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 DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
AL SR. JOSÉ JOBIM,
EMBAJADOR DE BRASIL ANTE LA SANTA SEDE
*

Jueves 14 de noviembre de 1968

 

Señor Embajador :

Constituye una alegría para Nos dar la bienvenida a Vuestra Excelencia, que viene a continuar aquí la hermosa y querida tradición de la gran nación brasileña de contar con un representante permanente ante la Santa Sede. Hemos conocido personalmente a muchos de vuestros predecesores en este cargo, personas todas ellas de gran mérito y de gran distinción. Las nobles palabras con que Vuestra Excelencia acaba de dar comienzo a vuestra misión hacen que confiemos que ésta se desarrollará, al igual que la de vuestros predecesores, en un espíritu de perfecta comprensión, reciproca y de muy cordial colaboración.

Si bien una estadía demasiado breve –a la que vos habéis aludido amablemente– no nos ha permitido adquirir un conocimiento directo de vuestra patria, tan completo como lo hubiéramos deseado, por lo menos podemos aseguraros que alimentamos hacia ella sentimientos de estima y de simpatía. Por su extensión, por su población, por el número de sus diócesis –sin hablar de su futuro desarrollo que ya se puede prever– el Brasil se nos presenta como uno de los más grandes países católicos del mundo; un país que, gracias al desarrollo que da a sus instituciones, gracias a su impulso en el dominio agrícola e industrial, ocupa en el mundo, y ante todo en América Latina, un lugar de primer plano.

La Santa Sede es sensible especialmente a los esfuerzos que realizan las autoridades brasileñas en favor del progreso social, de la educación popular, de una distribución mejor de los recursos del país. Todavía hoy algunos se asombran a veces de este interés que tiene la Iglesia en cuestiones que, por sí mismas, atañen más bien a la competencia de autoridades temporales. Es verdad que la Iglesia tiene una misión que ante todo es religiosa y moral; misión que trata de desempeñar de la mejor manera posible, dentro de vínculos de libertad y de lealtad frente al Estado. Pero no es menos cierto que ella es una madre y que como tal ejerce sobre sus hijos, una maternidad espiritual que no le permite mantenerse indiferente ante las grandes necesidades de los más indigentes de aquéllos.

De este modo, las cuestiones sociales, por su lado humano y por su vinculación con las exigencias de la justicia, obligan a la Iglesia a interesarse en el bien común de los pueblos, a expandir el conocimiento de su doctrina social, a prestar su apoyo a la acción civilizadora y educadora de las autoridades temporales, a alentar las grandes y legítimas aspiraciones de las clases menos favorecidas; en una palabra, a sostener todas las buenas causas del progreso humano. Es lo que ha expresado recientemente con autoridad la Constitución conciliar sobre «La Iglesia en el mundo contemporáneo». Es lo que hemos reafirmado en Nuestra encíclica «Populorum progressio» desde un punto de vista más especialmente orientado hacia los problemas que plantean los países en vía de desarrollo.

La acción de la Iglesia en este dominio se ejerce, como es natural, en el plano que le corresponde y dentro del espíritu que le es suyo. Ella no alienta – lo hemos proclamado nuevamente en Bogotá hace poco – las soluciones violentas; rehúsa solidarizarse con las expresiones revolucionarias; esto sería traicionar el espíritu de Cristo que para la redención de los hombres ha derramado su sangre, no la de los demás. Pero la Iglesia no se solidariza tampoco con los abusos, con los egoísmos individuales y colectivos, con las opresiones injustas. Toda su acción tiende a vigorizar las fuerzas morales de los individuos y de los grupos, a promover la educación de los mismos, la elevación de su valor humano y cristiano. De este modo, la Iglesia los prepara a afrontar de manera positiva, en la colaboración y en la paz, las transformaciones sociales deseadas y necesarias.

También así, creemos, el pueblo brasileño considera su porvenir, y hemos tenido el placer de oíros afirmar hace pocos instantes que «aspira con todas sus fuerzas al progreso y a la justicia social, dentro de su tradición de vida católica»... He aquí una perspectiva que saludamos con alegría, expresando los votos más cordiales para que la fe católica de vuestra grande y hermosa nación sepa expresarse cada vez mejor en realizaciones auténticas, modernas, dignas de sus tradiciones y llenas de frutos bienhechores para todos sus hijos.

Con estos sentimientos, recibimos de vuestras manos las Cartas que os acreditan ante Nos en calidad de embajador, y dedicando un pensamiento deferente al Jefe del Estado brasileño y a su Gobierno, invocamos Sobre Vuestra Excelencia, sobre vuestra familia y sobre el feliz desenvolvimiento de vuestra misión ante la Santa Sede, la abundancia de las bendiciones divinas.


*ORe (Buenos Aires), año XVIII, n°827, p.4.

 



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