HOMILÍA DE SU SANTIDAD PABLO VI
DURANTE LA LITURGIA SIRO-MALANKAR
Viernes 4 de diciembre de 1964
Venerables hermanos,
queridos hijos e hijas en Cristo:
Cuando miramos sobre la vasta multitud reunida aquí en adoración y cuando las oraciones y los himnos de la divina liturgia que ha sido celebrada suenan todavía en nuestros oídos, las palabras de Nuestro Señor vienen fácilmente a nuestra mente: “Os digo, pues, que del Oriente y del Occidente vendrán y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos” (Mt 8, 11). Aunque no hemos llegado a la feliz consumación en la que las palabras del Señor se realicen plenamente, nos alegramos de que su promesa esté visiblemente manifiesta en esta reunión hoy. Muchos han venido del Oriente y del Occidente y están reunidos alrededor de la mesa del Señor. Muchas tradiciones y culturas están representadas aquí, pero la Eucaristía que ha sido celebrada es una, y la unidad que significa y edifica, es la unidad de toda la humanidad con Dios en Jesucristo.
La liturgia que hemos celebrado hoy viene de una antigua tradición en la Iglesia. Ante todo, nos recuerda vivamente el hecho de que el cristianismo ha estado presente en este gran país desde los tiempos apostólicos a través de las venerables tradiciones traídas de Palestina, la tierra nativa del Señor. Si el nombre sirio denota su origen, las ceremonias y el idioma indican claramente que se han enraizado profundamente en el suelo de la India. A través de los siglos, que fueron a menudo difíciles, han mantenido su vitalidad y fuerza para que hoy sean testimonios vivos del vigor siempre lleno de juventud del Evangelio de Cristo.
Siglos posteriores trajeron nuevas contribuciones a la vida cristiana de este país. El gran San Francisco Javier fue seguido por muchos otros apóstoles de otras culturas que trajeron el mensaje de la paz de Cristo y nuestra reconciliación con Dios. Si estas tradiciones más nuevas han conservado muchos rasgos característicos propios, también se están esforzando por extraer profundamente de la cultura y vida de este país.
La pluralidad de estas tradiciones es un testimonio vivo de la catolicidad de la Iglesia de Cristo que es, al mismo tiempo, para todos los hombres, que abraza a todas las culturas y que puede también expresar de forma particular la verdad y belleza que existen en cada cultura. Este Congreso Eucarístico manifiesta este hecho de especial manera y testifica la verdad de lo que tan recientemente proclamamos junto con los padres congregados en el Concilio Vaticano II: “La Iglesia fomenta y toma para sí misma, en tanto en cuanto son buenas, el carácter, bienes y costumbres con los que el genio de cada pueblo se expresa a sí mismo. Tomándolas para sí las purifica, las fortalece, las eleva y las consagra”.
Al reconocer esta verdad, reconocemos las obligaciones que nos impone. La primera de éstas es la necesidad de una profunda y fraterna cooperación entre aquellos que comparten tradiciones litúrgicas diferentes. Sois todos uno en el inmutable mantenimiento de las enseñanzas de los Apóstoles y de los padres y en la partición del Pan. Sois uno en vuestra comunión con los demás y con el sucesor de Pedro, a quien el Señor ha nombrado como Pastor de su Iglesia. Quizá en el pasado, la idea de una legítima pluralidad unida a una cooperación mutua haya sido oscura a veces. Pero hoy debe haber una nueva dedicación a esta idea. La Constitución de la Iglesia claramente declara: “En virtud de esta catolicidad, cada parte individual contribuye a través de sus dotes especiales al bien de las otras partes y de toda la Iglesia. A través de la común participación de bienes y a través del común esfuerzo para obtener plenamente la unidad, el todo y cada una de las partes se incrementa”. ¡Oh, que estas palabras se graben en vuestros corazones y se realicen en vuestra vida individual y colectiva! ¡Qué tesoros de gracia serán traídos a vosotros, a vuestro país y a todo el mundo, si estas palabras se convierten, en la fuerza animadora en apoyo del testimonio que dais en la misión que Cristo os ha encomendado!
Hay otra obligación que hace frente a esta realización de la catolicidad de la Iglesia. Es la obligación de permanecer fieles a vuestras tradiciones, al mismo tiempo que la de esforzaros para adaptaros a las necesidades del tiempo presente y llegar a ser más plenamente una parte de la vida y cultura de vuestra tierra nativa. La fidelidad a vuestras tradiciones os ayudará a mantener todos los lazos que os unen con lo que es bueno y genuino del pasado, y también a preservar o restablecer lazos con aquellos que comparten estas tradiciones, pero que no están en completa comunión con la Iglesia católica. En un espíritu de fidelidad y caridad a través de mutua cooperación libre de cualquier espíritu de contienda, podéis contribuir grandemente a la construcción de la unidad entre cristianos que viven y trabajan juntos, hombro con hombro.
Pero esta fidelidad no debe ser una veneración muerta del pasado. Debe unirse a una adaptación viva a las necesidades de vuestro pueblo mientras que ellos continúan contribuyendo positivamente a la vida espiritual y cultural de su país. En esta feliz unión de fidelidad y adaptación, en la que entran todas las diferentes jerarquías y sus creyentes unidos en un espíritu de cooperación fraterna, se funda la promesa de un testimonio genuino en Cristo y en su Evangelio en esta querida tierra de la India tan rica en vida religiosa y esfuerzo espiritual.
Con este espíritu, y con corazón alegre invocamos sobre los celebrantes de esta sagrada liturgia, sus sacerdotes y creyentes, y sobre todos los obispos, sacerdotes y personas de todo rito y tradición reunidas aquí, la bendición apostólica.
Bendición de los enfermos
Sacerdote.—Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz y saludable esperanza a los hombres, por los siglos de los siglos. Amen.
Pueblo.—Padre Nuestro que estás en los cielos… Porque vuestro es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos. Amen.
Diácono. Bendito eres, Señor.
Sacerdote.—Oh Cristo nuestro Dios y nuestro Salvador, esperanza del enfermo y del afligido, a través de las oraciones de vuestra Madre María, siempre Virgen, de San Juan Bautista, de los Apóstoles y de nuestro Padre Santo Tomás, de los Profetas, Mártires y de todos los santos, tened misericordia de los enfermos y afligidos, bendecidles y dadles vuestra gracia para que puedan con paciencia y santa resignación llevar todas sus penas y dolores para beneficio de su cuerpo y alma. Tú, resurrección de nuestro, cuerpo y benevolente Salvador de nuestra alma, Señor de todos para siempre.
Pueblo.—Amén.
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