DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
EN EL PARLAMENTO DE KAMPALA*
Viernes 1 de agosto de 1969
Señores:
Estará bien que comencemos haciendo nuestra presentación.
¿Quiénes somos nosotros? No os engañe la opinión que une mentalidad corriente tiene de nosotros. Somos un hombre pequeño y débil, como todos, y quizá más. Sabed comprender la pequeñez de nuestra persona. Pero tenemos la valentía de presentarnos a vosotros por un titulo doble: uno nuestro, y es nuestro gran amor a África, a vosotros, a los pueblos que gobernáis y representáis; el otro no es nuestro; se nos ha conferido: es el titulo que nos da humildad y valor para encontrarnos en medio de vosotros, es el titulo que conocéis, el de Papa, que quiere decir Padre. Lo hemos heredado de San Pedro, de quien somos indigno pero auténtico sucesor; de aquel Pedro, de quien Jesucristo, Hijo de Dios vivo, constituyó fundamento de su Iglesia, que, en casi veinte siglos, se ha difundido por toda la sierra y también en Uganda. Aquí estamos como Pastor de la Iglesia católica. Nos presentamos a vosotros para repetir aquella frase suya, sencilla y solemne: «Paz a vosotros».
Y al decir «vosotros» reconocemos lo que sois: africanos, investidos de autoridad y de responsabilidad, que resumís en vuestras personas y en vuestros cargos la imagen, más aún, la realidad de la nueva África. En vosotros saludamos a vuestra África, a toda África, aun aquella no representada físicamente aquí. No os ocultamos la emoción que suscita en nuestro ánimo este encuentro. Gustosamente reconocemos la importancia singular y el significado profundo de este momento. África, en su alta y auténtica representación civil, recibe el saludo de toda la Iglesia católica a través de la voz calificada de su humilde jefe. Nos parece que la nueva África, liberada de los tiempos pasados y madura para los tiempos nuevos, obtiene ahora, aquí, un singular reconocimiento. Pedimos a Dios que tenga un valor histórico y profético para sus mejores destinos. Consentid que suba de nuestro corazón a los labios, en su sentido más pleno y verdadero, un deseo: viva África.
Aprovechamos esta circunstancia para deciros lo que la Iglesia católica hace y lo que no hace en este continente como en cualquier otra parte donde lleva a cabo su misión.
La Iglesia os agradece la libertad que le reconocéis, la libertad de existir y de cumplir su misión. Ella aprecia tal libertad, que quiere decir independencia en su propia esfera, la religiosa; quiere decir también distinción y respeto en relación con la autoridad política. La Iglesia no tiene intereses temporales propios, no hace política en el sentido especifico de la palabra; da a César lo que es de César y da a Dios lo que es de Dios (cfr. Mt 22, 21); y ni siquiera pretende, en el desarrollo de su misión, imponer las características particulares de la así llamada cultura occidental en perjuicio de las características buenas y humanas de la cultura africana.
No temáis a la Iglesia. Ella os honra, os forma ciudadanos honrados y leales, no fomenta rivalidades ni divisiones, trata de promover la sana libertad, la justicia social, la paz; si tiene alguna preferencia es para los pobres, para la educación de los pequeños y del pueblo, para la asistencia a los abandonados y a cuantos sufren. (cfr. Enc. Mater et Magistra, introd.; Const. Gaudium et Spes, n. 42, 76, 88, etc.).
La Iglesia no hace ajenos sus fieles a la vida civil ni a los intereses nacionales, sino que los educa y los compromete en el servicio del bien público (cfr. Gaudium et Spes, n. 75, etc.). También persigue hoy la Iglesia un programa de orden temporal, un programa que no es de allá sino vuestro, al cual intenta dar su apoyo moral y, en cuanto le sea posible, apoyo práctico: el programa del desarrollo de los pueblos.
Vosotros sabéis que hemos escrito una encíclica, es decir, un mensaje para la Iglesia y para el mundo entero sobre este tema – la Encíclica «Populorum Progressio» – y que hemos repetido sus finalidades en el mensaje que dirigimos precisamente a África el 29 de octubre de 1967: «Africae terrarum» (AAS 1967, p. 1073, ss.). Con estos documentos hemos querido subrayar la aspiración fundamental de los pueblos del «tercer mundo» a una justicia a la que ellos tienen pleno derecho, como cualquier otra nación: el desarrollo es, en verdad, una exigencia indiscutible de la justicia. Ni colonialismo, ni neocolonialismo, sino ayuda e impulso para las gentes africanas, a fin de que sepan expresar con sus características y fuerzas propias las estructuras políticas, sociales, económicas y culturales proporcionadas a sus necesidades y coordinadas con la sociedad internacional y con la civilización moderna.
No temáis a la Iglesia. Ella no os quita nada; os trae, con su apoyo moral y práctico, la única –así creemos–, la verdadera, la suma interpretación de la vida humana en el tiempo y más allá del tiempo: la cristiana.
A la luz de esta interpretación la Iglesia mira vuestros grandes problemas que, a nuestro juicio, se pueden considerar bajo una doble perspectiva: el problema de la libertad de los territorios nacionales y el de la igualdad de razas. Entendemos ahora con esta palabra polivalente « libertad », la independencia civil, la autodeterminación política, la liberación del dominio de otros poderes ajenos a la población africana.
Es esté un acontecimiento que domina la historia mundial y que nuestro predecesor Juan XXIII calificaba como un « signo de los tiempos » (cfr. Encíclica «Pacem in Terris» n. 40-41; AAS 1963, p. 268). Es un hecho debido a la mayor conciencia que los hombres han adquirido de su dignidad, como personas individuales y como comunidad de pueblo; es un hecho que revela la orientación irreversible de la historia y que responde ciertamente a un plan providencial, que indica la dirección en la cual deben moverse cuantos están revestidos de responsabilidades, sobre todo en el campo político.
Nadie quiere considerarse –observaba nuestro venerado predecesor– súbdito de los poderes políticos ajenos a la propia comunidad nacional o étnica. Por ello los pueblos de África han asumido la responsabilidad de sus propios destinos. La Iglesia saluda con satisfacción tal acontecimiento, puesto que señala indudablemente un paso decisivo en el camino de la civilización humana; y lo saluda con placer, puesto que está persuadida de haber contribuido a él desde el campo que le es propio, el de la conciencia humana, despertada por el mensaje evangélico; mensaje bajo cuya luz se ve con mayor claridad la dignidad de la persona y la dignidad de un pueblo, y se perciben las exigencias inherentes a tal dignidad, que tienen su reflejo en todos los aspectos de la vida humana, elevada a una plenitud de responsabilidad personal e inserta en una colectividad gobernada por la justicia y el amor.
Lo decimos gustosamente aquí, en Uganda, tierra de mártires que han derramado su sangre en honor del sumo valor de libertad, de fortaleza, de dignidad, que deriva de su fe religiosa, testimoniando de este modo que no es posible, y hoy menos que nunca, une convivencia ordenada, digna y fecunda entre seres humanos que no se funde en el reconocimiento, en la tutela, en la promoción de sus derechos fundamentales, en cuanto son hombres e hijos de Dios, y de sus consiguientes deberes, en cuanto miembros de une sociedad ordenada en función del bien de sus ciudadanos.
Son estos criterios fundamentales de orden moral los que dan luz en el camino a seguir, pero no suprimen las dificultades que lo obstaculizan, especialmente allí donde tales criterios no tienen todavía su normal aplicación. A este respecto, el juicio de las situaciones concretas corresponde directamente a las autoridades responsables y, en casos de particular gravedad, también a la conciencia de los ciudadanos. Deberíamos citar largas y hermosas paginas de la constitución pastoral del reciente Concilio ecuménico (Gaudium et Spes, nn. 73, 74, 75).
Hoy por desgracia se han creado en el mundo, y también en África, situaciones de tal dificultad y de tal aversión para la convivencia pacifica que vuelve a circular tristemente la desdichada palabra guerra como expresión de una ineludible necesidad. La Iglesia por su índole propia, por su principio evangélico de la «no violencia», no puede aceptar este lenguaje inhumano, mientras sufre íntimamente por las causas que éste supone y por los efectos que lleva consigo. No podemos menos de recordar, entre las victimas de estos funestos sucesos, a los refugiados y sus sufrimientos. Seremos hasta 1as últimas consecuencias coherentes con un solo programa – «el de la justicia y la paz» – que es el mismo de Cristo. Nunca más la violencia debe constituir la norma resolutiva de las contiendas humanas, sino la razón y el amor. Nunca más el hombre contra el hombre, sino el hombre para el hombre y con el hombre, como hermano.
Diremos más, hablando simplemente como hombre. Creemos que los actuales conflictos entre los pueblos pueden ser resueltos por un camino mejor y más eficaz que el de la violencia. Las relaciones humanas no deben ser reguladas por la confrontación de fuerzas desencadenadas en el estrago y la destrucción, sino por tratados razonables, apoyados por las instituciones internacionales, a las que debemos otorgar autoridad, eficacia y confianza. Expresamos aquí también el deseo de una eficiencia cada vez más activa de estas instituciones.
Incluso en el problema, tan candente todavía en África, del colonialismo y del neocolonialismo – al que se puede reprochar el haber hecho prevalecer con frecuencia y de modo unilateral los intereses económicos por encima de las consideraciones humanas –, es claro que las poblaciones interesadas tienen el derecho de aspirar a su legítima autonomía; pero en algunas situaciones concretas el método mejor para llegar a ella, e quizá un poco más lento pero más seguro, será el de preparar de antemano hombres e instituciones capaces de un autogobierno verdadero y sólido; preparación que, así lo creemos, no sólo no será obstaculizada sino favorecida, en el orden y en la colaboración, por las autoridades responsables, durante un período de simbiosis de las poblaciones indígenas con aquellas de origen extranjero, de manera que puedan formarse estructuras culturales, civiles y económicas capaces de preparar en todos los estratos de la sociedad a la responsabilidad y al sentido del bien común, en orden al acceso a una soberanía verdadera y para no caer contrariamente en los lazos de otras insidiosas esclavitudes. Por su parte la Iglesia, aún encontrándose en situaciones bien diferentes, sigue ya este método, preparando obispos, clero, religiosos y seglares nativos del territorio en que se desarrolla su misión de fe y de caridad; y abrigamos la confianza de que no tardando se pueda dar comienzo a la institución de una jerarquía autóctona incluso en los países africanos donde hasta ahora no ha sido posible.
Otro importante problema: el de la diversidad de razas. Aun a costa de parecer ingenuo, continuaremos afirmando que debe resolverse de un modo muy sencillo, es decir, despojándolo de su carácter de antagonismo, de rivalidad, de desigualdad de derechos, de odio étnico, de antipatía física. En definitiva, es un problema que se resuelve reduciéndolo lo más posible. No ocultamos las graves dificultades de orden práctico que lleva consigo. Podrá haber medidas libres y razonables de respeto a las costumbres, a la índole y a la cultura de las diversas familias étnicas; pero nosotros, como cristianos, no podremos olvidar jamás que la Iglesia condena « cualquier discriminación o persecución perpetrada entre los hombres por motivos de raza, de color, de condición social o. de religión » (Declaración conciliar «Nostra aetate», n. 5); «Todos los hombres –afirma también el Concilio–, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, todos ellos han sido redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino; la igualdad fundamental entre todos exige pues un reconocimiento cada vez mayor » (Gaudium et Spes, n. 29).
Como hombres deberemos recordar siempre que la vía de la civilización camina hacia el reconocimiento de la igualdad entre los hombres, revestidos, en cuanto tales, de una misma dignidad fundamental y de los consiguientes derechos. Deploramos por esto que en algunas partes del mundo persistan situaciones sociales basadas en la discriminación racial, a veces queridas y sostenidas por sistemas de pensamiento. Estas situaciones constituyen una afrenta manifiesta e inadmisible a los derechos fundamentales de la persona humana y a las leyes del vivir social. Un pluralismo bien entendido resuelve el problema negativo del racismo cerrado.
Vosotros, africanos, tenéis un sentido profundo de la comunidad; constituye una de vuestras características más hermosas y humanas; pero no basta ya el sentido de la comunidad particular: es necesario extenderlo al de la comunidad civil, nacional, más aún, internacional.
Vuestra experiencia os dirá que independencia no comporta ni oposición ni aislamiento entre pueblos africanos y pueblos no africanos; al contrario, los nuevos Estados africanos podrán ser realmente independientes en la medida en que sabrán colaborar libremente con los demás Estados y con toda la familia mundial, ordenada internacionalmente.
El gran precepto cristiano del amor al prójimo tiene así una aplicación cada vez más amplia; tiende al amor universal. La Iglesia católica puede ser para todos, en este sentido, buena maestra.
Es un precepto magnífico, pero es difícil, porque exige superar los egoísmos particulares; y es el precepto que lleva dentro de sí el gran don de la paz.
Queremos detener nuestro discurso en esta palabra: paz. Es una palabra dolorosa, porque todavía hoy en una región africana, tan querida para nosotros, porque la visitamos y admiramos años atrás, perdura un conflicto desgarrador. Sabéis cómo hemos intentado no sólo procurar asistencia de alimentos y de medicinas con imparcialidad y en la medida que nos ha sido posible, sino también llevar el remedio de una reconciliación inicial. No lo hemos logrado aún. Sufrimos por ello dentro de nuestro corazón, decidido a continuar nuestra modesta pero afectuosa y leal obra de persuasión para coordinar y componer la fatal disidencia.
Paz. Es una palabra humana y cristiana, digna de ser comprendida y vivida por la joven África, que en la paz puede encontrar la solución definitiva y moderna, política y social de sus problemas, y su prosperidad económica y cultural; y puede dar al mundo, que parece nuevamente tentado por el demonio de la discordia, de los armamentos y de la rivalidad, el ejemplo de una concepción nueva y verdadera de la civilización: la que se funda sobre la hermandad real entre los pueblos, entre las clases, entre los partidos, entre las razas, entre las religiones y entre las familias.
Paz. Es la palabra mejor y más amable que llevamos en el corazón y que dirigimos a Vd., Señor Presidente, en señal de reconocimiento por la acogida que nos ha reservado; que extendemos a todas las personalidades aquí presentes, y que, como un deseo portador de bendición, lanzamos a todo el continente. Paz a todos los pueblos de África.
*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.32, p.5, 6.
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