DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL EMBAJADOR DE CANADÁ ANTE LA SANTA SEDE*
Jueves 20 de octubre de 1973
Señor Embajador:
Agradecemos vivamente a Vuestra Excelencia las generosas palabras que acaba de dirigirnos al asumir oficialmente sus funciones de Embajador ante la Santa Sede.
Acogemos con placer los buenos deseos que formuláis para nuestro pontificado, en vuestro nombre y en el del Gobierno federal y del pueblo canadiense. Trasmitidles nuestro agradecimiento y los fervientes deseos que brotan en nuestro corazón, y nuestra oración por la prosperidad y esplendor de ese gran país de la Commonwealth.
Vuestra Excelencia ha tenido la amabilidad de evocar, en términos que han atraído toda nuestra atención, algunas líneas de fuerza acerca de nuestra actuación en el campo internacional. Objetivos que, por otra parte, deben unirse a los de todo pueblo civilizado y, con más razón, a los esfuerzos de aquellos pueblos cuya tradición cristiana les hace ver en todo hombre a un hermano. Y sabemos que el Canadá presta de buena gana su colaboración a las generosas iniciativas de paz y desarrollo en todo el mundo.
Efectivamente, ¿cómo no actuar en favor de un desarme progresivo y controlado, cuando la humanidad se encuentra bajo la amenaza de una acumulación de armamentos cada vez más homicidas? ¿Cómo no tratar de impedir a los pueblos el recurso a la violencia, cuando pactos pacíficos, según la razón y la justicia, deberían ser siempre la norma, para no derramar sangre, para no amontonar ruinas, para no aumentar la devastación? Pero es necesario ir más allá, hasta descubrir las causas profundas de muchos conflictos y tensiones en el interior de la gran familia humana: la violación de derechos fundamentales, el desprecio a ciertas minorías, la suerte no merecida en la que se sitúa a países cuyo desarrollo es difícil. No puede establecerse un clima general de seguridad sin la constante preocupación por una mayor justicia para todos: y toca a cada uno promoverla, reforzando así el crédito y la eficacia de una autoridad pública internacional.
En esta línea, la Santa Sede, en nombre de toda la Iglesia católica, acentúa dos perspectivas que Vuestra Excelencia ha subrayado felizmente: el afán por un universalismo que se preocupe por asignar el lugar propio de cada uno en el concierto de las naciones, por encima de bloques y partidos; y el de un pleno humanismo que encuentra radicalmente insuficiente el desarrollo económico e incluso cultural, sin el progreso social y el desarrollo espiritual.
En esta perspectiva, la Santa Sede estima los esfuerzos realistas que desarrolla el Canadá para hacer frente a los problemas de nuestra época: integración social de todos los pueblos unida al respeto por su peculiaridad; participación equitativa en las responsabilidades del bien común y en los beneficios del progreso; preocupación por los menos favorecidos; búsqueda de una calidad de vida y de relaciones humanas que sobrepasen el puro bienestar material; educación para las exigencias de la libertad; profundización en las razones para vivir y para esperar. ¿No es verdad que, afrontando estas cuestiones con lucidez y tratando de solucionarlas valientemente en el propio país, es como este país se encontrará capacitado para contribuir a darles solución a un nivel internacional?
Por su parte, la Iglesia católica quiere contribuir a ello, y, según su misión espiritual, lo hace despertando, formando y animando las conciencias. Se dirige, en primer lugar, a sus fieles, pero extiende de buena gana su diálogo a los demás: cristianos, creyentes y hombres de buena voluntad. En esta solemne ocasión, saludamos con especial afecto a nuestros hermanos e hijos de la comunidad católica del Canadá. apreciamos su voluntad de enraizarse siempre más profundamente en la fe, y seguimos con interés su desarrollo pastoral. Manifestamos también nuestra amistad a los compatriotas que comparten la fe cristiana. Y aseguramos nuestra estima y colaboración a todos aquellos que trabajan por promover el bien más completo de sus hermanos los hombres.
Para ellos, para todo el pueblo canadiense y sus dirigentes, imploramos las abundantes bendiciones del Dios Salvador. Y para Vuestra Excelencia, señor Embajador, añadimos nuestros más cordiales deseos en el desarrollo de vuestra nueva misión ante la Santa Sede.
*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.44, p.10.
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