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 DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LAS PARTICIPANTES EN LA XXVI ASAMBLEA GENERAL
DE LA UNIÓN DE SUPERIORAS MAYORES DE ITALIA (USMI)


Sábado 15 de abril de 1978

 

Queridas hijas en Cristo, superioras mayores de Italia:

Os acogemos hoy con alegría especial al terminar vuestra 26 asamblea general en la que habéis estudiado con atención el nuevo estatuto de la Unión y habéis procedido a la renovación reglamentaria de cargos.

Saludamos antes de todo a la madre Angela Maria Campanile y, al mismo tiempo que nos congratulamos por su reelección a la presidencia de vuestra Unión, le agradecemos de todo corazón las palabras llenas de fe con que ha interpretado vuestros sentimientos hacia el Sucesor de Pedro.

Con ella os saludamos también a vosotras y a todas las religiosas italianas que representáis, las cuales están dando un "testimonio evangélico" en la sociedad dé hoy.

En este momento de la historia en que tanto se busca descubrir de nuevo la propia identidad vocacional, vuestra presencia tan agradable aquí nos ofrece excelente oportunidad para dirigiros palabras de aliento en vuestra entrega fiel a Dios y al hombre de hoy.

Como todo cristiano y en fuerza, por tanto, del bautismo, cada religioso está llamado a una fidelidad doble y firmísima dentro del ámbito y formas propias de su consagración específica.

Está fuera de duda, es obvio, la adhesión al Señor, puesto que la fe en El nos "ha sido dada una vez para siempre" (Jds 3) por ello esta fe no puede prestarse a "otro Jesús" (2 Cor 11, 4), ni entibiarse (cf. Ap 3, 16) so pena de "perder la gracia" (cf. Gál 5, 4). Por tanto permanecen inmutables para los religiosos los tres consejos evangélicos cuya observancia constituye desde siempre en la historia de la Iglesia lo proprium de su adhesión al Señor. A este respecto sea vuestra guía la siguiente afirmación conciliar: "El estado religioso imita más de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que propuso a los discípulos que le seguían" (Lumen gentium, 44; cf. Perfectae caritatis, 12-14). De esta consagración singularísima toda la comunidad eclesial puede recibir edificación verdadera y reafirmarse en la generosidad de su vida cristiana, siendo objeto asimismo de los beneficios de una donación personal que se transforma en intercesión viviente ante Dios. En efecto, la castidad, pobreza y obediencia libremente aceptadas y vividas gozosamente, se transforman en "oblación y sacrificio de fragante y suave olor" (Ef 5, 2), en beneficio de la Iglesia entera que siempre está necesitando vitalmente estos signos llenos de luz.

Pero también es característica de los religiosos una fidelidad peculiar a la humanidad, fidelidad que no se añade extrínsecamente a la anterior, sino que se desprende espontáneamente de ella. Como el Señor Jesús vivió y murió "por muchos" (Mc 10, 45), de igual modo quienes le siguen más de cerca no pueden dejar de orientar su existencia, sea ésta de signo activo o contemplativo, a la empresa de salvar a los hombres, a los que por ello mismo conviene conocer bien y amar evangélicamente. De nuevo acude el Concilio en nuestra ayuda: "La profesión de los consejos evangélicos... no es impedimento para el verdadero desarrollo de la persona humana... Y nadie piense que los religiosos se hacen por su consagración extraños a los hombres o inútiles para la sociedad terrena" (Lumen gentium, 46). Por tanto, los consagrados están de tal modo insertos en la vida de la Iglesia que comparten también su tensión apostólica respecto del mundo, al cual aman, "revestidos" de Cristo más que cualquier otro bautizado (cf. Gál 3, 27), a imitación de Dios (cf. Jn 3, 16). De estas consideraciones se desprende el deber de ponerse al día constantemente y con provecho, con la única mira de mejorar la posibilidad de estar presentes apostólicamente, "a fin de que su testimonio aparezca a los ojos de todos y sea glorificado nuestro Padre, que está en los cielos" (Perfectae caritatis, 25).

Con este espíritu pondréis cuidado mantener o, mejor, incrementar las obras de apostolado y de caridad, especialmente los centros de enseñanza y las instituciones de asistencia al servicio de los pobres, sobre todo donde es más difícil la presencia de la Iglesia, superando las dificultades con confianza en la ayuda divina y estudiando el modo de seguir manteniendo —aunque haya disminuido el personal religioso— instituciones que desarrollan actividades provechosas y benéficas en el seno de la comunidad. No queremos dejar de alentar a las distintas familias religiosas a que estrechen cada vez más los vínculos de fraternidad y colaboración a nivel diocesano, regional y nacional para bien de la Iglesia, tanto local como universal.

Pero sobre todo exhortamos paternalmente a las congregaciones femeninas italianas y a vosotras, superioras mayores, a tener confianza y esperanza inamovibles empeñándoos en no fallar en "aprenderos a Cristo" (cf. Ef 4, 20), afianzándoos con más ahínco en la oración y dando cada vez más calidad al propio ministerio.

A vosotras y a cada una de las religiosas de la Unión impartimos complacido nuestra más cordial bendición apostólica.



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