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VIAJE APOSTÓLICO A GINEBRA

DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LA ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL DEL TRABAJO
EN EL 50 ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN*

Ginebra, martes 10 de junio de 1969

 

Señor Presidente,
Señor Director General,
Señores:

Constituye para nosotros un honor y un gozo participar oficialmente a esta Asamblea, en el momento solemne en que la Organización Internacional del Trabajo celebra el 50° aniversario de su fundación. ¿Por qué estamos aquí? No pertenecemos a este organismo internacional, somos extraño a las cuestiones específicas que aquí tienen sus oficinas de estudio y sus salas de deliberación y nuestra misión espiritual no pretende intervenir fuera de su campo propio. Si estamos aquí es, Señor Director, para responder a la invitación que tan amablemente nos habéis hecho. Y nos sentimos dichoso de expresaros por ello nuestra gratitud públicamente, de deciros lo mucho que hemos apreciado este rasgo tan cortés, cuánto consideramos su importancia y cómo percibimos el valor que encierra su significado.

Aunque no tengamos competencia particular en las discusiones técnicas sobre la defensa y la promoción del trabajo humano, sin embargo nosotros no somos, en manera alguna, extraño a esta grande causa del trabajo que constituye vuestra razón de ser y a la cual consagráis vuestras energías.

Desde su primera página, la Biblia, cuyo mensajero somos, nos presenta la creación como resultado del trabajo del Creador (Gén 2, 7) y entregada al trabajo del hombre quien, con su esfuerzo inteligente, debe valorizarla, acabarla – por así decirlo – humanizándola, en orden a su servicio (Gén 1, 29; Populorum Progressio, 22). También el trabajo es, según el pensamiento divino, la actividad normal del hombre (cfr. Sal 104, 23; Ecl 7, 5) y es un don de Dios (cfr. Ecl 5, 18) el regocijarse y el gozar de los frutos, puesto que cada uno ha de ser retribuido según sus obras (cfr. Sal 62, 13; 128, 2; Mt 16, 27; 1 Cor 15, 58; 2 Tes 3, 10).

A través de todas estas páginas de la Biblia, el trabajo aparece como una característica fundamental de la condición humana„ hasta el punto de que el Hijo de Dios, haciéndose uno de nosotros (Jn 1, 14), se convirtió también en un trabajador al que se designaba sencillamente, en su ambiente, por la profesión de los suyos: Jesús es conocido como « el Hijo del Carpintero » (Mt 13, 55). El trabajo del hombre adquirió así las más altas credenciales de nobleza que se pueden imaginar; vosotros habéis querido darles un puesto de honor, en la sede de vuestra Organización, con este admirable fresco de Maurice Denis dedicado a la dignidad del trabajo, en el que aparece Cristo trayendo la buena nueva a los trabajadores que lo rodean, hijos de Dios también ellos y todos hermanos.

No nos pertenece evocar la historia que ha visto nacer y afirmarse vuestra Organización, sin embargo no podemos dejar en silencio, en este hospitalario País, la obra de precursores como Mons. Mermillod y la Unión de Friburgo, el admirable ejemplo dado por el industrial protestante Daniel Le Grand, y la fecunda iniciativa del católico Gaspard Decurtins, primer germen de una Conferencia internacional sobre el trabajo. ¿Cómo podríamos olvidar, Señores, que vuestro primer director quiso, con ocasión del 40º aniversario de la encíclica de León XIII acerca de las condiciones del trabajo, rendir homenaje a « los obreros tenaces de la justicia social », entre otros a quienes estaban relacionados con la encíclica Rerum Novarum? (citado por A. Le Roy, Catholicisme social et Organisation Internationale du Travail, Paris, Spes. 1937, pag. 16). Y, al hacer el balance de «Diez años de la Organización Internacional del Trabajo», los funcionarios de la Oficina Internacional del Trabajo no dudaron en reconocer que « el gran movimiento nacido, dentro de la Iglesia católica, de la encíclica Rerum Novarum, ha tenido su fecundidad » (Dix ans d'Organisation Internationale du Travail, Ginebra, B.I.T., 1931, pág. 461).

La simpatía de la Iglesia por vuestra Organización, como por el mundo del trabajo, no ha cesado desde entonces de manifestarse, y de modo muy particular, en la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI (n. 24); en la Alocución de Pío XII al Consejo de administración de la Oficina Internacional del Trabajo (Alocución 19 noviembre 1954); en la encíclica Mater et Magistra de Juan XXIII que expresó su « cordial estima hacia la O.I.T. por su aportación válida y preciosa a la restauración en el mundo de un orden económico y social impregnado de justicia y de humanidad, en el que las peticiones legítimas de los trabajadores encuentren también su expresión » (n. 103). Nosotros mismo tuvimos el gozo, al finalizar el Concilio Ecuménico Vaticano II, de promulgar la Constitución Pastoral Gaudium et Spes elaborada por los Obispos del mundo entero. En ella reafirma la Iglesia el valor del « esfuerzo gigantesco de la actividad humana individual y colectiva », la preeminencia del trabajo de los hombres sobre « los restantes elementos de la vida económica, que no tienen otro valor que el de instrumentos », con los derechos imprescriptibles y los deberes que exige un principio tal (Const. Gaudium et Spes, 7 diciembre 1965, nn. 34, 67-68). Nuestra encíclica Populorum Progressio, finalmente, se dedicó a hacer tomar conciencia de que « la cuestión social ha tomado una dimensión mundial », con las consecuencias que de ello derivan para el desarrollo integral y solidario de los pueblos, al desarrollo que es « el nuevo nombre de la paz » (nn. 3, 76).

Somos un observador atento de la obra que realizáis aquí, más aún, somos un ferviente admirador de la actividad que desplegáis, también un colaborador, dichoso de estar invitado para celebrar con vosotros la existencia, las funciones, las realizaciones y los méritos de esta institución mundial, y de hacerlo como amigo. No podemos olvidar, en esta circunstancia solemne, las demás instituciones internacionales de Ginebra, comenzando por la Cruz Roja, todas ellas merecedoras y muy dignas de elogios, a las cuales queremos extender nuestro respetuoso saludo y nuestros ardientes votos.

Para nosotros que pertenecemos a una institución que afronta desde hace dos milenios el desgaste del tiempo, estos cincuenta años infatigablemente dedicados a la Organización internacional del trabajo, son fuente de fecundas reflexiones. Todos saben que tal duración es un hecho verdaderamente singular en la historia de nuestro siglo. La implacable precariedad de las cosas humanas, que la aceleración de la civilización moderna ha hecho más evidente y más destructora, no ha sacudido vuestra institución a cuyo ideal nosotros queremos rendir homenaje: « una paz universal y duradera, fundada sobre la justicia social » (Const. Gaudium et Spes, 7 diciembre 1965, nn. 34, 67-68). La prueba sufrida por el hecho de la desaparición de la Sociedad de Naciones, a la cual estaba ligada orgánicamente, al nacer la Organización de las Naciones Unidas en otro continente, lejos de quitarle sus razones de ser, le ha proporcionado, por el contrario, la ocasión de confirmarlas y de precisarlas, enraizándolas profundamente en la realidad del progreso social por la célebre Declaración de Filadelfia, hace 25 años. « Todos los seres humanos, cualquiera que fuere su raza, su creencia o su sexo, tienen el derecho de perseguir su progreso material y su desarrollo espiritual en la libertad y en la dignidad, en la seguridad económica y con las mismas posibilidades » (ib. art. 2, pág. 24).

Nos alegramos de todo corazón con vosotros por la vitalidad de vuestra cincuentenaria pero joven institución, nacida en 1919 con el tratado de Versailles. ¿Quién podría enumerar los trabajos, las fatigas, las vigilias generadoras de tantas decisiones valientes y beneficiosas para todos los trabajadores y para la vida de la humanidad de cuantos, no sin mérito, le han consagrado con talento su actividad? Entre éstos no podemos menos de nombrar a su primer director, Albert Thomas, y su actual sucesor, David Morse. No podemos silenciar el hecho de que, a petición suya y casi desde sus orígenes, un sacerdote ha estado siempre en medio de quienes han constituido, construido, sostenido y servido esta insigne institución. Estamos agradecidos a todos por la obra llevada a cabo y deseamos que ésta prosiga felizmente su misión tan compleja como difícil, pero verdaderamente providencial, para mayor bien de la sociedad moderna.

Voces más informadas que la nuestra expondrán el sumario de actividades que la Organización Internacional del Trabajo ha realizado en sus cincuenta años de existencia y los resultados alcanzados con sus 128 convenciones y sus 132 recomendaciones.

¿Como no subrayar el hecho primordial y de importancia capital que revela tan impresionante documentación? Aquí – y esto es un hecho decisivo en la historia de la civilización –, aquí el trabajo del hombre es considerado digno de un interés fundamental. No siempre fue así, bien lo sabéis, en la ya larga historia de la humanidad. Piénsese en la antigua concepción del trabajo (cfr. Cicerón, De Officiis 1, 42), en el descrédito que lo rodeaba, en la esclavitud que llevaba consigo; hay que reconocer que, por desgracia esta horrible plaga no ha desaparecido todavía por completo de la faz del mundo. La concepción moderna, cuyos heraldos y defensores sois vosotros, es muy distinta. Se funda en un principio básico que el cristianismo, por su parte, ha sabido iluminar singularmente: en el trabajo, el hombre es lo primero. Ya sea artista o artesano, empresario, obrero o campesino, manual o intelectual, es el hombre quien trabaja, y es para el hombre para quien él trabaja. Se ha acabado, pues, la primacía del trabajo sobre el trabajador y la prioridad de las exigencias técnicas y económicas sobre las necesidades humanas: Nunca jamás el trabajo por encima del trabajador; nunca jamás el trabajo contra el trabajador, sino siempre el trabajo para el trabajador, el trabajo al servicio del hombre, de todos los hombres y de todo el hombre.

¿No sorprenderá al observador ver que esta concepción se ha concretado en un momento teóricamente menos favorable a la afirmación de la primacía del factor humano sobre el producto del trabajo, en el momento mismo en que se introduce progresivamente la máquina que multiplica desmedidamente el rendimiento del trabajo y tiende a sustituir a aquel? Considerando las cosas abstractamente, el trabajo realizado por la máquina y sus energías – proporcionados no ya por los brazos del hombre sino por formidables fuerzas secretas de una naturaleza domesticada – habría debido prevalecer en la estima del mundo moderno hasta hacer olvidar al trabajador, frecuentemente liberado del peso extenuante y humillante de un esfuerzo físico desproporcionado a su restringido rendimiento. Ahora bien, esto no es exacto. En el momento mismo del triunfo de la técnica y de sus efectos gigantescos sobre la producción económica, el hombre es quien concentra la atención del filósofo, del sociólogo y del político. Porque en definitiva no hay más verdadera riqueza que la del hombre. La inserción de la técnica en el proceso de la actividad humana se traduciría' en detrimento del hombre – ¿quién no lo ve? – si éste no siguiese siendo siempre el maestro de aquélla y si no dominase su evolución. « Es necesario reconocer con toda justicia la aportación insustituible de la organización del trabajo y del progreso industrial a la obra del desarrollo » (Enc. Populorum Progressio, n. 26), pero vosotros sabéis mejor que nadie las malas consecuencias de lo que se ha podido llamar la parcelación del trabajo en la sociedad industrial contemporánea (cfr. G. Friedmann, Où va le travail humain?; y Le travail en miettes, Paris, Gallimard, 1950 y 1956). En vez de ayudar al hombre a hacerse más hombre, lo deshumaniza; en lugar de expansionarlo, lo sofoca bajo una capa de tedio abrumador. El trabajo permanece ambivalente y su organización corre el riesgo de despersonalizar a quien lo ejecuta si éste, convertido en esclavo, abdica inteligencia y libertad hasta el punto de perder su dignidad (Cfr. Enc. Mater et Magistra, n. 83 y Populorum Progressio, n. 28 ). El trabajo, bien se sabe, fuente de frutos maravillosos cuando es verdaderamente creador, puede por el contrario (cfr. Ex 1, 8-14 ), si se lleva al círculo de la arbitrariedad, de la injusticia, de la rapacidad y de la violencia, convertirse en verdadero azote social, como lo atestiguan esos campos de trabajo erigidos en instituciones que han sido la vergüenza del mundo civilizado.

¿Quién describirá el drama muchas veces terrible del trabajador moderno encasillado entre su doble destino de grandioso realizador y víctima muchas veces de los sufrimientos intolerables que comporta una condición miserable y proletaria, donde la falta de pan se conjuga con la degradación social creando un estado de verdadera inseguridad personal y familiar? Vosotros lo habéis comprendido. Es el trabajo, en cuanto factor humano primero y fundamental, el que constituye la raíz vital de vuestra Organización y hace de ella un árbol magnífico, un árbol que extiende sus ramas en el mundo entero por su carácter internacional, un árbol que es un honor de nuestro tiempo, un árbol cuya raíz siempre fértil lo impulsa a una actividad constante y orgánica. Esta misma raíz es la que os prohíbe favorecer los intereses particulares poniéndoos al servicio del bien común. Es la que constituye vuestro carácter propio y su fecundidad: intervenir en todas partes, y siempre, para poner remedio a los conflictos del trabajo, prevenirlos si es posible, socorrer espontáneamente a los accidentados, elaborar nuevas protecciones contra los nuevos peligros, mejorar la suerte de los trabajadores respetando el equilibrio objetivo de las, posibilidades económicas reales, luchar contra cualquier segregación que origine inferioridad por cualquier motivo que fuere –esclavitud, casta, raza, religión, clase–, en una palabra, defender ante todos y contra todos la libertad de los trabajadores, hacer prevalecer incansablemente el ideal de la hermandad entre los hombres, todos ellos iguales en dignidad.

Esa es vuestra vocación. Vuestra acción no se apoya ni en la fatalidad de una lucha implacable entre los que dan trabaje y lo ejecutan, ni en la parcialidad de defensores de interese o de funciones. Es, por el con erario, una participación orgánica, libremente estructurada socialmente disciplinada, en la responsabilidades y las utilidades del trabajo. Un solo principio: ni el dinero, ni el poder sino el bien del hombre. Más que una concepción económica o que una concepción política, es una concepción moral y humana, lo que os inspira: la instauración de la justicia social; día tras día, libremente y de común acuerdo. Descubriendo siempre más y mejor todo lo que concierne al bien de los trabajadores, vosotros hacéis que se tome conciencia, poco a poco, de esa justicia social y la proponéis como ideal. Más aún, la reflejáis en nuevas reglas de comportamiento social que se imponen como normas de derecho. Aseguráis así el paso permanente del orden ideal de los principios al orden jurídico, es decir, al derecho positivo. En una palabra, vosotros afináis poco a poco y hacéis progresar la conciencia moral de la humanidad. Tarea, en verdad, ardua y delicada, pero tan alta y necesaria que reclama la colaboración de todos los verdaderos amigos del hombre. ¿Cómo no darle nuestra adhesión y nuestro apoyo?

No faltan en vuestro camino obstáculos que eliminar ni dificultades que superar. Vosotros los habéis previsto y para hacerles frente habéis recurrido a un instrumento y a un método que podrían bastar por sí solos para la apología de vuestra institución. Vuestro instrumento original y orgánico es hacer conjugar y reunir las tres fuerzas interesadas en la dinámica humana del trabajo moderno: los hombres de Gobierno, los empresarios, los trabajadores. Vuestro método – en lo sucesivo paradigma típico – es armonizar estas tres fuerzas, conseguir que no se opongan más entre ellas sino que concurran « en una colaboración valiente y fecunda » (Aloc. de Pío XII al Consejo de Administración del B.I.T., 19 noviembre 1954), mediante un diálogo constante para estudiar y solucionar problemas que surgen constantemente y se renuevan sin cesar.

Esta concepción moderna y excelente es muy digna dé que sustituya definitivamente a la que, por desdicha, ha dominado nuestra época: concepción dominada por el afán de la eficacia buscada a través de agitaciones, que muchas veces originan nuevos sufrimientos y nuevas ruinas, corriendo así el riesgo de anular, en vez de consolidar, los resultados obtenidos a precio de luchas más de una vez dramática. Hay que proclamarlo solemnemente: los conflictos de trabajo no podrán encontrar su remedio en disposiciones artificialmente impuestas que privan fraudulentamente al trabajador y a toda la comunidad social de su primera e inalienable prerrogativa humana: la libertad; no sabrán tampoco encontrarla en situaciones resultantes del sólo y libre juego – como se dice – del determinismo de factores económicos. Tales remedios pueden tener, sí, apariencias de justicia pero carecen de realidad humana. Solamente comprendiendo las razones profundas de estos conflictos y satisfaciendo las justas reivindicaciones que manifiestan, es como vosotros prevenís la explosión dramática y evitáis sus consecuencias desastrosas. Repetimos con Albert Thomas: « Lo social deberá vencer a " lo económico ". Deberá regularlo y conducirlo para mejor satisfacer a la justicia » (Dix ans d'Organisation Internationale du Travail, Ginebra, B.I.T., 1931 Prefacio, pág. XIV). Por esto la Organización Internacional del Trabajo aparece hoy en el campo cerrado del mundo moderno en el que se enfrentan peligrosamente los intereses y las ideologías, como un camino abierto hacia un futuro mejor de la humanidad. Quizá más que ninguna otra institución, vosotros podéis contribuir a ello siguiendo siempre fieles, en la actividad y en la iniciativa, a vuestro ideal: la paz universal por la justicia social.

Por esto hemos venido aquí para claros nuestro aliento y nuestra aprobación, invitaron a perseverar con tenacidad en vuestra misión de justicia y de paz y aseguraros nuestra humilde, pero sincera solidaridad. Está en juego la paz del mundo, el futuro de la humanidad. Este futuro no puede construirse más que en la paz entre todas las familias humanas, entre las clases y entre los pueblos, una paz que se apoye en una justicia cada vez más perfecta entre todos los hombres (cfr. Enc. Pacem in terris y Populorum Progressio, n. 76).

En este momento de contrastes en la historia de la humanidad, lleno de peligros y de esperanzas, toca a vosotros en gran parte construir la justicia y asegurar la paz. No creáis, Señores, que vuestra obra ha acabado; cada día se hace más urgente. Cuántos males, —y qué clase de males— deficiencias, abusos, injusticias, sufrimientos, llantos, se alzan todavía del mundo del trabajo. Permitidnos ser ante vosotros el intérprete de cuantos sufren injustamente, de cuantos son indignamente explotados, son ultrajados y escarnecidos en su cuerpo y en su alma, envilecidos por un trabajo degradante sistemáticamente querido, organizado e impuesto. Escuchad este grito de dolor que continúa elevándose de la humanidad doliente.

Luchad, valientemente, incansablemente, contra los abusos que cada día surgen y contra las injusticias que sin cesar se renuevan, obligad a que los intereses particulares se sometan a una visión más amplia del bien común, adaptad las antiguas disposiciones a las nuevas necesidades, suscitad otras, empeñad a las naciones a ratificarlas y tomad las medidas para hacerlas respetar, porque es necesario repetir: « sería inútil proclamar derechos si, al mismo tiempo, no se pone en práctica todo para garantizar el deber de respetarlos, por todos, en todas partes, y para todos » (Mensaje a la Conferencia Internacional de los Derechos del Hombre en Teherán, 15 abril 1968 )

Nos atrevemos a añadir: es preciso que defendáis al hombre contra él mismo, amenazado de no ser más que una parte de sí mismo, reducido, como se ha dicho, a una sola dimensión (cf r. Marcuse, L'Homme unidimensionel, Paris Ed. Minuit, 1968). Es necesario a toda costa impedir que no sea más que un proveedor mecanizado de una máquina ciega, devoradora de lo mejor de él mismo; ni de un Estado tentado de avasallar todas las energías para su solo servicio. Es necesario que protejáis al hombre, un hombre arrastrado por las fuerzas formidables que él maneja y como absorbido por el progreso gigantesco de su trabajo, un hombre arrebatado por el deseo irresistible de sus inventos y como aturdido por el contraste creciente entre el prodigioso aumento de los bienes puestos a su disposición, y su distribución, tan fácilmente injusta, entre los hombres y entre los pueblos. El mito de Prometeo proyecta su sombra inquietante sobre el drama de nuestro tiempo en que la conciencia del hombre no logra ponerse al nivel de su actividad y asumir sus graves responsabilidades con fidelidad al designio del amor de Dios sobre el mundo. ¿Habremos olvidado la lección de la trágica historia de la torre de Babel en que la conquista de la naturaleza por parte del hombre de Dios va acompañada de una desintegración' de la sociedad humana? (cfr. Gén 11, 1-9).

Dominando todas las fuerzas disolventes de la contestación y de la confusión, es preciso construir la ciudad de los hombres, una ciudad cuyo único elemento aglutinador durable es el amor fraternal entre las razas y los pueblos, entre las clases y generaciones. En los conflictos que desgarran nuestro tiempo, más que una reivindicación por poseer, es un legítimo deseo de ser, lo que cada día se afirma más. (Cfr. Populorum Progressio, nn. 1, 8).

A lo largo de cincuenta años habéis tejido una trama cada vez más apretada de disposiciones jurídicas que protegen el trabajo de los hombres, mujeres, jóvenes, que les garantizan una retribución conveniente. Es preciso ahora que empleéis los medios para asegurar la participación orgánica de todos los trabajadores, no sólo en las utilidades de su trabajo sino también en las responsabilidades económicas y sociales de las que depende su porvenir y el de su hijos (Const. Gaudium et Spes, n. 68).

Tenéis que asegurar también la participación de todos los pueblos en la construcción del mundo y preocuparos desde hoy de los menos favorecidos, lo mismo que en el pasado habéis dedicado los cuidados primeros a la categorías sociales más desfavorecidas. Esto equivale a decir que vuestra obra legislativa debe proseguirse con arrojo y empeñarse en caminos decididamente nuevos que garanticen el derecho solidario de los pueblos a su desarrollo integral, que permitan singularmente « a todos los pueblos convertirse ellos :Mismos en artífices de su destino » (Populorum Progressio, n. 65). Es un desafío el que se os lanza hoy, al amanecer del segundo decenio del desarrollo. A vosotros os toca el realizarlo. Os corresponde tomar las decisiones para evitar que se derrumben tantas esperanzas y extirpar las tentaciones de la violencia destructora. Tenéis que formular en normas de derecho la solidaridad que cada día se afirma más en la conciencia de los hombres. Como en el pasado habéis garantizado con vuestra legislación la protección y la supervivencia del débil contra el poder del fuerte – Lacordaire dijo: « entre el fuerte y el débil está la libertad que oprime y la ley que emancipa » (Conferencia n. 52 en Notre-Dame, Cuaresma 1848, en Oeuvres del R. P. Lacordaire, t. IV, Paris, Poussielgue, 1872, pág. 494) –, en adelante tenéis que dominar los derechos de los pueblos fuertes y favorecer el desarrollo de los pueblos débiles creando las condiciones no sólo teóricas sino también prácticas para un verdadero derecho internacional del trabajo en la escala de los pueblos. Como todo hombre, también todo pueblo debe poder desarrollarse a través de su trabajo, crecer en humanidad, pasar de condiciones menos humanas a condiciones más humanas (Populorum Progressio, nn. 15, 20). Se requieren para ello condiciones y medios adecuados, una voluntad común, cuya expresión podrían y deberían darla progresivamente vuestras convenciones libremente elaboradas entre gobiernos, trabajadores y empresarios. Varias organizaciones especializadas trabajan ya en la edificación de esta gran obra. En esa dirección habéis de progresar.

Si los arreglos técnicos son indispensables, éstos no podrían dar sus frutos sin la conciencia del bien común universal que anima e inspira la búsqueda y sostiene el esfuerzo, sin el ideal que arrastra a unos y otros a sobresalir en la construcción de un mundo fraternal. Este mundo del mañana tocará edificarlo a los jóvenes de hoy, pero a vosotros toca el prepararlos. Muchos reciben una formación insuficiente, no tienen la posibilidad real de aprender un oficio y de encontrar un trabajo. Muchos realizan tareas que no tienen significado para ellos, cuya repetición monótona puede procurarles una utilidad, pero no basta para darles una razón de vivir y satisfacer su legítima aspiración a desempeñar como hombres su puesto en la sociedad. ¿Quién no prueba en los países ricos su angustia ante la tecnocracia invasora, su repulsa de una sociedad que no logra integrarlos y, en los países pobres, su llanto por no poder, a causa de la preparación insuficiente y de medios inadecuados, dar su aportación generosa a las tareas que los reclaman? En la actual transformación del mundo su protesta resuena como una señal de sufrimiento y como una apelación a la justicia. Dentro de la crisis que sacude la civilización moderna, la espera de los jóvenes es ansiosa e impaciente: sepamos abrirles los caminos del futuro, proponerles tareas útiles y prepararles para ellas. Hay mucho que hacer en este campo. Sois bien conscientes de ello y os felicitamos por haber incluido en la orden del día de vuestra 53ª sesión el estudio de programas especiales de empleo y de formación de la juventud en vistas al desarrollo (O.I.T., Relación VIII [1], Ginebra 1968).

Amplio programa, Señores, muy digno de citar entusiasmo y de galvanizar todas vuestras energías en el servicio de la gran causa que es la vuestra – que es también la nuestra – , la causa del hombre. En este combate pacífico los discípulos de Cristo desean participar de todo corazón. Si es importante que todas las fuerzas humanas colaboren en esta promoción del hombre, hay que poner el espíritu en su puesto, en el primero, porque el Espíritu es Amor. ¿Quién lo duda? Esta construcción sobrepasa las fuerzas del hombre. Pero el cristiano sabe que no está sólo con sus hermanos en esta obra de amor, de justicia y de paz en la que él ve la preparación y la prenda de la ciudad eterna que espera de la gracia de Dios. El hombre no está abandonado a sí mismo en medio de una multitud solitaria. La ciudad humana que él construye es la de una familia de hermanos, de hijos del mismo Padre, apoyados en su esfuerzo por un vigor que los anima y sostiene, la fuerza del Espíritu, misteriosa pero real, ni mágica ni totalmente extraña a nuestra experiencia histórica y personal, puesto que se ha expresado en palabras humanas. Su voz resuena más que en otras partes dentro de esta casa abierta a los sufrimientos y angustias de los trabajadores, a sus conquistas y realizaciones prestigiosas; una voz cuyo eco inefable, ayer como hoy, no cesa ni cesará de suscitar la esperanza de los hombres en el trabajo: Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré »; Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán hartos (Mat. 11, 28 y 5, 6).


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.24, p.1-4.

 



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