco, visible a todos los romanos, la imagen del Salvador”, aquí donde los peregrinos nórdicos como el mismo Dante observaba “Al contemplar Roma y su obra se maravillaban de que Letrán se hubiera elevado tanto sobre las cosas mortales” (Par., 31, 34-36), aquí donde la Edad Media tuvo su corazón, su liturgia, su gobierno; aquí donde Francisco vino a sostener sobre sus humildes espaldas el edificio de Cristo, y donde el animoso Bonifacio VIII desde el maravilloso fresco giotesco anuncia al mundo el primer jubileo; aquí donde la expresión de Clemente XII, el gran constructor de la Presente arquitectura borrominiana, sella en el mármol el primado de esta basílica: “Madre y cabeza de todas las Iglesias de la urbe y del orbe”; aquí hay motivo para infinitos temas de gozo y de pavor.

Y mucho más en esta ocasión en la que no guía nuestros pasos hacia este santísimo templo la curiosidad propia del visitante, o la piedad silenciosa de los peregrinos, o la ceremonia devota; hoy esta basílica acoge, como no lo ha hecho nunca en los largos siglos de su historia, a todo el episcopado del mundo, casi en pleno, y abre sus puertas espléndidas y solemnes al último de sus pontífices, el más pequeño y el más humilde de cuantos lo han precedido, que no cuenta con ningún mérito para llegar hasta aquí, como Maestro y Señor, fuera del hecho irrefragable de haber sido elegido canónicamente Obispo de Roma.

Obispo de Roma, y, por ello, Sucesor de San Pedro, Vicario de Cristo, Pastor de la Iglesia universal, Patriarca de Occidente y Primado de Italia.

Hermanos y fieles: Tened compasión y comprensión para quien os debe a vosotros, a Roma, a la Iglesia y al mundo poder presentarse así, y reconoced en nuestra personal pequeñez la grandeza de nuestra suma y pontifical misión.

¿No tenemos motivo para evidenciaros nuestro estupor, casi el vértigo, que en este lugar y en este momento nos sorprende, mucho mayor cuanto más evidente advertimos lo que nos rodea y lo que estamos realizando?

Pero también es obligado vencer este abatimiento y dejar que nuestro espíritu se exprese plenamente. Sí, es lo que queremos hacer, La misericordia divina, vuestra bondad, nuestro mismo oficio nos permiten la tranquilidad y la sencillez, aunque plenamente comprendamos las dimensiones de las cosas y de los acontecimientos que nos rodean,

Así, pues, entonaremos alabanzas al Señor por todo lo que en este momento se da cita en esta basílica, nuestra modesta persona y el misterio formidable de las llaves, que aquí se nos entregan. Quisiéramos, como San Pedro en su barca, en el momento de la pesca milagrosa, lanzarnos a los pies de Cristo y exclamar con el apóstol: “Apártate de mí, porque soy hombre pecador” (Lc 5, 8). Pero también pensamos con alegría inmensa que aquí podemos tributar a Cristo, el honor más oficial y más auténtico que desde la tierra, en armonía con el reino del cielo, le podemos ofrecer: “Digno es el Cordero —Él, la víctima que ha salvado al mundo— que fue degollado, de recibir la potencia y riqueza, y sabiduría, y fuerza y honor y bendición” (Ap 5, 12). La catedral de Roma puede, pues, resonar a los acordes de este himno místico y coral.

Y ahora, hermanos, os saludaremos a vosotros. De igual forma que hemos correspondido al clero de San Juan, venerándolo y bendiciéndolo en los umbrales de esta basílica, a vosotros ahora, señores cardenales, venerandos patriarcas, arzobispos, obispos y prelados de la Iglesia universal aquí reunidos, os prestamos el más cordial, el más sincero, el más reverente homenaje de nuestra hermandad. No queremos ocultaros el íntimo gozo de expresar nuestra comunión con cada uno de vosotros y con todos vosotros a una. Podemos aclamar y disfrutar esa unidad de la

Iglesia católica, que ahora tanto interesa nuestras ideas y nuestras aspiraciones; aquí donde mayor es la autoridad, sea mayor la caridad; que el ágape que presidimos adquiera toda su fuerza espiritual, que a todos nos llene de la misma fe, de la misma oración, del mismo amor, del mismo servicio, de la misma esperanza. Hermanos, creemos que no hay sede en mundo, ni momento como éste que nos proporcione la fortuna de celebrar y casi experimentar esta viva caridad, esta mística presencia de Cristo en la Humanidad: “Estoy con vosotros”; Él está aquí con nosotros y para nosotros.

Concedednos un instante para extender nuestro saludo a nuestra diócesis de Roma, grande y bendita, a nuestro querido y venerado cardenal vicario, al cardenal provicario, al vicegerente y a los dos obispos auxiliares, al queridísimo clero de Roma, a los religiosos y religiosas, a todos los fieles. ¿Podríamos olvidar en coyuntura tan característica como ésta, que somos el Obispo de esta ciudad, el Pastor de este pueblo?

Nos damos cuenta de que nuestras relaciones con la urbe son hoy distintas de las que han existido a lo largo de los siglos; ya no tenemos sobre la ciudad la soberanía temporal, pero conservamos la espiritual; no por esto ha disminuido nuestro amor a Roma, más aún la amamos con un corazón más libre, con más evidente desinterés, con más obligado empeño: nuestra relación pastoral con la urbe habrá de ser más vigilante y activa por las crecientes necesidades y los nuevos problemas que la vida religiosa de esta inmensa metrópoli hoy presenta.

No es caro responder así a las nobles u deferentes manifestaciones que el alcalde de Roma dirigía hace poco a nuestro paso por el Capitolio; le agradecemos su cortesía y esa colaboración que esperamos para facilitar nuestro ministerio, atendiendo así pronta y eficazmente las inmensas necesidades pastorales y espirituales de la Roma católica. Le aseguramos nuestra paternal asistencia en todo lo que nuestro esfuerzo puede ser útil a la ciudad. Con él saludamos a sus colaboradores, y reverentemente nos dirigimos a todas las autoridades que en Roma desempeñan sus respectivas funciones. Vaya ante todo nuestro particular homenaje al señor Presidente de la República, y sea luego nuestro recuerdo para las demás autoridades gubernamentales y políticas, judiciales, escolares, sanitarias y militares de la ciudad, para todos. Saludamos con entusiasmo y bendecimos a todos los presentes; recordamos y oramos por los diversos grupos que componen la población, y que sabemos aquí representados: la nobleza, la cultura, el trabajo, el comercio, la beneficencia, el arte, la Prensa, la radio y televisión, el deporte, los transportes, todos. Y a todas las familias; las familias cristianas, los padres, las madres con sus hijos, las personas de la casa, todos.

Y contamos a todos en esta espiritual y afectuosa premura, pensando en el pueblo, en esta grande, querida y buena comunidad, que queremos considerar nuestra más que otra cosa: “Non enim quaero quae vestra sunt, sed vos”. “No quiero nada, os quiero a vosotros” (2Cor 12, 14). A vosotros romanos. Romanos, de ayer y de siempre, romanos de origen y de nacimiento. ¿Sabéis que os tenemos una estima y una confianza inmensa? A vosotros los de las antiguas calles de Roma, a vosotros los de las casas añosas, vosotros los de las instituciones tradicionales de Roma, vosotros los del Transtevere. Conocemos toda la bondad que encierra vuestro espíritu y vuestras costumbres; sabemos que sois fundamentalmente fieles a la religión y a la Iglesia; esperamos que siempre amaréis al Papa. Más aún: esperamos que nos escucharéis y nos obedeceréis, si os decimos que hoy es preciso reavivar vuestro patrimonio religioso y moral, e infundir nuevo entusiasmo y nuevas virtudes en vuestra vida. No somos del parecer de aquel famoso historiador, no católico, que escribió en su célebre obra sobre Roma que “la masa (de los romanos) no comprendió a tiempo la doctrina de Cristo” (Gregorovius, cfr. Grisar, 1, 58, núm. 1). Vosotros la habéis comprendido, y la comprenderéis mejor, si queréis escuchar lo que os enseña Roma y su Obispo, que es el vuestro . Y lo mismo les decimos a los nuevos romanos, a todos aquellos que la capital del país llama a Roma, a los políticos, a los empresarios, a los funcionarios y a los que trabajan en oficios burocráticos, a los turistas y a los estudiosos; pero de una manera especial a los inmigrados y trabajadores que habitan en los barrios obreros y en la periferia de la ciudad. Os acogemos, os saludamos, os apreciamos, como nuevos conciudadanos y como nuevos hermanos. No os tenéis que sentir forasteros en Roma, no tenéis que permanecer extraños a la vida, y mucho menos al espíritu de la ciudad. Os queremos conocer. Os ayudaremos.

¿Sabéis, hijos todos de Roma, cuál es el método principal con que pensamos acercarnos e introducirnos en el círculo ideal y activo de la vida católica romana? La parroquia. Sí, la antigua y familiar institución religiosa y pastoral que todos conocemos. La parroquia tiene que reuniros a todos, ayudaros a todos, uniros a todos en la oración y en la caridad. Nuestra gran aspiración es dar a todas las parroquias de Roma una nueva vitalidad: comenzando por la conciencia que todos hemos de tener de este gran centro de unidad, de amistad, de culto y de formación cristiana. Estaremos agradecidos a todos cuantos nos ayuden a dar honor, eficacia, plenitud de organización y caridad a todas las parroquias.

Terminamos nuestro discurso con el saludo a nuestros párrocos, tanto a los del clero diocesano como a los religiosos, a los coadjutores, a las asociaciones católicas. Hijos queridos, estamos con vosotros. Pensamos, con la ayuda del Señor, haceros algunas visitas para alentar vuestras fatigas y para daros también un sentido más profundo y consolador de la comunidad espiritual a la que respectivamente pertenecéis. Trabajamos juntos, “in nomine Domini”. Es preciso que vitalicemos las parroquias para dar, como ardientemente deseamos, una nueva vida a Roma, a nuestra Roma.

Escuche ella, ahora, en su noble idioma nuestras palabras finales.

(El Papa concluye su discurso en latín)

Antes de terminar nuestro discurso, nos sentimos obligados a cumplir una grata tarea. Te saludamos, Roma, sede de nuestro honor, con espíritu agradecido y emocionado ¿Cómo exaltar tus glorias? No sabemos si eres más digna de amor o de admiración, pues eres muy digna de las dos cosas. Te saludamos ínclita en glorias y recuerdos, ciudad eterna, sagrada, y para manifestar nuestros sentimientos de admiración, permítasenos usar las palabras, de aquellos que en la Edad Media dirigiéndose en peregrinación hacia Roma, al contemplar sus muros y pináculos, exclamaban:

Roma noble, señora del orbe,
que destacas entre todos los pueblos,
roja con la sangre púrpura de tus mártires;
blanca con la pureza de los lirios de tus vírgenes;
por todo te saludamos,
te bendecimos, salve, por los siglos.

Al considerar contigo tu excelencia, ¡qué obligado es sentir egregiamente de ti y siendo reina, te adornes, con el atuendo de la dignidad cristiana. Es preciso, que fundada como estás en la misma solidez de la piedra apostólica, te distingas por tus méritos de piedad, justicia, por tu humanidad y tus eximios ejemplos. Que sean tu principal ornato el culto de la equidad y de la rectitud, una fe inquebrantable, una caridad solícita por las necesidades ajenas, el brillo y la modestia en la pureza, de forma que los forasteros, que vienen a ti para contemplarte, encuentren justificadas las alabanzas que se te tributan, y descubran en tu seno abundantes ejemplos que imitar. Reconoce, pues, tu dignidad; que la apatía, mala consejera, y la ciega impiedad se alejen de tus muros.

Nos, por nuestro oficio de pastor tuyo y de la Iglesia universal, pondremos todo el ardor de nuestras fuerzas, sin reparar en fatigas, en mirar siempre por tu mayor bien espiritual. No hemos dudado, ni dudamos, a pesar de nuestra pequeñez, emprender tan urgente labor: “El que da la carga, también ayuda a sobrellevarla, y para que no sucumba el débil ante la magnitud de la gracia, el que nos confirió la dignidad, nos dará el valor” (San León Magno, sermón II, con motivo de su ordenación. Migne, P. L., 54, 143).

Que Cristo, Salvador del género humano, cabeza y fundador de la Iglesia, a cuyo honor está consagrado este templo máximo del orbe católico, derrame sobre ti la abundancia de sus gracias; que te proteja con su auxilio, que te ilumine más y más con la radiante luz de la verdad, Él, Cristo, para que siempre seas la Jerusalén de quien se ha dicho por boca profética: “Despierta y engalánate, Jerusalén, pues viene la luz, y la gloria del Señor ha nacido de ti” (Is 60, 1).

Que la Virgen María, Madre de Dios, Salud del Pueblo Romano, pilar inamovible e inconcuso, vuelva los ojos hacia ti. Que siempre te defiendan y te hagan prosperar con su patrocinio los santos apóstoles Pedro y Pablo; y ambos, San Juan, con cuyo doble honor resplandece esta basílica, le presten su ayuda fecunda; los bienaventurados del cielo, cuyas reliquias veneradas aquí descansan, y todos los que han sido inscritos en el número de los santos, por ti engendrados o nutridos, te asistan con su benigna tutela y te lancen hacia las cumbres de la virtud, para que seas morada de la religión y de la paz, ciudad santa de perfecto decoro.

Testimoniándolo con fervientes votos y elevando las manos al cielo, bendecimos con acendrada caridad a esta honorable corona de obispos y de sacerdotes, a todos los que desempeñan en Roma un cargo sagrado o civil, a todos los grupos o clases del pueblo cristiano, en especial a los enfermos, a los que sufren y a los niños, a toda nuestra grey, a la cual, más que presidir, queremos serle útil. Que contéis y siempre permanezca en vosotros la bendición, la esperanza, el gozo del Espíritu Santo, la protección divina y la felicidad. Amén.

 


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