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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO CENTRAL DE LA OFICINA INTERNACIONAL DE LA EDUCACIÓN CATÓLICA


Miércoles 26 de febrero de 1964

 

Queridos hijos miembros del Consejo Central de la Oficina Internacional de la Educación Católica:

No habéis querido terminar vuestras breves jornadas de estudios sobre los problemas de vuestra Organización sin venir a presentarnos vuestro filial homenaje. ¡Os damos la bienvenida! En nuestra persona es la Iglesia quien os acoge aquí, la Iglesia por la que trabajáis, entregándoos en el plano internacional, a la gran causa de la enseñanza católica.

Vuestra oficina —la O.I.E.C., como la llamáis— no nos es desconocida. Éramos sustituto de la Secretaría de Estado cuando se constituyó en La Haya en 1952, gracias en especial a la actividad desarrollada por el encomiable monseñor Op de Coul, buen servidor de la Iglesia, cuya piadosa memoria evocamos con gozo ante vosotros. Desde entonces, vuestra organización se ha desarrollado maravillosamente. Representa hoy a más de 80 naciones y es atendida por los más altos círculos internacionales. Nos gozamos profundamente y os felicitamos por ello.

Pero también esta posición, ganada por la actividad de vuestros pioneros y por la vuestra —y que se complacía en reconocer nuestro predecesor Pío XII en uno de los últimos discursos de su glorioso pontificado (Alocución a la III Asamblea general de la O.I.E.C., 14 de septiembre de 1958)— aumenta vuestros deberes y vuestra responsabilidad. Nos parece oír llegar hasta Nos, a través de vuestras personas, la voz de los treinta millones de niños educados en las escuelas católicas del mundo entero, que serán un fermento en la sociedad del mañana y contribuirán a darle su fisonomía y su orientación.

¡Sentís, como Nos, cuantas reflexiones sugiere tal perspectiva! ¿Qué le corresponderá al factor espiritual, en general, en este mundo que se transforma ante nuestros ojos? ¿Cuál será, en particular, el puesto de la escuela católica? ¿Cómo habrá de evolucionar, adaptarse, insertarse en las estructuras, tan diversas según los países, en tantas tierras de rancia cristiandad, en tantos jóvenes Estados que han ascendido en nuestros días a la independencia política? ¿Cómo formar, reclutar, distribuir a los maestros a quienes la Iglesia confía esta juventud plena de energías y orientada hacia un futuro rico en promesas? Problemas todos —entre otros muchos— que directamente interesan a vuestra oficina, y cuya solución ha de aportar una contribución de primer orden.

Vuestra posición en el plano internacional, la trascendencia que pueden tener las orientaciones adoptadas por vuestro Consejo —o próximamente en Leopoldville, por vuestra Asamblea general— nos hace recordar una máxima muy apreciada del gran educador San Ignacio de Loyola: “Cuanto más universal —decía el— más divino”: cuanto más amplio, más universal es el radio de acción de una actividad humana, más se parece al plan divino. Vosotros podéis decir con San Pablo, con una humildad acendrada, y quizás con mayor motivo que otros: “Dei adjutores sumus”, somos los colaboradores de Dios (1 Cor 3, 9). Colaboradores en la obra incomparable de la educación cristiana de la juventud, y colaboradores a título especial en virtud del elevado nivel al que se sitúan vuestras intervenciones.

No podemos dejaros una consigna más ambiciosa ni más animosa que ésta: continuad vuestra acción, intensificadla, animadla aún más en la medida de lo posible, en colaboración con las demás Organizaciones Internacionales Católicas interesadas en vuestros problemas, y siempre con el acuerdo y bajo el control, como hacéis, de las jerarquías locales. ¡Que Dios bendiga y haga fructificar al céntuplo vuestras bienhechoras actividades! Se lo pedimos de todo corazón al paso que en su nombre os impartimos a todos, en particular a vuestro celoso secretario general señor Lindemans, a vuestras familias y a todos los que aquí representáis una muy paternal bendición apostólica.



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