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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
AL CAPÍTULO GENERAL DE LOS MISIONEROS
DEL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA

Jueves 25 de octubre de 1973

 

¡Amadísimos Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María!

Os expresamos nuestra viva complacencia por esta visita que nos hacéis apenas culminadas las sesiones de vuestro Capítulo General. Auguramos que sea fecundo el trabajo que habas realizado durante estos días. Hacemos votos para que el abnegado servicio del Superior General y de los demás miembros elegidos para formar parte de su Consejo, sea eficaz y saludable a los fines de vuestra Familia religiosa.

No podemos pasar por alto una circunstancia, particularmente iluminadora, que hace más atractivo este gozoso encuentro: ayer hemos celebrado la fiesta litúrgica de San Antonio María Claret. Vosotros mismos habéis manifestado con tal motivo el deseo de visitar al Sucesor de Pedro. Os agradecemos este gesto de adhesión, en el que descubrimos un testimonio de exquisita afinidad espiritual con vuestro padre fundador. ¿Cómo no recordar ante sus hijos la entrañable devoción que sentía hacia el Vicario de Cristo? Y ¿cómo no venerar su memoria ante su elocuente y conmovedora profesión de fe de la infalibilidad pontificia en el Concilio Vaticano I? Todo ello nos obliga a abriros confiadamente nuestro ánimo agradecido, para que lo sepáis en perfecta sintonía de sentimientos religiosos con el vuestro.

Estamos seguro de que, durante estos días de retiro capitular, la presencia protectora y orientadora de San Antonio María se ha hecho más intensa y exigente entre vosotros. Y nos place adivinar también que a la hora de señalar las líneas de renovación habéis tenido como punto fijo de referencia la fidelidad más genuina a los orígenes de vuestro Instituto y a las enseñanzas sobre la vida de consagración que el Concilio Vaticano II propuso y Nos mismo repetidamente hemos inculcado. Permitidnos saborear con qué pureza de rasgos característicos se ofrecía a la contemplación de San Antonio María la imagen del claretiano. Lo leíamos ayer en el Oficio de Lectura: «Yo me digo a mí mismo: un Hijo del Inmaculado Corazón de María es un hombre que arde en caridad y que abrasa por donde pasa . . . Nada le arredra; se goza en las privaciones, aborda los trabajos, se complace en las calumnias y se alegra en los tormentos. No piensa sino cómo seguirá e imitará a Jesucristo, en trabajar, sufrir y en procurar siempre y únicamente la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas» (El celo, c. I: BAC 188, 1959, 777).

Ved ahí, proyectado hacia vosotros, todo un programa de santidad, fundado en la renuncia valiente de sí mismo, fruto de su fecunda vitalidad evangélica. Os señala claramente, con expresiones de neto dinamismo paulino, el bien a que debe aspirar vuestra vida personal y comunitaria: el seguimiento y la imitación de Cristo a impulsos de una caridad siempre operante.

Si a este programa de vida interior añadimos el culto particularísimo que os inculcó a la Virgen María, junto con la dedicación primordial al ministerio de la Palabra, tenemos el cuadro completo de la vocación a la espiritualidad claretiana. Esos mismos y no otros fueron los móviles que dieron vida y sentido al incontenible celo misionero del hijo de Sallent. Y no fue otro el sello de austeridad religiosa que se impuso a sí mismo para hacer su propio ministerio más fidedigno y más conforme a las exigencias de la llamada divina. Anunciar la Buena Nueva hasta gastarse en sacrificio por el bien de los hermanos, enseñar a los hombres el lenguaje siempre nuevo de la caridad, caracterizaron su desbordante tarea de pastor como Arzobispo de Santiago de Cuba.

Podríamos decir muy bien de él, como del Apóstol de las Gentes, que su fibra de «heraldo y maestro en la fe y en la verdad» (Cfr. 1 Tim. 2, 7) no sufrió mengua alguna en medio de las dificultades. Al contrario, sus afanes pastorales, su inquietud misionera hallaron modo de expresarse continuamente en nuevas iniciativas ministeriales, dentro y fuera de la madre patria, inspiradas y alimentadas por una conciencia de servicio fiel a la Iglesia.

Amadísimos hijos: apreciad este vuestro patrimonio espiritual; no escatiméis desvelos en cuidar sus raíces, si de veras queréis ser un árbol siempre florido y joven, capaz de adaptarse al medio ambiente, a las exigencias cambiables de los tiempos para seguir dando frutos maduros a la Iglesia, como ha dado en el pasado y sigue dando en la actualidad, a través de sus hijos más preclaros.

En el Capítulo que atabais de celebrar habéis podido convenceros de que sois portadores de unos valores que no envejecen, porque son parte selecta de la herencia y de la vocación universal de la Iglesia. La misma comunidad cristiana os pide fidelidad y discreción, generosidad y desprendimiento para aceptaros y reconoceros como signo viviente y solidario de sus aspiraciones humanas y espirituales.

No queremos alargarnos más. Al confiaros estas reflexiones, queremos alentaros en vuestros anhelos de santidad con nuestras plegarias al Inmaculado Corazón de María para que, con la ayuda de su maternal intercesión, seáis ejemplares hijos de la Iglesia. Como confirmación de estos deseos y como testimonio de particular benevolencia impartimos de corazón a vosotros y a toda la Familia claretiana la Bendición Apostólica.

 



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