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LUMEN ECCLESIAE
CARTA DEL SUMO PONTIFICE
PABLO VI
EN EL VII CENTENARIO DE LA MUERTE
DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

 

Al querido hijo
VINCENT DE COUESNONGLE,
Maestro General de la
Orden de los Frailes Predicadores

Querido hijo,
salud y bendición apostólica.

1. Lumbrera de la Iglesia y del mundo entero, así es aclamado con razón Santo Tomás de Aquino, el cual es objeto de especiales celebraciones este año, en que se cumple el VII centenario de su muerte, acaecida en el monasterio de Fossanova el 7 de marzo de 1274, mientras se dirigía al II Concilio General de Lyón, obedeciendo órdenes de nuestro predecesor el beato Gregorio X. En el clima del renovado entusiasmo suscitado por este centenario, se han hecho investigaciones, se han publicado trabajos y se han tenido reuniones en muchas universidades y centros de estudios superiores, principalmente en esta ciudad, donde la Orden de Frailes Predicadores, a la que perteneció Santo Tomás, ha organizado un importante congreso. Todavía tenemos en la memoria el espectáculo que ofrecía el aula magna de la Pontificia Universidad que lleva el nombre de Santo Tomás de Aquino, llena de especialistas venidos de todas partes del mundo. En el discurso que les dirigimos, les felicitamos por su trabajo, les animamos a continuar su noble tarea y, al mismo tiempo, enaltecimos a este gran Doctor de la Iglesia. Poco tiempo después, llamamos la atención sobre “el ‘retorno’ a Santo Tomás, un retorno inesperado ciertamente, pero maravilloso, que confirma lo que el Magisterio supremo había dicho de él: que es el guía autorizado e insustituible de los estudios filosóficos y teológicos”[1]; en efecto, muchos indicios nos permitieron colegir que su doctrina interesa e influye también en los hombres de nuestro tiempo.

2. Ahora desearíamos explicar mejor aquella expresión nuestra, poniendo de relieve numerosos elementos de la doctrina del Aquinate que tienen mucha importancia en orden a la salvaguardia e investigación de la verdad revelada; por este motivo lo recomendamos a nuestros contemporáneos —cosa que ha hecho y sigue haciendo la Iglesia— como maestro en el arte de pensar, según fórmula nuestra[2], y como guía para conciliar los problemas filosóficos con los teológicos y, añadimos gustosamente, para plantear correctamente el saber científico en general.

Así, pues, queremos manifestar públicamente nuestra conformidad con los que sostienen que, aun setecientos años después de su muerte, el Santo Doctor debe ser celebrado no sólo como excelso pensador y doctor del pasado, sino también por la vigencia de sus principios, de su doctrina y de su método;  y deseamos explicar al mismo tiempo las razones de la autoridad científica que le reconocen el Magisterio y las instituciones de la Iglesia, y especialmente muchísimos predecesores nuestros, que no dudaron en otorgarle el título de “Doctor común”, que se le dio por primera vez el año 1317[3].

Confesamos que al confirmar y reavivar una tradición tan prolongada y venerable del Magisterio de la Iglesia, no nos mueve sólo el respeto a la autoridad de nuestros predecesores, sino también la consideración objetiva de la validez de su doctrina, el fruto que se obtiene estudiando y consultando sus obras —como sabemos por propia experiencia— y la comprobación del poder persuasivo y formativo que ejerce en sus discípulos, sobre todo en los jóvenes, como pudimos observar en los años de nuestro apostolado entre los universitarios católicos, que, estimulados por nuestro predecesor Pío XI, de feliz memoria, se habían dedicado al estudio del Doctor Angélico[4].

3. Sabemos que hoy día no todos están de acuerdo con esto. Pero no se nos oculta que muchas veces el recelo o aversión que se siente hacia Santo Tomás deriva de un contacto superficial y saltuario con su doctrina, más aún, del hecho de que no se leen ni se estudian sus obras. Por eso, también nosotros, como hizo Pío XI, recomendamos a todos los que deseen formarse un criterio maduro acerca de la postura que hay que adoptar en esta materia: ¡Id a Tomás![5]. Buscad y leed las obras de Santo Tomás —repetimos con gusto— no sólo para encontrar alimento espiritual seguro en aquellos opulentos tesoros, sino también y ante todo, para daros cuenta personalmente de la incomparable profundidad, riqueza e importancia de la doctrina que contienen.

I. Santo Tomás en el contexto socio–cultural y religioso de su tiempo

4. Para formarse un juicio exacto del valor perenne del magisterio de Santo Tomás en la Iglesia y en el mundo de la cultura, no basta conocer de modo directo y completo sus textos; es preciso también tener en cuenta el contexto histórico y cultural en que vivió y llevó a cabo su obra de maestro y escritor.

Conviene recordar aunque sólo sea los rasgos esenciales de aquella época, para que destaquen con mayor claridad, como dentro de un marco, las ideas fundamentales del santo Doctor tanto en el ámbito religioso y teológico como en el campo filosófico y social.

Alguien ha hablado de aquel tiempo como de un Renacimiento anticipado; y en realidad las inquietudes que más tarde iban a desplegar toda su fuerza innovadora están fermentando ya entre el 1225 y el 1274, años que abarcan la vida de Santo Tomás.

5. Desde el punto de vista socio–político, son conocidas las vicisitudes que transformaron completamente la fisonomía de Europa: la victoria de los municipios italianos sobre la antigua dominación del Imperio Medieval, encaminado ya al ocaso; la promulgación de la Charta Magna en Inglaterra; la confederación anseática de las ciudades libres marineras y comerciales del norte de Europa; la evolución progresiva de la monarquía francesa; el desarrollo económico de las ciudades más industriosas, como Florencia, y el florecimiento cultural de las grandes universidades, como la escuela teológica de París, la escuela de derecho civil y canónico de Bolonia y la escuela médica de Salerno; la amplia difusión de los descubrimientos científicos y de las elucubraciones filosóficas de los árabes hispanos; y finalmente las nuevas relaciones con Oriente, consecuencia de las Cruzadas.

Comienza entonces, con los municipios y con las monarquías nacionales, el proceso cultura y político que en los siglos XII y XIV lleva a la formación del Estado moderno. La Respublica christiana, fundada en la unidad de fe religiosa en Europa, cede poco a poco el puesto a un nuevo sentimiento nacionalista que orienta la vida del mundo civil europeo por cauces muy distintos de los del Medioevo, cuando dominaba la relación entre las dos autoridades supremas, la papal y la imperial, unidas y en colaboración mutua; sistema que en vano tratará todavía de proponer Dante Alighieri, después de muerto Santo Tomás, como arquetipo de organización política.

En el siglo XIII empieza a perfilarse una marcada tendencia a afirmar la autonomía del orden temporal frente al sagrado y espiritual, y consiguientemente del Estado frente a la Iglesia; en casi todas las esferas de la vida y de la cultura se despierta el entusiasmo por los valores terrenos y una atención nueva hacia la realidad del mundo, emancipándose la razón de la hegemonía de la fe religiosa. Por otra parte, en el mismo siglo, al propagarse las Órdenes mendicantes, cundía cada vez más un vastísimo movimiento de renovación espiritual que, sacando inspiración y empuje del amor a la pobreza y del celo evangelizador, logró que el pueblo cristiano sintiese la apremiante necesidad de volver al verdadero y genuino espíritu evangélico.

Santo Tomás, situado en el centro del gran debate entre las dos culturas, la humana y la sagrada, y atento a la evolución política, se hace cargo sin dificultad de la nueva situación y distingue los “signos” de los principios universales de razón y de fe con los que hay que confrontar las cosas humanas y discernir los acontecimientos. Reconoce una cierta autonomía a los valores e instituciones de este mundo, aunque afirma sin vacilación alguna la transcendencia y la supremacía del fin último al que deben dirigirse y subordinarse todas las cosas del mundo: el reino de Dios, que es a la vez el lugar de salvación del hombre y el fundamento de su dignidad y libertad[6].

6. Esta postura se encuadra dentro de la teoría general de las relaciones entre cultura y religión, razón y fe; teoría que elaboró Santo Tomás atendiendo a los nuevos problemas que surgían y a las nuevas exigencias que se manifestaban dentro del ámbito filosófico y teológico en aquel momento de evolución sociocultural.

Efectivamente, es la época en que se impone cada vez más el imperativo de la investigación racional, iniciada ya de manera nueva y plenamente dialéctica por Abelardo en la universidad de París un siglo antes.

La aceptación respetuosa de la autoridad tradicional es sustituida por la confrontación de sus afirmaciones con las conquistas de la razón, la discusión de las distintas opiniones, el procedimiento lógico en la demostración de las tesis, la pasión por las quaestiones, y finalmente el análisis del lenguaje, realizado de manera tan sistemática y con objetivos tales que parecen anticipar el método científico de la semántica moderna.

En este clima cultural consiguen sus primeros éxitos las ciencias que, sin negar la presencia y la acción de Dios en el universo, tratan de explicar el curso ordinario de este mundo visible en clave natural, como se ve en no pocos autores cristianos de la época, entre los que sobresale San Alberto Magno, maestro de Santo Tomás, a quien nuestro predecesor Pío XII declaró patrono de cuantos se dedican a las ciencias naturales[7].

7. Aunque entonces acababa apenas de estrenarse el método experimental en el estudio de la naturaleza y faltaban aún los instrumentos —que presagiará más tarde Roger Bacon— para la aplicación de la ciencia a la transformación y aprovechamiento de las cosas creadas, sin embargo, constaba ya con certeza el valor e importancia de la razón para la investigación de la realidad concreta y para la explicación del mundo.

Por eso, en los nuevos medios culturales se reciben favorablemente las obras de Aristóteles, difundidas primero por los árabes y luego por los nuevos traductores cristianos, entre los que se cuenta Guillermo de Moerbeke, penitenciario papal, hermano en religión y colaborador de Santo Tomás[8]. En efecto, en estas obras se descubren el sentido de la naturaleza y el realismo que, en opinión de muchos, proporcionan valiosos instrumentos de trabajo e incluso bases ideales para un nuevo planteamiento de la especulación filosófica y de la investigación científica.

8. Pero aquí surge el grave problema del nuevo modo de entender las relaciones entre la razón y la fe, y —en una perspectiva más amplia— como hemos sugerido antes, entre todo el orden de las realidades terrenas y la esfera de la verdades religiosas, principalmente las del mensaje cristiano.

En esta materia es evidente el peligro de tropezar en dos escollos opuestos: el del naturalismo, que desaloja por completo a Dios del mundo y especialmente de la cultura, y el de un falso sobrenaturalismo o fideísmo que, para evitar aquel error cultural y espiritual, pretende frenar las legítimas aspiraciones de la razón y el impulso evolutivo del orden de la naturaleza, en nombre del principio de autoridad, sacado de su esfera propia, a saber, la esfera de las verdades reveladas por Cristo a los hombres, que son gérmenes de la vida futura y transcienden absolutamente la capacidad del entendimiento humano. Este doble peligro se vuelve a presentar reiteradamente en el transcurso de los siglos, antes y después de Santo Tomás, y puede decirse que en la actualidad son también los dos escollos en los que tropiezan los que abordan incautamente los numerosos problemas implicados en la relación entre la razón y la fe; lo hacen alegando a menudo el ejemplo de audacia innovadora que dio Santo Tomás en su tiempo, pero sin tener la agudeza y equilibrio de la inteligencia soberana del gran Doctor.

No cabe duda que Santo Tomás poseyó en grado eximio audacia para la búsqueda de la verdad, libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la filosofía pagana, sin embargo no rechaza apriorísticamente esta filosofía. Por eso ha pasado a la historia del pensamiento cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosofía y de la cultura universal. El punto capital y como el meollo de la solución que él dio, con su genialidad casi profética, a la nueva confrontación entre la razón y la fe, consiste en conciliar la secularidad del mundo con las exigencias radicales del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural.

En efecto, todo el edificio doctrinal del Aquinate se apoya en el áureo principio, enunciado por él ya en las primeras páginas de la Summa Theologiae, según el cual la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona, y por su parte la naturaleza se subordina a la gracia, la razón a la fe y el amor humano a la caridad[9]. La infusión de la gracia, que es el principio de la vida eterna, supone toda la amplia esfera de valores y facultades en que se despliega el impulso vital de la naturaleza humana[10] —ser, entendimiento, amor—, acrecentándolo interiormente con nuevas energías[11]. De este modo, incluso la perfección total del hombre natural —mediante un proceso de purificación redentora y de elevación santificadora— se realiza en el orden sobrenatural, que alcanza su plenitud definitiva en la felicidad celeste, pero ya en esta vida da lugar a una síntesis armónica de valores auténticos, ciertamente difícil de conseguir —como la propia vida cristiana—, pero fascinadora.

9. Se puede afirmar que Santo Tomás, superando cierto sobrenaturalismo exagerado, arraigado en las escuelas medievales, y al mismo tiempo haciendo frente al secularismo que cundía en las escuelas europeas merced a la interpretación naturalista del aristotelismo, supo mostrar —tanto en el plano de la teoría como en la práctica, o sea con el ejemplo de su trabajo científico— cómo se compaginan en su pensamiento y en su vida la fidelidad total y absoluta a la palabra de Dios y la máxima apertura de mente al mundo y a sus valores auténticos, el afán innovador y progresista y la resolución de levantar todo el edificio doctrinal sobre el cimiento firme de la tradición.

En efecto, no sólo se preocupó de conocer las ideas nuevas, los problemas nuevos y las nuevas afirmaciones e impugnaciones de la razón acerca de la fe, sino también de estudiar con ahínco ante todo la Sagrada Escritura, que explicó desde sus primeros años de magisterio en París, las obras de los Santos Padres y escritores cristianos, la tradición teológica y jurídica de la Iglesia y al mismo tiempo toda filosofía anterior y contemporánea, no sólo aristotélica, sino también platónica, neoplatónica, romana, cristiana, árabe y judía, sin pretender en absoluto efectuar una ruptura con el pasado, ruptura que lo habría privado de su raíz, de manera que se puede decir con toda razón que asimiló bien la frase de San Pablo: “no eres tú quien sostiene la raíz, sino la raíz la que te sostiene a ti” (Rom 11,18).

Por la misma razón, fue muy dócil al Magisterio de la Iglesia, al que compete guardar y señalar la “regla de la fe”[12] a todos los creyentes, y antes que nada a los teólogos, en virtud del mandato divino y de la asistencia indefectible prometida por Cristo a los Pastores de su rebaño[13]. Pero sobre todo reconocía la autoridad suprema y definitiva en materia de fe al Magisterio del Romano Pontífice[14], a cuyo juicio sometió por eso, a punto de morir, todos sus escritos, tal vez porque era plenamente consciente de la inmensa amplitud y de la audacia de la labor innovadora que había realizado.

10. Tal afán de buscar la verdad, entregándose a ella sin escatimar ningún esfuerzo —afán que Santo Tomás consideró misión específica de toda su vida y que cumplió egregiamente con su magisterio y con sus escritos—, hace que pueda llamársele con todo derecho “apóstol de la verdad”[15]  y que pueda proponerse como ejemplo a todos los que desempeñan la función de enseñar. Pero brilla también ante nuestros ojos como modelo admirable de erudito cristiano que, para captar las nuevas inquietudes y responder a las exigencias nuevas del progreso cultural, no siente la necesidad de salir fuera del cauce de la fe, de la tradición y del Magisterio, que le proporcionan las riquezas del pasado y el sello de la verdad divina; y, para mantenerse fiel a esta verdad, no rechaza las múltiples verdades descubiertas por la razón en el pasado o en el presente, entre otros motivos porque —como dice el mismo Angélico—, sea quien fuere el que las proponga, proceden del Espíritu Santo: “La verdad, quienquiera que la diga, procede del Espíritu Santo, que infunde la luz natural y mueve a la inteligencia y a la expresión de la verdad”[16].

11. Más bien hay que confesar que su fuerte arraigo en la fe divina impide a Tomás someterse servilmente a maestros humanos, nuevos o antiguos, y en esto Aristóteles no es para él una excepción. Su mente está abierta a todos los avances de la verdad, sea cual fuere la fuente de su procedencia: es la primera faceta de su universalismo. Pero hay otro aspecto, que quizás manifiesta mejor su talante intelectual y su personalidad: la libertad suprema con que se acerca a todos los autores, sin comprometerse con ninguna afirmación de autoridad terrena. Esta libertad e independencia intelectual en el campo filosófico constituye su verdadera grandeza como pensador.

En efecto, mostrándose obediente sobre todo a la verdad, en materia filosófica, y juzgándolo todo “no (...) por la autoridad de quien lo afirma, sino por el valor de las afirma, sino por el valor de las afirmaciones en sí”[17], pudo tratar con gran libertad las tesis de Aristóteles, de Platón y de otros, sin hacerse aristotélico, ni platónico en sentido estricto.

Gracias a esta independencia intelectual —que lo asemeja a los que utilizan los métodos rigurosos de las ciencias positivas—, el Aquinate fue capaz de descubrir y superar las insidias ocultas en el averroísmo, de colmar las deficiencias y lagunas de Platón y Aristóteles, y de elaborar una gnoseología y una ontología que son una obra maestra de objetividad y de equilibrio[18].

Hacia todos los maestros del espíritu humano sentía tres cosas: admiración ante el inmenso patrimonio cultural que entre todos acumularon y legaron a la humanidad[19]; reconocimiento del valor e importancia, mas también de las limitaciones, de la obra de cada uno[20]; finalmente, cierta compasión hacia los que, careciendo de la luz de la fe, como los sabios de la antigüedad, experimentaban una angustia humanamente insuperable al enfrentarse con los interrogantes últimos de la existencia humana y sobre todo con el problema del fin último del hombre[21], mientras que cualquier pobre vieja, poseyendo la certeza de la fe, está libre de esa angustia y goza de la luz divina mucho más que aquellos ingenios soberanos[22].

12. Pues bien, Santo Tomás, aun remontándose con su agudísima especulación a las cumbres más altas de la razón, era como un niño ante los sublimes e inefables misterios de la fe: solía arrodillarse delante del crucifijo y al pie del altar, implorando la luz de la inteligencia y la pureza de corazón que permiten escrutar lúcidamente los secretos de Dios[23]. Reconocía gustoso que había aprendido más en la oración que en el estudio[24], y mantenía tan vivo el sentido de la trascendencia divina que ponía como condición primordial, previa a cualquier investigación teológica, este principio: “en esta vida tanto más perfectamente conocemos a Dios, cuanto mejor entendemos que sobrepasa toda capacidad intelectual”[25]. Y hay que considerar esta afirmación no sólo como la tesis principal y como el fundamento del método de investigación que da lugar a la llamada teología “apofáctica”, sino también como muestra de su humildad intelectual y de su espíritu de adoración.

Si tenemos en cuenta que Santo Tomás supo armonizar perfectamente el espíritu profundamente cristiano y la agudeza de su talento especulativo, abierto a todos los logros del pensamiento, tanto antiguo como contemporáneo, no puede sorprendernos que, en plena crisis del siglo XIII, lograra encontrar nuevas fórmulas para definir las relaciones entre la razón y la fe; que evitase a tiempo que la doctrina teológica se desviase bajo el influjo de las nuevas corrientes filosóficas; que disipase cualquier compromiso equívoco entre las verdades de razón y las reveladas; finalmente, que presentase batalla a la doctrina de las “dos verdades” —de razón y de fe— que los cristianos podían admitir, aunque fuesen contradictorias, por motivos diversos; doctrina cuyos fautores socavaban la unidad íntima del hombre cristiano y pretendían canonizar ya entonces las polémicas doctrinales que más tarde, abandonado el equilibrio conseguido por Santo Tomás, iban a desgarrar la cultura europea[26].

13. Al realizar la obra cumbre del pensamiento medieval, Santo Tomás no se encontraba solo. Antes y después de él, otros muchos doctores ilustres trabajaron en la misma dirección: entre ellos hay que recordar a San Buenaventura —de cuya muerte se celebra también el VII centenario, pues falleció el mismo año que Santo Tomás—, a San Alberto Magno, Alejandro de Hales y Duns Scoto. Pero sin duda Santo Tomás, por disposición de la divina Providencia, puso el remate a toda la teología y filosofía “escolástica”, como suele llamarse, y fijó en la Iglesia el quicio central en torno al cual, entonces y después, ha podido girar y avanzar con paso seguro el pensamiento cristiano.

A él, el Doctor común de la Iglesia, dedicamos nuestro aplauso en este año siete veces centenario de su muerte, como homenaje de gratitud por todo lo que hizo en beneficio del pueblo cristiano y como reconocimiento y exaltación pública de su grandeza imperecedera.

II. Valores perennes de la doctrina y del método de Santo Tomás

14. La figura del Aquinate desborda el contexto histórico y cultural en que se movió, situándose en un plano de orden doctrinal que trasciende las épocas históricas transcurridas desde el siglo XIII hasta nuestros días. Durante esos siglos la Iglesia ha reconocido la importancia y el valor perenne de la doctrina tomista, especialmente en algunos momentos señalados, como en los Concilios Ecuménicos de Florencia, de Trento y Vaticano I[27], con ocasión de la promulgación del Código de Derecho Canónico[28], y en el Concilio Vaticano II, del que luego volveremos a hablar.

Además, nuestros predecesores y nosotros mismos, hemos afirmado repetidas veces la autoridad de Santo Tomás. No se trata —quede bien claro— de un conservadurismo a ultranza, cerrado al sentido de evolución histórica y medroso ante el progreso, sino de una opción fundada en razones objetivas e intrínsecas a la doctrina filosófica y teológica del Aquinate, que nos permiten ver en él a un hombre, deparado, por superior designio, a la Iglesia, el cual, con la originalidad de su trabajo creador, imprimió una trayectoria nueva a la historia del pensamiento cristiano y principalmente de las relaciones entre la inteligencia y la fe.

15. Para resumir aquí brevemente las razones a que hemos aludido, recordaremos ante todo el realismo gnoseológico y ontológico, que es la característica primera y principal de la filosofía de Santo Tomás. Podemos definirlo también como realismo crítico, pues estando vinculado a la percepción sensible y por tanto a la objetividad de las cosas, proporciona el sentido verdadero y positivo del ser. Este realismo posibilita una elaboración mental ulterior que, aun universalizando los datos del conocimiento sensible, no se aleja de ellos dejándose arrebatar por el torbellino dialéctico del pensamiento subjetivo, para terminar casi fatalmente en un agnosticismo más o menos radical. Primo in intellectu cadit ens, dice el Angélico en un pasaje famoso[29]. En este principio fundamental estriba la gnoseología de Santo Tomás, cuya mayor novedad consiste en la equilibrada valoración de la experiencia sensible y de los datos auténticos de la conciencia en el proceso cognoscitivo, que, sometido a reflexión crítica, es el punto de arranque de una sana ontología y en consecuencia de todo el edificio teológico. Por eso se ha podido definir el pensamiento de Santo Tomás como la filosofía del ser, considerado tanto en su valor universal, como en sus condiciones existenciales; igualmente es sabido que a partir de esta filosofía, el Aquinate se remonta a la teología del Ser divino, cual subsiste en sí mismo y cual se revela en su Palabra y en los eventos de la economía de la salvación, especialmente en el misterio de la Encarnación.

Nuestro predecesor Pío XI alabó este realismo ontológico y gnoseológico, en un discurso pronunciado a los jóvenes universitarios, con estas significativas palabras: “En el Tomismo se encuentra, por así decir, una especie de Evangelio natural, un cimiento incomparablemente firme para todas las construcciones científicas, porque el Tomismo se caracteriza ante todo por su objetividad; las suyas no son construcciones o elevaciones del espíritu puramente abstractas, sino construcciones que siguen el impulso real de las cosas... Nunca decaerá el valor de la doctrina tomista, pues para ello tendría que decaer el valor de las cosas”[30].

16. Una filosofía y una teología de esta índole son posibles gracias al reconocimiento de la capacidad cognoscitiva del entendimiento humano, fundamentalmente sano y dotado de un cierto gusto del ser; en efecto, el entendimiento tiende a ponerse en contacto con el ser en toda experiencia, pequeña o grande, de la realidad existencial, para asimilarla plenamente y remontarse así a la consideración de las razones y causas supremas que la explican definitivamente.

Ciertamente Santo Tomás, como filósofo y teólogo cristiano, descubre en todos y cada uno de los seres una participación del Ser absoluto, que crea, sostiene y con su dinamismo mueve ex alto todo el universo creado, toda vida, cada pensamiento y cada acto de fe.

Partiendo de estos principios, el Aquinate, mientras exalta al máximo la dignidad de la razón humana, ofrece un instrumento valiosísimo para la reflexión teológica y al mismo tiempo permite desarrollar y penetrar más a fondo en muchos temas doctrinales sobre los que él tuvo intuiciones fulgurantes. Así, los que se refieren a los valores trascendentales y la analogía del ser; la estructura del ser limitado compuesto de esencia y existencia; la relación entre los seres creados y el Ser divino; la dignidad de la causalidad de las creaturas con dependencia dinámica de la causalidad divina; la consistencia real de las acciones de los seres finitos en el plano ontológico, con sus repercusiones en todos los campos de la filosofía y de la teología, de la moral y de la ascética; la organicidad y el finalismo del orden universal. Y si nos remontamos a la esfera de la verdad divina, hay que decir lo mismo de la idea de Dios como Ser subsistente, cuya misteriosa vida ad intra nos da a conocer la revelación; la deducción de los atributos divinos; la defensa de la transcendencia divina contra cualquier tipo de panteísmo; la doctrina de la creación y de la providencia divina con que Santo Tomás, superando las imágenes y penumbras del lenguaje antropomórfico, con el equilibrio y el espíritu de fe que le caracterizan, llevó a cabo una obra que hoy tal vez se llamaría de “demitización”, pero que podemos definir con mayor precisión como penetración racional, guiada, apoyada e impulsada por la fe, del contenido esencial de la revelación cristiana.

En esta línea y por estas razones, Santo Tomás, así como exaltó la razón, del mismo modo prestó también un servicio eficacísimo a la fe, como proclamó nuestro predecesor León XIII en un texto memorable, según el cual el Doctor Angélico “distinguiendo netamente, como debe ser, la razón y la fe, y conciliándolas armónicamente, salvaguardó los derechos y tuteló la dignidad de ambas, de suerte que la razón, remontándose en alas de su genio a las más altas posibilidades humanas, ya apenas puede elevarse más; y la fe no puede casi esperar de la razón ayudas más numerosas y valiosas que las conseguidas gracias a Santo Tomás”[31].

17. Otra razón de la importancia y del valor perenne del pensamiento de Santo Tomás nos la ofrece el hecho de que él, precisamente por la universalidad y transcendencia de las razones supremas puestas en el centro de su filosofía —el ser— y de su teología —el Ser divino—, no pretendió construir un sistema de pensamiento cerrado en sí mismo, sino que elaboró una doctrina susceptible de enriquecimiento y progreso continuos. En efecto, lo que él mismo hizo asimilando los frutos de las filosofías antiguas y medievales, así como las escasas conquistas de las ciencias antiguas, puede repetirse siempre con relación a cualquier dato verdaderamente válido ofrecido tanto por la filosofía como por la ciencia, aun la más avanzada; lo demuestra la experiencia de numerosos autores que han encontrado precisamente en la doctrina de Santo Tomás los puntos más aptos para acoplar muchos resultados particulares de la reflexión filosófica y científica en un contexto de valor universal.

18. A este propósito hay que repetir que la Iglesia, aunque admite sin ningún reparo ciertas limitaciones en la doctrina de Santo Tomás, sobre todo en los puntos en que depende más de las ideas cosmológicas y biológicas medievales, advierte sin embargo que no todas las teorías filosóficas y científicas pueden reclamar por igual un sitio dentro de la visión cristiana del mundo o pretender ser consideradas plenamente cristianas. En realidad, ni siquiera los filósofos de la antigüedad, entre ellos Aristóteles, su preferido, fueron aprobados en este sentido, o aceptados íntegra y acríticamente por Santo Tomás. Con relación a ellos, el Aquinate adoptó criterios que siguen siendo válidos para discernir la aceptabilidad cristiana del pensamiento filosófico y científico actual.

En efecto, mientras Aristóteles y otros filósofos —con las debidas rectificaciones y adaptaciones— podían y pueden aceptarse en virtud del valor universal de sus principios, su respeto a la realidad objetiva y su reconocimiento de un Dios distinto del mundo, no puede decirse lo mismo de las filosofías o teorías científicas, cuyos principios fundamentales sean incompatibles con la fe religiosa, ya por apoyarse en el monismo, ya por negar la trascendencia, ya por su subjetivismo o su agnosticismo.

Desgraciadamente hay muchas doctrinas y sistemas modernos radicalmente irreconciliables con la fe y la teología cristianas. Sin embargo, Santo Tomás enseña cómo, incluso en este caso, dichos sistemas pueden proporcionar, ya aportaciones particulares útiles para el perfeccionamiento y desarrollo constantes de la doctrina tradicional, ya al menos estímulos para reflexionar sobre puntos antes ignorados o insuficientemente explicados.

19. El método seguido por Santo Tomás en este trabajo de confrontación y asimilación puede servir también de ejemplo a los estudiosos de nuestro tiempo. En efecto, se sabe que entablaba con todos los pensadores del pasado y de su tiempo —cristianos y no cristianos— una especie de diálogo intelectual. Estudiaba sus sentencias, opiniones, dudas y dificultades, intentando comprender su íntima raíz ideológica y no pocas veces sus condicionamientos socio–culturales. Luego, exponía su pensamiento, especialmente en las Quaestiones y en las Summae. No se trataba sólo de un inventario de  dificultades que había que resolver o de objeciones que había que refutar, sino de un planteamiento dialéctico del procedimiento, que lo impulsaba a la búsqueda y a la elaboración de tesis seguras sobre los puntos que eran objeto de reflexión o de discusión. A veces la confrontación era serena y noblemente polémica, como por ejemplo, cuando se trataba de defender una verdad impugnada: contra errores, contra gentes, contra impugnantes, etc. Pero en cualquier caso entablaba un diálogo, que se desarrollaba con plena y generosa disposición de espíritu para reconocer y admitir la verdad, quienquiera que la dijese; es más, esta disposición llevaba a Santo Tomás en no pocos casos a dar una interpretación benigna de sentencias que en el debate resultaban erróneas.

Por este camino Santo Tomás llegó a una síntesis grandiosa y armónica del pensamiento, de valor verdaderamente universal, en virtud de la cual es maestro también en nuestro tiempo.

20. Queremos señalar finalmente otro mérito que contribuye no poco a la utilidad y excelencia de la doctrina de Santo Tomás: nos referimos a su estilo literario, límpido, sobrio, preciso, forjado en el ejercicio de la enseñanza, en la discusión y en la redacción de sus obras. Baste repetir a este propósito lo que se leía en la antigua liturgia dominica en la fiesta del Aquinate: Stilus brevis, grata facundia; celsa, firma, clara sententia (Estilo conciso, exposición agradable, pensamiento profundo, denso, claro)[32].

No es ésta la última razón de la utilidad de acudir a Santo Tomás en un tiempo como el nuestro, en el que a menudo se emplea un lenguaje o demasiado complicado y retorcido, o demasiado tosco y vulgar, o incluso tan ambiguo que no sirve ni de vehículo del pensamiento, ni de mediador entre los que están llamados al intercambio y comunión en la verdad.

III. El ejemplo de Santo Tomás para nuestro tiempo

21. En el VII centenario de la muerte de Santo Tomás, queremos recordar una vez más lo que piensa la Iglesia sobre su función en la orientación de los estudios teológicos y filosóficos. Así se verá claramente por qué la Iglesia ha querido que las escuelas católicas reconocieran y siguieran al Aquinate como “Doctor común” en estas materias.

Los Romanos Pontífices sostuvieron con su autoridad la doctrina de Santo Tomás cuando aún vivía; protegieron al Maestro y defendieron también su doctrina contra los adversarios. Y después de su muerte, cuando algunas proposiciones suyas fueron condenadas por autoridades locales, la Iglesia no dejó de honrar al fiel seguidor de la verdad, sino que ratificó su veneración inscribiéndolo en el registro de los Santos (18 de julio de 1323) y concediéndole el título de Doctor de la Iglesia (11 de abril de 1567).

22. De esta manera la Iglesia ha querido reconocer en la doctrina de Santo Tomás la expresión particularmente elevada, completa y fiel de su Magisterio y del sensus fidei de todo el pueblo de Dios, como se habían manifestado en un hombre provisto de todas las dotes necesarias y en un momento histórico especialmente favorable.

La Iglesia, para decirlo brevemente, convalida con su autoridad la doctrina del Doctor Angélico y la utiliza como instrumento magnífico, extendiendo de esta manera los rayos de su Magisterio al Aquinate, tanto y más que a otro insignes Doctores suyos. Lo reconoció nuestro predecesor Pío XI, al escribir en la Encíclica Studiorum Ducem: “A todo el mundo cristiano interesa que esta conmemoración centenaria se celebre dignamente, porque honrando a Santo Tomás no sólo se manifiesta estima hacia él, sino que se reconoce también la autoridad de la Iglesia docente[33].

23. Ahora bien, como sería prolijo citar todas las pruebas de la gran veneración dada por la Iglesia y los Romanos Pontífices a Santo Tomás, nos limitaremos a recordar que a finales del siglo pasado, cuando ya se hacían sentir por doquier las consecuencias de la pérdida del equilibrio entre la razón y la fe, volvieron a proponer su ejemplo y su magisterio como factores que contribuirían a conseguir la unión entre la fe religiosa, la cultura y la vida civil, aunque fuera de manera distinta y adaptada a los nuevos tiempos.

La Sede Apostólica inició y estimuló a un florecimiento de los estudios tomistas. Nuestros predecesores, a partir de León XIII, y debido al fuerte impulso que él mismo dio con la Encíclica Aeterni Patris, recomendaron el amor al estudio y doctrina de Santo Tomás, para manifestar “la consonancia de su doctrina con la ‘revelación’ divina”[34], la armonía entre la fe y la razón dentro de sus respectivos derechos[35], el hecho de que la importancia concedida a su doctrina, lejos de suprimir la emulación en la búsqueda de la verdad, la estimula más bien y la guía con seguridad[36]. Además, la Iglesia ha preferido la doctrina de Santo Tomás, proclamándola como propia[37], sin afirmar con ello que no sea lícito seguir otra escuela que tenga derecho de ciudadanía en la Iglesia[38], y la ha favorecido a causa de su experiencia multisecular[39]. También en la actualidad el Angélico y el estudio de su doctrina constituyen, por ley, la base de la formación teológica de los que están llamados a la misión de confirmar y robustecer dignamente a los hermanos en la fe[40].

24. También el Concilio Vaticano II ha recomendado a Santo Tomás, dos veces, a las escuelas católicas. En efecto, al tratar de la formación sacerdotal, afirmó: “Para explicar de la forma más completa posible los misterios de la salvación, aprendan los alumnos a profundizar en ellos y a descubrir su conexión, por medio de la especulación, bajo el magisterio de Santo Tomás”[41]. El mismo Concilio Ecuménico, en la Declaración sobre la Educación Cristiana, exhorta a las escuelas de grado superior a procurar que, “estudiando con esmero las nuevas investigaciones del progreso contemporáneo, se perciba con mayor profundidad cómo la fe y la razón tienden a la misma verdad”, y afirma acto seguido que a este fin es necesario seguir los pasos de los Doctores de la Iglesia, especialmente de Santo Tomás[42]. Es la primera vez que un Concilio Ecuménico recomienda a un teólogo, y éste es Santo Tomás. En cuanto a nosotros, entre otras cosas, baste repetir las palabras que pronunciamos en otra ocasión: “Los que tienen encomendada la función de enseñar... escuchen con reverencia la voz de los Doctores de la Iglesia, entre los que ocupa un lugar eminente Santo Tomás; en efecto, es tan poderoso el talento del Doctor Angélico, tan sincero su amor a la verdad y tan grande su sabiduría al indagar las verdades más elevadas, al explicarlas y relacionarlas con profunda coherencia, que su doctrina es instrumento eficacísimo, no sólo para poner a buen seguro los fundamentos de la fe, sino también para recabar de ella de modo útil y seguro frutos de sano progreso”[43].

25. Nos preguntamos ahora si Santo Tomás de Aquino, que —como hemos expuesto— dejó marcada su huella en los siglos, tiene algo que ofrecer a nuestro tiempo. Muchos hombres de hoy, más claramente que en el pasado, o niegan o ponen en duda que pueda interesarles el mensaje evangélico; y no sólo son los no cristianos quienes se plantean el problema. Este roza también el pensamiento de algunos católicos, que confrontan las propias creencias con la civilización actual y con los principales puntos de la cultura profana. A menudo se formulan objeciones de este tipo en nombre de la moderna crítica del lenguaje, y se afirma fácilmente que el lenguaje, o sea el vocabulario de la fe, ha perdido su transparencia y su capacidad de significación.

A estas objeciones hay que añadir al hecho de que reiteradamente se ponen en tela de juicio las grandes obras que sintetizan la doctrina escolástica; y no siempre se distinguen suficientemente entre la fe en sí y la especulación teológica. En efecto, el lenguaje mismo de la teología escolástica, asociado al de una filosofía antigua, en función de ideas superadas, propias de un mundo y de una condición humana completamente distintos de los nuestros, es considerado con demasiada frecuencia como inaceptable e incomprensible. Y no podría ser de otro modo —así se cree—, puesto que las ciencias, la técnica, las relaciones sociales, la cultura, la vida pública, etc., han originado profundas transformaciones. Ha habido cambios a nivel del proceso racional del pensamiento y sobre el modo de abordar filosóficamente las cuestiones y de tratar con las fuerzas humanas los temas de la fe. Los sistemas teológicos de antes no encuentran ya en la cultura moderna la correspondencia natural de las cosas con las palabras que los autores y hombres de la época utilizaban para designarlas. Se sigue que, estando cerca de la forma mental propia de la época medieval, el pensamiento teológico de Santo Tomás —como el de cualquier otro autor de la época escolástica—, resulta ahora un tanto difícil, exige tiempo y esfuerzo a los que quieren familiarizarse con él y queda reservado más que nunca a los especialistas dedicados a estos estudios. Consciente de esta evolución, el reciente Concilio Ecuménico ha colocado intencionadamente en una perspectiva nueva a la Iglesia, que reflexiona sobre sí misma y que está presente en un mundo cuya novedad tan nítidamente percibía. ¿Es lícito por eso afirmar que Santo Tomás debe ser incluido en el grupo de aquellos que, lejos de ser útiles para la fe y la propagación de la verdad cristiana, la obstaculizan?

Eludir este problema e ignorar su alcance supondría traicionar el espíritu mismo de Santo Tomás, que procuró siempre descubrir toda fuente de saber. Estamos convencidos de que también hoy se esforzaría por descubrir todo lo que cambia al hombre, sus condiciones, su mentalidad y su comportamiento. El gozaría ciertamente de todos los medios hoy a su alcance para hablar de Dios de manera más digna y conveniente que en el pasado, pero sin perder aquella seguridad, noble y serena, que sólo la fe puede dar al entendimiento humano.

Dentro de la Iglesia, los intelectuales, incluidos los profesores  especialistas de las ciencias sagradas, conscientes ahora más que nunca de los vastos y graves cambios producidos y de la necesidad de confrontar seriamente el presente con lo que en el transcurso de los siglos era como el alma del cristianismo, propenden menos a escuchar a Santo Tomás. Por eso, parece conveniente que, al justo elogio tributado a este genio, añadamos alguna exhortación sobre la recta utilización de su obra, necesaria hoy para adherirse a su espíritu y a su pensamiento.

26. No se crea, como se hace con demasiada frecuencia, que la doctrina escolástica es fácilmente accesible, como lo fue en los siglos pasados. En efecto, no basta repetir materialmente la doctrina, las fórmulas, los problemas  y el tipo de exposición con que solían tratarse antiguamente estas cuestiones. Una repetición así no garantizaría la verdadera fidelidad a la doctrina  de nuestro autor, comprometería su comprensión, particularmente necesaria en nuestro tiempo, e incluso podría desvirtuar los gérmenes de ideas que el entendimiento está llamado a desarrollar.

Por lo tanto, principalmente los que se dedican en la Iglesia al ministerio de estudiar  y enseñar la teología, realicen el esfuerzo necesario para que el pensamiento del Doctor Angélico pueda ser comprendido en su vitalidad fuera del ámbito restringido de la escuela. De esta manera podrán guiar a los que, sin posibilidades para hacer este esfuerzo, tienen necesidad de aprender sus líneas maestras, el equilibrio doctrinal y, sobre todo, el espíritu que penetra e informa todas sus obras.

Evidentemente, esta labor de actualización del patrimonio doctrinal escolástico–tomista deberá llevarse a cabo de acuerdo con la perspectiva más amplia indicada por el Concilio Vaticano II en el pasaje antes citado  del Decreto Optatam totius,16: es preciso que la teología dogmática se alimente más abundantemente y más íntimamente de las riquezas de la Sagrada Escritura, se abra más a las fecundas aportaciones de la patrística oriental y occidental, preste mayor atención a la historia del dogma, estreche su contacto con la vida y la liturgia de la Iglesia y, finalmente, se muestre más sensible a los problemas concretos de los hombres en las distintas situaciones.

27. Un segundo deber tienen los que en nuestro tiempo desean ser discípulos de Santo Tomás: es preciso considerar atentamente lo que más interesa hoy a cuantos se esfuerzan por obtener una mejor inteligencia de la fe; si no se hace esto, la fe no podría sacudir ni interesar a los espíritus. En efecto, si no se penetra bien en el pensamiento contemporáneo, es imposible distinguir, y mucho más exponer —cotejando adecuadamente las diferencias y semejanza—, el tema que se aborda y al que la teología ilumina plenamente.

Si se ocasiona un grave perjuicio a la auténtica ciencia de Dios y del hombre ignorando las nuevas formas de doctrina, encerrándose dentro de las fronteras del pasado, hay que decir que sucede lo mismo cuando se rechazan a priori la doctrina o la escuela de los grandes Doctores, alimentándose tan sólo con las ideas a veces especiosas de nuestro tiempo.

Los verdaderos discípulos de Santo Tomás no dejaron nunca de efectuar este cotejo necesario. ¡Cuántos de ellos, y particularmente especialistas en Sagrada Escritura, filosofía, historia, antropología, ciencias naturales, cuestiones económicas y sociales, etc., demuestran claramente con sus obras que también bajo este aspecto le deben mucho al gran Doctor!

28. A estas dos exhortaciones añadimos una tercera: Nos referimos a la necesidad de buscar, como en un diálogo ininterrumpido, una comunión vital con el propio Santo Tomás. En efecto, éste se presenta a nuestra época como maestro de un método eficacísimo de pensar, al ir directamente a la raíz de lo que es esencial, al aceptar con humildad y buena disposición la verdad de donde quiera que venga, y al dar un ejemplo singular del modo cómo deben armonizarse entre sí los tesoros y las exigencias supremas de la mente humana y las profundas realidades contenidas en la palabra de Dios. Nos enseña también a ser inteligentes en la fe, a serlo plena y valientemente. De esta manera se verifica un avance ulterior de la razón, pues la inteligencia, consagrándose a todos los hombres,  grandes o pequeños, de los que el teólogo es hermano por la fe, en premio a este servicio de dirección intelectual y a la gloria que da a Dios, recibe honor por honor, luz por luz.

29. Como hemos explicado antes, para ser hoy fiel discípulo de Santo Tomás, no basta proponerse hacer, utilizando sólo los medios que nos ofrece nuestro tiempo, lo que hizo él en su época. El que quiera imitarlo, contentándose con avanzar por un camino paralelo al suyo, sin tomar nada de él, será difícil que llegue a un resultado positivo, o que por lo menos ayude a la Iglesia y al mundo proporcionándoles la luz que necesitan. En efecto, no hay fidelidad verdadera y fecunda, si no aceptan los principios de Santo Tomás, recibiéndolos como de sus manos; estos principios son faros que arrojan luz sobre los problemas más importantes de la filosofía  y hacen posible entender mejor la fe en nuestro tiempo, así como los puntos fundamentales de su sistema y sus ideas fuerza. De esta manera el pensamiento del Doctor Angélico, cotejado con las aportaciones siempre nuevas de las ciencias profanas, experimentará, en virtud de una especie de fecundación mutua, una nueva primavera de vitalidad y lozanía. Como ha escrito recientemente un insigne teólogo, miembro del Sacro Colegio: “El mejor modo de honrar a Santo Tomás es ahondar en la verdad a la que el sirvió, y, en la medida de lo posible, demostrar su capacidad para incorporar los descubrimientos que, con el paso del tiempo, el ingenio humano logra realizar”[44].

30. Esto es lo que Santo Tomás hizo de maravilloso y lo que nosotros hemos creído que debíamos recordar en esta celebración centenaria, esperando firmemente que sea de gran utilidad para la Iglesia. Mas no queremos poner fin a esta Carta, sin recordar también que el Santo Doctor de la Iglesia —como afirma su primer biógrafo—, no sólo “con la claridad de su doctrina ganó más discípulos que los demás para el amor a la ciencia”[45], sino que dio también ejemplo magnífico de santidad, digno de ser imitado por los contemporáneos y por la posteridad. Baste referir las famosas palabras que pronunció poco antes de terminar su breve peregrinación terrena y que parecen digno colofón de su vida: “Te recibo, precio de la redención de mi alma, te recibo, viático de mi peregrinación, por cuyo amor he estudiado, velado y trabajado; te he predicado y enseñado; jamás he dicho nada contra ti, pero si acaso lo hubiera dicho, ha sido de buena fe y no sigo obstinado en mi opinión. Si algo menos recto he dicho sobre éste lo demás sacramentos, lo confío completamente a la corrección de la santa Iglesia  romana, en cuya obediencia salga ahora de esta vida”[46].

Sin duda por ser santo, “el más santo entre los doctos y el más docto entre los santos”, como de él se ha dicho[47], nuestro predecesor León XIII no sólo lo propuso como maestro y guía, sino que también lo proclamó patrono de todas las escuelas católicas de cualquier orden y grado[48]; título que nos place ratificar.

Deseando que esta celebración en honor de tan gran figura produzca frutos saludables  no sólo para la Orden de Frailes Predicadores, sino también en beneficio  y provecho de toda la Iglesia, a ti, querido hijo, a tus hermanos en religión y a todos los profesores y alumnos de las escuelas eclesiásticas, los cuales corresponderán a nuestros deseos, impartimos la bendición apostólica, como augurio de luz y de fuerza celeste.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de noviembre de 1974, año XII de nuestro pontificado.

PAULUS PP. VI


Notas

[1] Discurso al Comité promotor del Index Thomisticus: L’Osservatore Romano. 20-21 mayo 1974.

[2] Alocución al Congreso sobre Santo Tomás de Aquino en el VII centenario de su muerte: cf. L’Osservatore Romano, 22-23 abril 1974.

[3] Pío XI, Encícl. Studiorum Ducem: AAS 15, 1923, p. 314. Cf. J. J. Berthier, Sanctus Thomas Aquinas “Doctor Communis” Ecclesiae Romae 1914, p. 177 ss.”; J. Koch, Philosophische und theologische Irrtumlisten von 1270-1329: Mélanges Mandonnet, París 1930, t. II, p. 328, n. 2; J. Ramirez, De autoritate doctrinali S. Thomas Aquinatis. Salmanticae 1952, pp. 35-107. 

[4] Cf. M. Cordovani, San Tommasso nella parola di S.S. Pio XI: Angelicum VI, 1929, p. 10. 

[5] Encícl. Studiorum Ducem: AAS 15, 1923, p. 323. 

[6] Cf. Summa Theologiae, I-II. Q. 21, a. 4, ad 3; Ed. Leonina, VI, p, 167.

[7] Breve Ad Deum per rerum naturae: AAS  34, 1942, pp. 89-91.

[8] Cf. M. D. Chenu, Introduction à l’étude de Saint Thomas d’Aquin, Paris 1950, p. 183 ss.

[9] Cf. Summa Theologiae, I, q. 1, a. 8, ad 2: Ed. Leonina, IV, p. 22.

[10] Cf. Summa Theologiae, I-II, q, 94, a. 2: Ed. Leonina, VII, pp. 169-170.

[11] Summa Theologiae, II-II, q. 24, a. 3, ad 2: Ed. Leonina, VIII, p. 176. 

[12] Cf. Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 10, ad 3: Ed. Leonina. VIII, p. 24.

[13] Cf. Summa Theologiae, ib., a. 10: 1. C.: Lc 22, 32 allí citado.

[14] Summa Theologiae, II-II, q, 1, a. 10: Ed. Leonina, VIII, pp. 23-24. Consúltese lo que escribió Santo Tomás en el opúsculo In Symbolum Apostolorum Expositio acerca de la Iglesia Romana: Dominus dixit… “Non praevalebunt”. Et inde est quod sola Ecclesiae Petri (in cuis partem venit tota Italia, dum discipuli mitterentur ad praedicandum) semper fuit firma in fide: et cum in aliis partibus vel nulla fides sit, vel sit commixta multis erroribus, Ecclesia tamen Petri et fide viget et ab erroribus munda est. Nec mirum, quia Dominus dixit Petro (Lc 22, 32): “Ego rogavi pro te, Petre, ut non deficiat fides tua” (a. 9: Ed. Parmensis, t. XVI, 1865, p. 148).

[15] Cf. Vita S. Thomae Aquinatis auctore Guillelmo de Tocco, cap. XIV: Fontes vitae S. Thomae Aquinatis, ed. D. Prümmer, o.p., fasc. II, Saint-Maximin (Var) 1924, p. 81.

[16] Summa Theologiae, I-II, p. 109, a. 1, ad I: Ed. Leonina, VII, p. 290.

[17] Expositio super librum Boethii de Trinitate, q. 2, a. 3 ad 8: rec. B. Decker,Leiden 1955, p. 97. Cf. Summa Theologiae, I, q. 1, a. 6, ad 2: Argumentum ad auctoritate fidei est firmissimum, sed ad auctoritate humana est debilissimum (Ed. Leonina, IV, p. 22). Otro texto que evidencia la actitud no servil ni puramente historicista o eclética de Santo Tomás en filosofía: Studium philosophiae non est ad hoc quod sciatur quid homines senserint, sed qualiter se habeat veritas rerum: In librum Aristotelis de coelo et mundo commentarium, 1, lect. XXII: Ed. Parmensis, t. XIX, 1865, p. 58. Cf. Tractatus de spiritualibus creaturis, a. 10, ad 8. Ed. L. W. Keeler, Romae 1938, pp. 131-133.

[18] E. Gilson, L’esprit de la philosophie médiévale, Gilford Lectures, Paris 1932, I, p. 42; Le Thomisme. Introduction à la philosophie de Saint Thomas d’Aquin, Paris 1965, 6ª. ed., passim. Cf. También F. van Steen Berghen, Le mouvement doctrinal du XI au XIV siècle: Fliche-Martin. Histoire de L’Eglise, vol. XIII, p. 270.

[19] Cf. In XII libros Metaphysicorum Aristotelis Expositio. II, lect. I: Ed. Taurinensis, 1950, n. 287, p. 82.

[20] Cf. ib.

[21] Cf. Summa contra Gentiles, L. III, c. 48: Ed. Leonina, XIV, pp. 131-132.

[22] Cf. In Symbolum Apostolorum Expositio, a. I: Ed. Parmensis, t. XVI, 1865, p.35: Nullus philosophorum ante adventum Christi cum toto conatu suo potuit tantum scire de Deo et de necessariis ad vitam aeternam, quantum post adventum Christi scit vetula per fidem.

[23] Cf. Summa Theologiae, II-II, q. 8, a. 7: Ed. Leonina, VIII, p. 72; Vita  S. Thomae Aquinatis auctore Guillelmo de Tocco, caps. XXVIII, XXX, IV: Fontes vitae S. Thomae Aquinatis, ed. cit., pp. 102-103, 104-105, 108.

[24]Vita S. Thomae Aquinatis auctore Guillelmo de Tocco, cap. XXXI: ed. cit., pp. 105-106; cf. J. Pieper, Einführung zu Thomas von Aquin, München 1958, p. 172 ss.

[25] Summa Theologiae, II-II, q. 8, a. 7: Ed. Leonina, VIII, p. 72.

[26] Cf. J. Pieper, op. c., p. 69 ss.

[27] León XIII, Encicl. Aeterni Patris: Leonis XIII Pont. Max. Acta, I, Romae 1881, pp. 255-284.

[28]Codex Iuris Canonici, can. 1366,  pár. 2; cf. can. 589, pár 1.

[29]Cf. Quaestiones disputatae De Veritate, q. 1, a. 1: Ed. Leonina, XXII, vol. I, fasc. 2, p. 5.

[30] Discorsi di Pio XII, vol. I, Turín 1960, pp. 668-669.

[31] Encícl. Aeterni Patris: Leonis XIII Pont. Max.  Acta, I, Romae 1881, p. 274.

[32] In festo S. Thomae Aquinatis, II Noct., IV Resp; cf. J. Pieper, op. c., p.116.

[33] Encícl. Studiorum Ducem: AAS 15, 1923, p. 324. Téngase en cuenta lo que escribió Santo Tomás acerca de las relaciones mutuas entre los doctores de la Iglesia (y los teólogos) y el Magisterio: Ipsa doctrina Catholicorum Doctorum ab Ecclesia auctoritatem habet: unde magis standum est auctoritati Ecclesiae cuam auctoritati vel Augustini vel Hieronymi vel cuiuscumque Doctoris: Summae Theologiae, II-II, q. 10, a. 12: Ed. Leonina, VIII. p. 94.

[34] Pío XII, Encícl. Humani generisAAS 42, 1950, p. 573.

[35]Cf. León XIII, Encícl. Aeterni Patris: 1, c., ib.

[36] Cf. Pío II, Sermo habitus ad alumnus seminariorum, collegiorum et institutorum utriusque cleri, 24 m. iun. a. 1939: AAS 31, 1939, p.247.

[37] Cf. Benedicto XV, Carta Encícl. Fausto appetente die: AAS 13, 1921, p. 332.

[38]Pío XII, Discurso pronunciado con ocasión del IV centenario de la fundación de la Pontificia Universidad Gregoriana, 17 octubre de 1953: AAS 45, 1953, pp. 685-68”.

[39] Pío XII, Encícl. Humani generis: AAS 42, 1950, p. 573.

[40] Codex Iuris Canonici. can. 1366, pár. 2.

[41] Decreto Optatam totius sobre la formación sacerdotal, n. 16: AAS 58, 1966, p. 723.

[42] Cf. Declaración sobre la Educación Cristiana, Gravissimum educationis, n. 10: AAS 58, 1966, p. 737.

[43] Discurso a los superiores, profesores y alumnos de la Pontificia Universidad Gregoriana, 12 de marzo 1964: AAS 56, 1964, p. 365.

[44] Charles card. Journet, Actualité de Saint Thomas, Introd., París–Bruselas 1973.

[45] Vita S. Thomae Aquinatis auctore Guillelmo de Tocco, cap. XIV: ed. cit., p. 81.

[46] Ib., cap. LVIII: ed. cit., p. 132.

[47] Cf. Discorsi di Pio XI, Turín 1960, vol. I, p. 783.

[48] Breve “Cum hoc sit”, De Sancto Thoma Aquinate Patrono coelesti studiorum optimorum coeptando: Leonis XIII Pont. Max. Acta, II, Romae 1882, pp. 103-113.

 

 



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