DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL SEÑOR DOMINGO DE LAS BÁRCENAS Y LÓPEZ-MOLLINEDO MERCADO, EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE*
Jueves 17 de diciembre de 1942
Si es siempre para Nos, Excmo. Sr. Embajador, motivo de satisfacción no pequeña el recibir a los enviados de aquellas Naciones, que desean mantener amistosas relaciones con esta Santa Sede, tal satisfacción naturalmente sube de punto cuando se trata de los dignísimos representantes de aquellos pueblos, que entre sus títulos de nobleza, ostentan, como primero, el de nación católica.
Católica es España, y tan profundo arraigo consiguió este árbol en su suelo fuerte y en los fuertes pechos de sus hijos, que ni siquiera el formidable turbión, cuyas consecuencias todavía lamentamos, fue capaz de desarraigarlo. Antes bien, como reverdece el prado después de la tormenta, hoy lo vemos de nuevo retoñar, a pesar del momento tan poco propicio para una convalecencia, y resurgir potente, consciente de su pasado, lleno de su propio espíritu, con plena confianza en el porvenir.
Nos, con Nuestros ojos de Padre, con Nuestras oraciones y, cuando fue oportuno, con Nuestra palabra y Nuestro aliento, hemos seguido a diario tan dichoso resurgimiento, del que tanto Nos cabe esperar para bien de España. Nos hemos admirado sus continuas manifestaciones de piedad y de fe pública y privada, entre las que no podemos olvidar el carácter nacional que quisisteis filialmente dar a la conmemoración del vigésimo quinto aniversario de Nuestra Consagración Episcopal. Nos os hemos oído decir que vuestro «modo de ser no sería completo, si no fuera profundamente católico» que «afirmáis cien veces la más absoluta ortodoxia ». Y con grande consuelo de Nuestra alma hemos sido informado de los progresos de la Acción Católica, de la abundancia de buenas y sólidas vocaciones para ministros del Santuario; hemos visto a Cristo triunfar en la escuela, resurgir las Iglesias de las ruinas abrasadas, y penetrar el espíritu cristiano en las leyes, en las instituciones y en todas las manifestaciones de la vida oficial. Nos, finalmente, hemos contemplado a Dios presente otra vez en vuestra historia y sin poderlo evitar, nos ha vuelto a los labios, pensando en el alma de España, la canción del místico vate de Fontiveros: «Dichosa y venturosa / el alma que a su Dios tiene presente; / ¡oh, mil veces dichosa! / pues bebe de una fuente / que no se ha de agotar eternamente» [1].
Dichosa y venturosa España, que tiene ya los labios puestos en este chorro de vida; dichosa y venturosa, porque, si nunca de él los aparta, el líquido vivificante irá penetrando sus entrañas hasta purificar su pueblo enteramente, aun hasta aquellas clases más maleadas por la malévola siembra del hombre enemigo (cf. Mt 13, 25); ordenando todas sus costumbres, hasta devolver completamente al austero pueblo español aquellas virtudes tradicionales, que un día le hicieron grande; depurando todas las mentes, hasta desterrar para siempre concepciones incompatibles con una nación llamada justamente pueblo de místicos y de teólogos.
España, en este momento culminante de la historia del mundo, tiene, sin duda ninguna, una misión altísima que cumplir; pero solamente será digna de ella si logra totalmente encontrarse de nuevo a sí misma, en su espíritu tradicional y cristiano y en aquella unidad que sólo sobre tal espíritu puede edificarse.
Nos, Sr. Embajador, alimentamos por lo que se refiere a España un solo deseo: verla, una y gloriosa, alzando con sus manos poderosas una Cruz, rodeada por todo ese mundo que gracias principalmente a ella piensa y reza en castellano; y proponerla después como ejemplo del poder restaurador, vivificador y educador de una fe en la que, después de todo, hemos de venir siempre a encontrar la solución de todos los problemas.
V. E., Sr. Embajador, Nos ha recordado un nombre, el de vuestro docto e ilustre antecesor; Nos ha presentado los testimonios de filial veneración de S. E. el Generalísimo y Nos ha asegurado que El y toda la nación oran por Nos y por la Iglesia Santa. V. E. ha reafirmado el propósito de que las relaciones entre España y esta Sede de Pedro sean siempre las más cordiales. Estas palabras de V. E. han descendido como bálsamo suave hasta Nuestro corazón dolorido, que tan sinceramente corresponde al nobilísimo afecto del Jefe del Estado español y de su pueblo y tan ardientemente ansía la cordialidad de estas relaciones, para la que siempre encontraréis todo Nuestro paternal apoyo.
Ha pedido finalmente V. E. Nuestra Apostólica Bendición para su persona, cuyos elevados méritos Nos son bien conocidos, para sus familiares, para quien tan dignamente está al frente de su querida Patria y para su Patria misma. Que la Bendición de lo alto descienda como promesa de prosperidad y de paz sobre la España de los santos y de los héroes tan sinceramente por Nos amada, sobre la hija amadísima de la Iglesia, y que en ella se pose de modo particular sobre el Jefe del Estado y su Gobierno, sobre los Obispos, clero y pueblo, sobre todos los que de manera especial padecen las angustias de la hora presente, sobre V. E. Sr. Embajador y todas las personas y cosas que desearía ver bendecidas, y que los frutos de esta Bendición abunden siempre y siempre permanezcan.
* AAS 34 (1942) 372-374.
Discorsi e radiomessaggi, IV, p.313-315.
[1] S. Juan de la Cruz, Poesías XXI, Estrof. 34, Madrid 1928.
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