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ALOCUCIÓN DEL PAPA PABLO VI
A LAS DAMAS DE LA COMPAÑÍA DE LA CARIDAD DE ROMA

Miércoles de Ceniza, 12 de febrero de 1964

 

¿Que decir, para resumirlo todo en unas breves palabras, a una asamblea como la que tenemos ante Nos, de las Damas de la Compañía de la Caridad de nuestra diócesis de Roma?

No es preciso que os hagamos a vosotras, a almas como las vuestras, la apología de la Caridad, aunque no esté nunca de más esta apología ni nunca esté agotada, ni jamás sea convencional; la caridad es algo que siempre nos invita a una nueva reflexión, a nuevas indagaciones, a nuevos descubrimientos, a nuevos entusiasmos; sus dimensiones son inconmensurables; recordáis las palabras de San Pablo, que desea a los efesios que “sean capaces de comprender.., la anchura, la altura y la profundidad” del misterio de amor que emana de Cristo; pero es tal que el mismo San Pablo, alentando nuestras tentativas para “conocer la caridad de Cristo”, nos advertirá inmediatamente que la caridad “supera toda ciencia”, toda nuestra capacidad cognoscitiva (cfr. Ef 3, 18); es un océano. Pero esto no quita que a vosotras, fieles de tan gran escuela, os parezca en este momento superflua nuestra exhortación, ya sea a propósito del gran precepto de la caridad o a propósito del método, que vosotras, seguidoras de un prodigioso santo como San Vicente de Paúl, estáis practicando, dispuestas a responder a las objeciones que hoy están en boga, que lo tienen como un método que no resuelve los grandes problemas sociales, y que no pretende serlo, y no por ello es menos excelente, puesto que las formas más adelantadas y encomiables de la asistencia moderna lo van redescubriendo y desarrollando con la intención de hacer de esta asistencia un sistema muy elaborado de contactos humanos y de diligencias personales, sin acaso encontrar el secreto que lo puede hacer eficaz y sublimar, secreto que, por otro lado, vosotras tan bien conocéis, el amor, el amor cristiano al prójimo dolorido y necesitado.

De esta forma, no es preciso que os elogiemos, puesto que es vuestro el mérito y nuestra la obligación, por vuestro número —esta reunión nos lo demuestra de forma bien consoladora—, por vuestra asiduidad perseverante y ordenada, no alimentada por los estímulos externos de las ventajas o de la publicidad, sino solamente por la fidelidad al deber y al honor de la caridad; por vuestra actividad, que sabemos es generosa, solícita, concreta, empapada de sentimientos delicados de gentileza humana y de piedad cristiana; por vuestros éxitos, que debemos considerar como preciosos y providenciales, aunque el silencio que los oculta y la capilaridad que los diluye los hagan imponderables, al paso que son visibles y valorables en sus estadísticas positivas y, lo que más cuenta, en el reconocimiento de los párrocos, testigos afortunados y deseosos de vuestra beneficencia, y en la gratitud de tantos pobres cuya débil voz, tranquila y contenta, se eleva en coro unísono y suave pura celebrar el bien que vuestra obra les proporciona.

Nada de elogios; dejamos al Señor, al que nada le pasa inadvertido, que recoja, calcule, como Él sabe hacer, y premie una actividad que solamente Él puede sugerir, sostener y sublimar. Os diremos más, Hijas queridas; de esta actividad tenemos necesidad, una doble necesidad; por ello, más que compensaros y alabaros, os pedimos, os estimulamos.

Sí, hay una doble necesidad —decíamos— de este ejercicio de caridad cristiana; una necesidad nuestra y una necesidad vuestra. Vuestra; habréis oído cientos de veces repetir que la práctica de la misericordia ayuda ciertamente a quien la realiza, aunque pueda haber duda de que ayude, de forma eficaz, a quien es objeto de ella. Y es verdad. Es una escuela de virtudes esta actividad, la cual, bajo los auspicios de la caridad, reina de todas, hace buena, humana, seria y cristiana la vida; y nadie podrá decir que para él es inútil el ejercicio de estas virtudes, cuando la concepción y las costumbres de la vida moderna pueden proporcionar a quien está inmerso en ella una existencia distraída, insensible, inútil y egoísta. Es un remedio, es un correctivo o, mejor, un pilar, un valor, un sentimiento, una sabiduría, una esperanza, un sol que entra en la vida de quien profesa con el sentimiento, con su gesto, con su entrega, con su sacrificio, con su corazón, el humilde interés caritativo que vuestra asociación propone. Todos tenemos necesidad de él.

Nos, Nos mismo tenemos necesidad de esta prestación evangélica por otras tantas razones que ahora no exponemos, pero que vosotros intuís. Necesitamos que en nuestra Roma la caridad sea luminosa y activa; necesitamos que la circulación de la beneficencia, más, de la munificencia, se acreciente, precisamente para conservar a Roma en su espíritu católico y en su tradición civil; lo necesitamos porque son miles los problemas que surgen, mil las necesidades que descubrimos, miles las voces que imploran; hay necesidad porque en torno a la riqueza y a la prosperidad, manifiestas en la Roma moderna, hasta ser a veces exuberantes y provocadoras, hay en Roma, sí, todavía, mucha gente pobre, mucha miseria; vosotros lo sabéis. Obispo de Roma y Vicario de Cristo, debemos hacer nuestra la necesidad de nuestros hijos, y con ellos y por ellos nos debemos atrever a tender la mano a las almas buenas, nuestra mano vacía e implorante.

Ahí tenéis, si alguna vez surgiere en vosotros la duda sobre lo bueno, sobre lo necesario de vuestra actividad, pensad en esta mano que es la del pobre, que, a su vez, según el dicho conocido del Evangelio, es sacramento de Cristo. Es la misma mano que ahora se levanta paternal para daros a todas la bendición apostólica.



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