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MENSAJE DEL SANTO PADRE PABLO VI
AL ARZOBISPO DE TOKIO CON OCASIÓN DE LOS XVIII JUEGOS OLÍMPICOS

 

A nuestro querido hijo Pedro Tatsuo Doi,
arzobispo de Tokio
.

Ante la proximidad de los XVIII Juegos Olímpicos, nuestro pensamiento se vuelve con afecto y aprecio a los numerosos atletas de todo el mundo, y a su noble nación japonesa que les recibe en su capital, ofreciéndoles, juntamente can las audaces realizaciones de su extraordinario progreso técnico, la fragante delicadeza de su hospitalidad, el sugestivo esplendor de su natural belleza y, sobre todo, la majestad y fascinante atractivo de su milenaria civilización.

La celebración de los Juegos Olímpicos, con su clima de fraternidad internacional y de paz, de juvenil competición, atrae la atención de todos los pueblos a su ciudad, sede de su pastoral ministerio; y por esta razón se aviva la esperanza de nuestro corazón, ya que, de este modo, Nos podemos expresar —como si hubiéramos estado presentes en la grandiosa manifestación inaugural— nuestro deferente y respetuoso saludo a las autoridades de la nación, y nuestros paternales, sinceros y fervientes buenos deseos para los directores y todos los atletas que concurren.

La Iglesia ha mirado siempre los Juegos Olímpicos con viva esperanza, porque percibe en ellos una profunda y grande significación humana que debe ser protegida e impulsada. Desde el Papa San Pío X —que, recibió al barón Pedro de Coubertin, iniciador de los modernos Juegos Olímpicos, en 1905—, que animó y aprobó esta noble iniciativa y pudo ver la primera maravillosa floración de su afortunado nacimiento, hasta el Papa Pío XII —que en algunas ocasiones—, y concretamente en la inauguración del Estadio Olímpico de Roma, dijo frases de alta estima sobre la función educadora del deporte, por su sana influencia tanto para el alma como para el cuerpo; e igualmente Nuestro predecesor Juan XXIII, que tuvo la alegría de recibir, en el marco de la basílica del Vaticano, en el áureo resplandor del atardecer romano, el 24 de agosto de 1960, al vibrante conjunto juvenil de aquellos participantes en los XVII Juegos Olímpicos: siempre ha sido la Iglesia la que, por la voz de sus Pontífices, ha aprobado y bendecido estas nobles competiciones, a sus organizadores y a todos los que toman parte en ellas. Es la Iglesia quien, continuando en la Tierra la misión de Cristo, la Palabra de Dios Encarnado, tiene la misión de acoger favorablemente, aprobar y elevar todo lo que hay en la naturaleza humana de bello y armonioso, ponderándolo y no despreciando nada que sea humano, para transfigurarlo todo en la exultante certeza de la Redención.

La Iglesia, como es sabido, no es ajena al deporte; ella lo recomienda y bendice, cuando no es simplemente una mera manifestación de fuerza física, de exacerbada rivalidad, de interés puramente material, sino porque puede convertirse en un instrumento de elevación, de educación de la mente y también de la belleza y de las grandes cosas del espíritu. Como Pío XII dijo en una rica síntesis, “el deporte fortalece el cuerpo, le da salud, pureza y vigor; pero, para cumplir esta función educadora, hay que someter al cuerpo a exigencias, a veces duras, de una fuerte disciplina, para dominarlo y mantenerlo ciertamente en servidumbre, aguante para la fatiga, resistencia contra el dolor, hábitos de continencia y de severa templanza, todas las condiciones indispensables para alcanzar la deseada victoria. El deporte es un eficaz antídoto contra la vida blanda y muelle, despierta el sentido del orden, favorece la autoobservación y el propio vencimiento, lleva a despreciar el peligro, pero sin presunción o pusilanimidad. De este modo se ve cómo el deporte es algo más que un mero robustecimiento corporal, y conduce a la fortaleza y grandeza morales” (A los atletas de Roma, el 20 de mayo de 1945; Discursos y Radiomensajes, VII, 57-58).

Por tanto, Nos felicitamos de poder expresar a los XVIII Juegos Olímpicos de Tokio nuestros cordiales y mejores votos para que proporcionen satisfacciones tanto a los atletas como a los espectadores, y se produzcan en la competición resultados de acrecentado valor, para que ellos puedan hacernos conocer y apreciar una vez más las cualidades y las virtudes de los pueblos, y unir con lazos de amistad duradera, más allá de los estrechos límites del espacio y del tiempo, a aquellos que pacíficamente rivalizaron por la palma de la victoria; de este modo los atletas, dándose cuenta de que son hermanos, a pesar de sus diferentes razas y naciones, no solamente podrán actuar en su vida profesional, sino también podrán contribuir eficazmente a mantener una conducta digna, al progreso social, a la mutua comprensión y a la paz en el mundo, llevando a la sociedad la luz viva de su ejemplo convincente, de todo lo cual es un precioso símbolo la antorcha olímpica, mensajera de hermandad y juventud.

Los deseos de nuestro corazón por el feliz éxito de los Juegos Olímpicos se unen a nuestra plegaria al Dios Todopoderoso, para que Él proteja y mantenga a los queridos atletas en una perfecta resistencia física y en la superior armonía de su fuerza moral, concediéndoles a quienes trabajan asiduamente, por el éxito de los Juegos, y a las naciones a las que ellos pertenecen, todos sus deseos de prosperidad, de orden, de justicia y paz.

Vaticano, 3 de septiembre de 1964.

PABLO PP. VI

 



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