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DISCURSO DEL PAPA PABLO VI
A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA MUNDIAL
SOBRE LA REFORMA AGRARIA*

Lunes 27 de junio de 1966

 

Os damos la más cordial bienvenida a Nuestra morada. Una conferencia mundial sobre la Reforma agraria, que agrupa a más de 300 delegados pertenecientes a alrededor de 80 naciones de la tierra: he aquí un acontecimiento de un alcance considerable, que sin duda podía ser realizado solamente por Autoridades internacionales tan calificadas como la Organización de las Naciones Unidas, la Organización para la Alimentación y la Agricultura y el «Bureau International du Travail», a las cuales, ante todo, dirigimos Nuestro saludo, al par que les expresamos Nuestra estima más deferente.

Vosotros, Señores, sois personalidades de una comprobada competencia, especialistas de los problemas que plantea la reforma agraria. Tenéis conciencia cabal de la necesidad de mejorar las políticas y los programas en este terreno de capital importancia para el bienestar, de innumerables poblaciones del mundo. Os habéis reunido para hacer un intercambio de vuestras experiencias y para evaluar los programas de acción. Nos sentimos sumamente honrados y profundamente conmovidos porque habéis tenido la atención de interrumpir cierto tiempo vuestras tareas para venir a visitarnos.

Estas tareas revisten una gran importancia. La reforma agraria, en efecto; está destinada a desempeñar un papel sumamente importante para la eliminación del hambre y de la pobreza rural en el mundo; y los problemas que vosotros no teméis enfrentar valerosamente figuran, quizá entre los más difíciles, pero seguramente entre los más vitales y urgentes que se plantean al mundo de hoy. Tales, por no citar más que algunos de ellos, como los del régimen de la propiedad rural, de la redistribución de las tierras, de la transformación de las relaciones entre propietarios y arrendatarios, de la fijación de un límite a la extensión de las propiedades rurales, de los problemas de la repoblación de las tierras, de la explotación en común y de la colonización agrícola.

Quizá alguno de vosotros, en ocasión de esta visita al Vaticano, se haya preguntado: ¿qué nos dirá el Papa sobre esto? ¿La Iglesia católica tiene acaso una opinión, una solución que proponernos para estos grandes problemas humanos?

A decir verdad, en todo lo que concierne a los aspectos puramente técnicos que presentan estos problemas –aspectos de carácter administrativo, por ejemplo, o de orden económico y financiero– la Iglesia, como tal, carece de toda competencia específica y por consiguiente no tiene ninguna solución que proponer. Pero vuestros esfuerzos van mucho más allá de estos aspectos técnicos. Tendéis a aportar una contribución valedera a la prosperidad y a la felicidad de la humanidad. Y aquí coincidís con la Iglesia, que también trabaja para consolidar lo que considera que es el verdadero bien del hombre, a través de los medios y de los métodos que le son propios. Ella no sugiere una solución para un determinado problema, pero profesa una doctrina que le permite poder juzgar cuáles son, entre las soluciones propuestas, las que están de conformidad con la dignidad humana y las más aptas para asegurar un progreso auténtico para el hombre y para la sociedad.

Esta doctrina ha sido nuevamente proclamada por el Concilio Ecuménico, que reunió últimamente en Roma a los Obispos de la Catolicidad. Los Padres Conciliares, en número de más de dos mil, han votado el texto de una Constitución sobre «La Iglesia en el Mundo Contemporáneo»; donde puede leerse esta solemne afirmación: «Dios destinó la tierra con todo lo que ella contiene al uso de todos los hombres y pueblos, de manera que los bienes creados deben equitativamente llegar a cada uno, presididos por la justicia, animados por la caridad. Cualesquiera que sean las formas de propiedad, acomodadas a las legítimas instituciones de los pueblos según diferentes y cambiantes circunstancias, siempre se debe atender a esta destinación universal de los bienes».

Os resultará fácil ver, Señores, todas las consecuencias que es posible sacar de este principio básico. Pero el Concilio, después de haber proclamado el principio, pasa a estudiar algunas aplicaciones más concretas, una de las cuales nos parece muy digna de llamar vuestra benévola atención. Está formulada en estos términos:

«En muchas regiones económicamente menos adelantadas, hay extensiones rurales de grande, y a veces de enorme extensión, mediocremente cultivadas, o bien, por razón de lucro, sin ninguna clase de cultivo, mientras la mayor parte del pueblo o carece de tierras o tiene solamente parcelas muy pequeñas y, por otra parte, aparece con evidencia la necesidad del incremento de la producción agraria».

Como veis, Señores, estamos aquí en el centro mismo de vuestros problemas. El Concilio prosigue así su análisis:

«No es raro que aquellos que son contratados para trabajar en los campos, o que se dedican a cultivar una parte de éstos como arrendatarios, reciban apenas un salario o una ganancia indigna del hombre, mientras son privados de una vivienda decente y expoliados por los intermediarios. Carentes de toda seguridad, viven bajo tal esclavitud personal que casi les es negada toda facultad de obrar espontáneamente y con responsabilidad, y les está cerrado el camino a la promoción a la cultura humana y a la participación en la vida social y política. En varias ocasiones las reformas son, pues, necesarias, para el incremento del rendimiento, la mejora de las condiciones de trabajo, la mayor seguridad en la conducción, para dar oportunidad de obrar espontáneamente, y además para la distribución de las extensiones rurales insuficientemente cultivadas, entre aquellos que pueden hacerlas producir».

Tendréis la amabilidad de disculparnos, Señores, por esta larga cita. Nos pareció que no carecía de interés para vosotros constatar que la noble tarea que constituye la Reforma agraria y los esfuerzos de quienes se ocupan de ella coinciden con las preocupaciones de la Iglesia; y también que toda iniciativa en este terreno que esté conforme con los grandes principios que la Iglesia, reciente y solemnemente, ha proclamado a través de la voz de sus Obispos reunidos en Concilio, puede contar de antemano con vuestra cordial adhesión.

No nos queda más que repetiros, Señores, Nuestra gratitud por vuestra amable visita y expresar fervientes votos por la feliz continuación de vuestras tareas. Nos invocamos de todo corazón sobre éstas, como así también sobre vuestras personas, vuestras familias y vuestras patrias, las más abundantes bendiciones divinas.


*ORe (Buenos Aires), año XVI, n°713, p.3.

 



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