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 DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS ALUMNOS DE LA ACADEMIA PONTIFICIA ECLESIÁSTICA*

Lunes 22 febrero de 1971

 

Nos produce verdadera alegría, como un agradable paréntesis en nuestro trabajo, recibiros hoy y pasar un rato entre vosotros, queridos alumnos de la Pontificia Academia Eclesiástica. Nos agrada el veros en un grupo tan numeroso – sabemos que sois treinta y siete – y algunos de vosotros en vísperas ya de dejar el predilecto centro de vuestros estudios y esta Alma Ciudad en la que habéis recibido la preparación científica y diplomática, para trasladaros a las representaciones donde deberéis iniciar vuestro nuevo trabajo. Nos alegra sobre todo el ver aquí con vosotros al nuevo Presidente, el señor arzobispo Felice Pirozzi; le saludamos y reiterándole la esperanza que una vez más depositamos sobre él, en sus dotes de diligente y experimentado servidor de la Iglesia, en su cultura y competencia doctrinal, en su conocimiento y en su experiencia de hombres y de cosas, le felicitamos por la alta tarea a la que ha sido llamado, la tarea de guiar certeramente la formación de los alumnos en vista de sus futuras responsabilidades.

Vuestra presencia evoca en nuestro espíritu – ¿y cómo no? – el recuerdo personal de nuestra permanencia en la Academia, allá por nuestros años juveniles, desde noviembre de 1921 a 1926. Es un recuerdo agradecido y entrañable por todo lo bueno que allí recibimos a través del trato con personas tan distinguidas que nos sirvieron de guía, de ejemplo y de constante ayuda para recorrer el nuevo camino que habíamos iniciado con un cierto titubeo, característico del espíritu juvenil al que la Providencia muestra una vía imprevista hasta entonces, inesperada y, desde luego, no querida.

Entre estas personas, recordamos al venerable Presidente, mons. Giovanni Zonghi, a los profesores y compañeros, estupendos y queridos, y entre ellos a los llorados monseñores Mariano Rampolla del Tindaro, Antonio Riberi, más tarde Nuncio y cardenal, Carlo Emmanuele Toraldo y otros a quienes tanto debemos.

Como decíamos con ocasión de nuestra visita a la sede de la Academia después de su restauración, el 17 de enero de 1965, este centro fue para nosotros « una casa próvidamente acogedora..., una familia de cordialísimas amistades..., un hogar de conversaciones juveniles, de ningún modo críticas, ambiciosas o mordaces sobre personas o acontecimientos de aquellos días ya lejanos, sino por el contrario utilísimas para entrenarnos en la observación, en el juicio, en la simpatía por las cosas de nuestro tiempo; fueron una iniciación al estudio de experiencias vitales, al análisis reflejo y consciente de acontecimientos y sus protagonistas, al afán y la decisión de empeñar nuestras fuerzas en el servicio militante del Reino de Dios. La Academia fue para nosotros un cenáculo de ideas, de discusiones sobre todo de lecturas, de meditaciones. Nos parecía que en aquel cenáculo nuestra vocación iba profundizándose, nuestra modesta cultura completándose, y en una vigilia densa de pensamientos y de ilusiones maduraba la conciencia, iluminadora y progresiva, que jamás nos abandonó luego, de lo que es la Iglesia en si misma, para el mundo y para cada uno de nosotros » (Paolo VI e la Pont. Accademia Ecclesiastica, Tipografia Poliglota Vaticana, 1965, pp. 13-15).

Finalmente la Academia fue una palestra de estudios; lástima que no eran entonces muy rigurosos; con todo, contribuyeron suficientemente a completar nuestra preparación, tomo alumno de aquellos tiempos.

El recuerdo de la experiencia vivida personalmente nos permite tener una idea clara y nos lleva a preguntarnos con vosotros, para que os forméis una visión precisa de vuestro propio deber, qué significa para un alumno pertenecer a la Academia Eclesiástica, qué valor tiene, qué responsabilidades comporta.

Así, pues, la primera pregunta que debemos hacernos es ésta: qué es lo que os da la Academia hoy, en este momento histórico en el que os ha tocado vivir y por el que está pasando actualmente la Iglesia y la humanidad, una hora densa en progresos, en cambios, en problemas nuevos, en esperas y esperanzas? Ella realiza un acto de confianza al llamaros a ser los colaboradores inmediatos de la Santa Sede en la obra que ésta lleva a cabo en el mundo, para estímulo y aliento de los obispos y de las comunidades eclesiales a ellos encomendadas, en defensa de los valores religiosos, tutela del hombre y de sus intangibles derechos y en apoyo de la autentica paz. Esta es la « diplomacia » que la Iglesia realiza hoy en el mundo de una forma que, hay que decirlo, no es bien conocida dado que suscita a veces objeciones por parte incluso de algunos miembros del clero y del laicado; y, sin embargo, es indispensable y preciosa por las oportunidades que ofrece para tutelar y llevar a cabo la misión de la Iglesia hasta en las situaciones más complejas y en los lugares más extraños.

Para realizar este servicio la Academia pone a vuestra disposición instrumentos más que idóneos: un curriculum de estudios orgánicos y cuidadosamente preparados, una amplia y necesaria información sobre los problemas inherentes al gobierno universal de la Iglesia, un ambiente profundamente embebido de sólida piedad y de auténtica vida eclesial. A este propósito queremos congratularnos, con vuestro Presidente, ya que siguiendo la línea trazada por sus predecesores favorece en la Academia una vida de estudio y de oración, mediante cursos particulares especializados e iniciativas de espiritualidad que sin duda alguna no podrán menos de dejar huella en vuestra personalidad en proceso de formación. Todos estos subsidios puestos a vuestra disposición, además de los cursos normales, miran precisamente a abrir ante vosotros horizontes cada vez más amplios de trabajo y de empeño por las actuales necesidades de la Iglesia, a fin de que cada día podáis abandonaros con mayor confianza a la Providencia que, a través de vuestros Superiores, os ha invitado a seguir este camino.

Ahora bien, el haber sido llamados a una responsabilidad así exige correspondencia generosa: y esto es precisamente lo que os pide la Academia. Con motivo de nuestra ya mencionada visita, recomendábamos a los alumnos que « tuvieran un concepto claro de la misión que les espera; que pusieran atención en lo que es esencial en dicha misión: el Reino de Dios, el servicio de la Iglesia; que se inmunizase seriamente ya desde ahora contra todo lo que en ella es apariencia y estilo exterior; que madurasen en pensamientos, virtud, propósitos claros y firmes, personales, profundos y verdaderamente cristianos para ser capaces de hacer, con autenticidad y nobleza, de cualquier actividad que la más rigurosa disciplina eclesiástica pudiese encomendarles, un ministerio, un testimonio existencialmente realizado, una oblación de caridad a Cristo nuestro Señor » (op. cit.; pp. 19-20).

Así, pues, si los objetivos a los que tiende el servicio « diplomático » son, hoy sobre todo, únicamente los que acabamos de exponer, es decir, una total dedicación a la misión salvífica que la Iglesia realiza en nombre de Cristo y por su autoridad, entonces lo que os pide la Academia es precisamente « comprender la Iglesia »: ésta ha sido la finalidad del Concilio Vaticano II y es aquí donde encuentra justificación el brioso arranque de nuestro tiempo postconciliar.

Entender la Iglesia en su realidad salvífica, en su misteriosa sacralidad, en su riqueza de vida de la cual es dispensadora, en su destinación a salvar integralmente al hombre; entenderla en su anhela por llegar a todos los hombres, para iniciar con ellos un dialogo franco y sincero, para hacerles ver sus propias responsabilidades y su grandeza de hijos de Dios, redimidos por Cristo, hermanos entre hermanos en su Cuerpo místico; entenderla en su empeño por establecer en el mundo la paz de Cristo, la única verdadera y perdurable.

Por esto se os exige la preparación específica a la que ahora estáis dedicados; pero además se os pide también que aprovechéis intensamente este periodo de tiempo para vuestra formación moral y espiritual, para lograr la intimidad con Cristo, para establecer con El un contacto vital que, en vez de enfriarse, vaya profundizándose y consolidándose cada vez más. Las palabras que el gran San Ambrosio decía a sus sacerdotes, os las dirigimos hoy a vosotros: « Cur non illa tempora, quibus ab Ecclesia vacas, lectioni impendes? Cur non Christum, revisas, Christum alloquaris, Christum audias? Illum alloquimur cum oramus; illum audimus cum divina legimus oracula » (De Off. min. 1, 20, 88; PL 16, 50).

El tiempo de vuestra preparación os consiente estos oasis de paz en que el espíritu, ávido de poder conocer mejor a Cristo, puede encontrar el alimento para su proyección intima hacia la santidad y para darle a las almas. Aprovechad sobre todo en la oración y en la meditación de las Escrituras, según la exhortación del Concilio (Dei Verbum, n. 25), a fin de estar siempre provistos de lo necesario para ir al encuentro de cualquier misión que la Iglesia quiera encomendaros.

Nosotros os seguimos con especialísimo interés durante este periodo tan precioso, lo mismo que os seguiremos en vuestros primeros pasos al servicio de la Santa Sede; rezamos por vosotros a fin de que el Señor os conceda abundantemente sus auxilios y encuentre en vosotros el terreno preparado para dar el máximo fruto. Y con estos paternos deseos os bendecimos a todos.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española,  n.10 p.3.

 



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