ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LA COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
Jueves 11 de octubre de 1973
Venerables hermanos y queridos hijos, miembros de la Comisión Teológica Internacional.
Mientras celebráis la última sesión plenaria de este primer quinquenio, Nos, juntamente con vosotros, damos gracias a Dios por los dones de luz y de sabiduría que os ha concedido en este espacio de tiempo; también os agradecemos la labor a que os entregasteis, y que era más difícil por el hecho de que no existían ejemplos antecedentes y, en consecuencia, necesitabais como una cierta iniciación, unida a un esfuerzo no pequeño, pero también a una voluntad firme.
Que Dios os bendiga por ello. La Comisión Teológica fue creada para que colaborase con la Sede Apostólica —además de otros institutos ya existentes— en orden a ejercer el oficio que le concierne sobre la doctrina. Por esta misma causa, frecuentemente la llamamos «nuestra» Comisión Teológica. Ella corresponde a los deseos del primer Sínodo de los Obispos y, en consecuencia, ocupa un lugar privilegiado en la Iglesia docente, pues por ella ha sido instituida y por ella es fomentada con permanente esperanza.
De esta manera, pues, una nueva forma de cooperación, más plena de lo que fue en tiempos pasados, se ha introducido entre los que se dedican a la teología, que guardan los llamados métodos científicos y técnicos, y el mismo Magisterio pontificio. Así, también, a las escuelas teológicas repartidas en los cinco continentes se les ofrece la posibilidad de proponer su doctrina de modo legítimo o, como dicen, oficial.
Baste lo dicho para afirmar cuánto nos alegramos de ello, y para confirmaros la benevolencia que hemos tenido y seguimos teniendo a vosotros mismos y a vuestro trabajo desde el tiempo en que instituimos la Comisión Teológica, es decir, desde el año 1969.
De una forma particular os manifestamos nuestra esperanza y confianza el día 6 de octubre del mismo año al visitarnos con motivo de reuniros en Roma para celebrar vuestra primera sesión plenaria. Entonces os confiarnos el ejercicio de las tareas que se os piden por este nuevo Instituto[1]
1. Confesamos ciertamente que nos movemos ahora por los mismos sentimientos de ánimo; añadiendo nuestro recuerdo agradecido y gran estima hacia el compañero que, en el transcurso de este tiempo, falleció y hacia los que, por otras causas, dejaron de ser miembros de vuestra Comisión.
Pero porque ahora estáis reunidos ante el Sucesor del bienaventurado Pedro, no podemos dejar de decir unas breves palabras en torno a la naturaleza de la Comisión y de su destino futuro presumible.
2. En primer lugar, nos place considerar que los miembros de la Comisión se han movido por la voluntad de servir a la Iglesia al prestar un trabajo común a todos, con la intención de que el «método de trabajo» resulte idóneo y apropiado para estimular y confirmar la diligencia propia de cada uno.
Existen también motivos para alegrarnos del feliz éxito del trabajo realizado por la Comisión en estos cinco años. Basta recordar la ayuda que prestó al Sínodo de los Obispos en el año 1971, cuando se trató de describir y de proponer más cuidadosamente la doctrina sobre el sacerdocio ministerial, y recordar igualmente la ayuda tan útil que prestó para ilustrar y resolver varios problemas de máxima importancia.
3. De todo lo que hemos indicado en breves palabras, se concibe la firme esperanza de que la realización del cometido de dicha Comisión se perfeccione todavía más y más y su ministerio eclesial se haga cada día más evidente.
En primer lugar, nos parece que se puede solicitar y aplicar de modo más amplio y más apto la diligencia de esa Comisión, principalmente con que algunas de las realizaciones que ya consiguió sean publicarlas (como ya en parte se ha hecho) juntamente con las conclusiones de las sesiones; pues los trabajos de la misma deben ser honrados y propagados si se juzga que concuerdan con la doctrina de la Iglesia y con las necesidades de estos tiempos. Así pues, conviene que los mismos trabajos como que salgan del grupo, circunscrito a límites más estrechos, que los realizó, para que estimulen a los cultivadores de las sagradas disciplinas y abran a todos los discípulos del Señor el camino de la alegría y de la paz en la fe (cf. Rom 15,13).
Estos estudios pueden, además, si es el caso, prestar a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe la ayuda valiosa de peritos, ya que esta Congregación, por la situación actual, está obligada, y ciertamente de forma cada vez más urgente, a cumplir su oficio por el que debe «defender la doctrina de la fe y de las costumbres en todo el mundo católico»[2] .
4. Conviene afirmar también que todos los teólogos, casi por ley de su oficio, participan, si bien con distintos grados de autoridad, en el oficio que es propio de los pastores de la Iglesia sobre este punto; es decir, en el oficio mediante el cual hagan que fructifique la fe y rechacen mediante la vigilancia los errores que se ciernen sobre su grey[3] .
El oficio de los pastores, principalmente del Vicario de Jesucristo en la tierra, se ejerce por el Magisterio auténtico, cuyo origen es divino; éste está revestido de un carisma cierto de verdad que no se puede comunicar a otros y que no puede ser sustituido por ningún otro[4]. Pero, por ello, no están exentos del esfuerzo de buscar los auxilios apropiados, para investigar la Revelación divina[5]. Así pues, su Magisterio auténtico necesita de la ayuda incluso «técnica» de los teólogos, los cuales, observando las leyes propias de su método, hagan que el juicio de la Iglesia madure más fácilmente[6].
5. En lo que concierne a cierta inclinación actual de algunos que están entregados a los estudios teológicos —a la cual dirigimos el espíritu con diligencia—, parece conveniente que, sobre algún punto, paternal y humanamente, advirtamos a los que cultivan esta disciplina difícil, pero que inflama los espíritus, y a la que, según el ejemplo de los Padres de la Iglesia oriental, podemos definir como «divina teología»: a saber, que, estudiando según el método histórico, no descuiden la investigación especulativa, para lo que vienen perfectamente estas palabras: «conviene hacer una cosa y no omitir la otra»; y que, al investigar alguna parte peculiar, no olviden la universalidad y toda la amplitud de los capítulos de doctrina, que hay que tener en cuenta al conseguir y perfeccionar más la ciencia de las cosas divinas.
6. Dicho lo cual, es conveniente que estimemos en mucho, alabemos y confirmemos lo que habéis trabajado en este ministerio eclesial. Vuestra presencia es consuelo para Nos, ya que conocemos hasta qué punto la Iglesia necesita de doctrina teológica sólida, sana, adecuada a estos tiempos; y no olvidamos la conveniencia de que los teólogos estén convencidos de su vocación, por la cual deben ser discípulos fieles y apóstoles de la fe, dentro de los límites de la Revelación y de todo lo que el Magisterio de la Iglesia enseña expresamente y con autoridad. Manteniendo este camino, la Comisión Teológica será para todos los teólogos, según honradamente confiamos, como guía en el cumplimiento de misión tan grave. Sin duda cumplirá este cometido que le ha sido confiado, si al realizar su labor fija su mirada en «Jesús Apóstol y Pontífice de nuestra confesión» (cf. Heb 3,1); si el llamado pluralismo de las opiniones que defienden los miembros de la misma Comisión, en lugar de dañar en modo alguno a la unidad de la fe (en cuanto que disminuya aquella razón objetiva, unívoca, concorde, que ha de tener el entendimiento de la fe, lo cual es ciertamente propio de la fe católica), el mismo pluralismo, en realidad, será —decimos— una fuerza impulsora, para una comprensión más amplia y profunda de la misma fe, que siempre se refiere al evangelio, anunciado por los Apóstoles (cf. Gál 1,8), y conservado integro y constantemente vivo por aquellos a quienes dejaron como sucesores, y a los que entregaron el puesto de su magisterio[7].
Deseamos, por tanto, que la Comisión Teológica consiga que su presencia en la Iglesia se recomiende por su fuerza y gravedad, más que por su éxito próspero; es decir, que sea presencia de «signo» del oficio salvífico que también en su nivel concierne a los teólogos, que estudian la doctrina sagrada.
Venerables hermanos y queridos hijos, éstos son nuestros deseos, que gustosamente confirmamos con nuestra bendición apostólica.
[1] Cf. ASS 61 (1969) 713.
[2] Pablo VI, Const. apostólica Regimini Ecclesiae universae, 29: AAS 59 (1967) 897.
[3] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 29.
[4] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 8: AAS 58 (1966) 821; ibid., 10: AAS 58 (1966) 822..
[5] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 25: AAS 57 (1965) 31.
[6] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 12: AAS 58 (1966) 824.
[7] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 7: AAS 58 (1966) 820.
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