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PÍO XII

LA ELEVATEZZA*

DISCURSO SOBRE LA SUPRANACIONALIDAD DE LA IGLESIA

20 de febrero de 1946
 

 

1. La elevación y la nobleza de sentimientos que vuestro eminente intérprete nos ha expresado en vuestro nombre, venerables hermanos, los primeros que Nos hemos inscrito en el senado de la Iglesia romana, han sido particularmente gratas a nuestro corazón. Nuestra palabra se dirige ahora a vosotros —para usar en esta solemne circunstancia las palabras del gran Agustín—, a vosotros, gérmenes nuevos de santidad abiertos al soplo del Espíritu Santo, flores de nuestro honor, frutos de nuestra elección[1], coronados en este momento por Nos con diadema que no resplandece por el oro y las piedras preciosas, sino con el color de llama y de sangre, porque en la llama y en la sangre está toda la caridad de Cristo, que supera toda ciencia. Vuestros nombres, vuestras virtudes, vuestros méritos, las luchas sostenidas por no pocos de vosotros con heroico valor contra el opresor en defensa de la verdad y de la justicia, son tan conocidos en el mundo entero, que nos creemos dispensados de recordar particularmente lo que por todos fue saludado y acogido con aplauso.

2. Nuestra mirada descansa serenamente sobre vosotros y contempla en vosotros, reunidos de todas las partes del mundo, la Iglesia entera, esta «casa del Dios vivo», como la llama el concilio Vaticano; esta casa paterna, «que acoge a todos los fieles unidos con el vínculo de la única fe y de la caridad»[2]. Vosotros habéis venido a Pedro, en el que, según las palabras del mismo concilio, el episcopado y los fieles encuentran «el principio y el vínculo visible de la unidad»[3].

Manifestación de la supranacionalidad y universal unidad de la Iglesia

3. Cuando Nos, en el discurso de la vigilia de Navidad, anunciamos al Sacro Colegio nuestra intención de elevaros a la sagrada púrpura, estábamos convencidos del profundo interés que una tal manifestación del carácter supranacional de la Iglesia y de su universal unidad habría de suscitar en el mundo. ¡Pobre mundo, que en todas partes tiene hambre y sed de unidad y lucha de diversas maneras por conseguirla! En nuestras palabras han hallado los fieles un nuevo motivo de consuelo y de estímulo; a los demás —queremos hablar de las personas honestas, no de los que son esclavos del padre de la mentira (Jn 8,44)— les han ofrecido materia de seria reflexión. La Iglesia, como entonces expusimos, posee en Dios, en el Hombre-Dios, en Jesucristo, el invisible pero inquebrantable principio de su unidad y de su integridad; es decir, de la unidad de su Cabeza y de sus miembros, en la entera plenitud de su propia vida, que abraza y santifica todo lo que es verdaderamente humano, y endereza y ordena las múltiples aspiraciones y los fines particulares al fin total y común del hombre, que es la semejanza más perfecta posible con Dios. Y esta Iglesia se eleva hoy, en medio del mundo lacerado y dividido, como una señal que amonesta, como un signum levatum in nationes (Is 11,12), que invita hacia sí a los que aún no creen y confirma a sus hijos en la fe que profesan [4], porque sin Dios no puede haber entre los hombres ninguna verdadera, sólida y segura unidad.

I. INFLUJO DE LA IGLESIA
EN EL FUNDAMENTO DE LA SOCIEDAD HUMANA POR LO QUE TOCA...

4. Si, pues, hoy tantos, de todas partes, se vuelven hacia la Iglesia con ansiosa expectación y con palpitante esperanza y le preguntan cuál es su parte en la salvación de la sociedad humana, en la consolidación de aquel bien inestimable, más precioso que todos los tesoros, que es una duradera paz interna y externa, la respuesta de la Iglesia puede ser múltiple y variada, corno variadas son sus posibilidades. Sin embargo, la grande, la definitiva respuesta, de la que se pueden deducir todas las demás, es siempre la unidad y la integridad de la Iglesia, fundada en Dios y en Jesucristo. De aquí la necesidad —en primer lugar, para los hijos mismos de la Iglesia, pero también para la sociedad humana en general— de tener una noción clara y exacta del influjo prácticamente ejercido por aquella unidad y aquella integridad. Este influjo se ejercita sobre el fundamento, sobre la estructura y sobre la dinámica de la sociedad humana. La importancia principal del primero de estos tres puntos nos invita a hacerlo, en unión con el citado discurso natalicio objeto de las palabras que os dirigimos hoy, en esta solemne y extraordinaria ocasión, que reúne en torno a Nos a los nuevos miembros del Sacro Colegio, dignos representantes de la universalidad de la Iglesia.

1.º A la solidez y la seguridad. La Iglesia y el imperialismo moderno

5. La unidad y la integridad de la Iglesia, a la luz de la manifestación de su supranacionalidad, es de gran importancia para el fundamento de la vida social. No ya porque sea oficio de la Iglesia abarcar, y en cierta manera abrazar, como en un gigantesco imperio mundial, a toda la sociedad humana. Este concepto de la Iglesia como imperio terreno y dominación mundial es fundamentalmente falso; en ninguna época de la historia ha sido verdadero ni ha correspondido a la realidad, a no ser que se quiera transportar erróneamente las ideas y la terminología de nuestros tiempos a los siglos pasados.

6. La Iglesia —aun cumpliendo el mandato de su divino Fundador de ex-tenderse por todo el mundo y de conquistar para el Evangelio a todas las gentes (cf. Mc 16,15)— no es un imperio, sobre todo en el sentido imperialista que se quiera dar a esta palabra. El camino que traza en su progreso y en su expansión es contrario al que sigue el imperialismo moderno. La Iglesia progresa, ante todo, en profundidad; después, en extensión y en amplitud. Busca, en primer lugar, al hombre mismo; se dedica a formar al hombre, a modelar y perfeccionar en él la semejanza divina. Su trabajo se realiza en el fondo del corazón de cada uno, pero tiene su repercusión sobre toda la duración de la vida, en todos los campos de la actividad de cada uno. Con hombres así formados, la Iglesia prepara a la sociedad humana una base sobre la que ésta pueda descansar con seguridad. El imperialismo moderno, en cambio, sigue un camino opuesto. Procede en extensión y en amplitud. No busca al hombre en cuanto tal, sino las cosas y las fuerzas a las que le hace servir; con lo cual lleva en sí mismo gérmenes que ponen en peligro el fundamento de la convivencia humana. En semejantes condiciones, ¿puede, acaso, causar admiración el ansia creciente de los pueblos por su recíproca seguridad? Ansia que deriva de la desmesurada tendencia a la expansión, que lleva dentro de sí el gusano roedor de la continua inquietud y hace que a una necesidad de seguridad suceda sin interrupción otra, tal vez incluso más urgente.

2.º A la cohesión y al equilibrio. Acción de la Iglesia en lo intimo del hombre

7. Pero, además, sería vana la solidez de la base si la construcción careciese de cohesión y de equilibrio. Ahora bien: la Iglesia contribuye también a la cohesión y al equilibrio de todos los múltiples y complejos elementos del edificio social. También aquí su acción es ante todo interior. Los puntales, los contrafuertes aplicados por fuera a un edificio que vacila, no son más que un precario paliativo y sólo pueden retardar un poco el derrumbamiento total. Si las injurias del tiempo, que no han perdonado tantos monumentos de fecha más reciente, han respetado las magníficas catedrales del siglo XIII; si éstas han podido seguir irguiéndose serenas por encima de las ruinas que las circundan, es porque sus arbotantes no hacen más que dar una ayuda preciosa, sí, pero accesoria y por de fuera, a la potencia intrínseca del organismo ojival, de una arquitectura genial, no menos firme y precisa que audaz y ligera.

8. Lo mismo la Iglesia; actúa en lo más íntimo del hombre, en su dignidad personal de criatura libre, en su dignidad infinitamente superior de hijo de Dios. La Iglesia forma y educa a este hombre, porque sólo él, completo en la armonía de su vida natural y sobrenatural, en el ordenado desarrollo de sus instintos y de sus inclinaciones, de sus ricas cualidades y de sus variadas aptitudes, es al mismo tiempo el origen y el fin de la vida social, y, por lo mismo, también e! principio de su equilibrio.

9. He aquí por qué el Apóstol de las Gentes, hablando de los cristianos, proclama que no son ya como niños que fluctúan (Ef 4, 14), de paso incierto en el seno de la sociedad humana. Nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XI, en su encíclica sobre el orden social, Quadragesimo anno, deducía de este mismo pensamiento una conclusión práctica cuando enunciaba un principio de valor universal, es a saber: que aquello que los individuos particulares pueden hacer por sí mismos y con sus propias fuerzas no se les debe quitar y entregar a la comunidad; principio que tiene igual valor cuando se trata de sociedades o agrupaciones menores y de orden inferior respecto de las mayores y más elevadas. Porque —así proseguía el sabio Pontífice— toda actividad social es por naturaleza subsidiaria; debe servir de sostén a los miembros del cuerpo social, y no destruirlos y absorberlos (cf. Quadragesimo anno, n. 79). Palabras en verdad luminosas, aplicables a la vida social en todos sus grados y también a la vida de la Iglesia, sin perjuicio de su estructura jerárquica.

10. Comparad ahora, venerables hermanos, con esta doctrina y con esta práctica de la Iglesia, las tendencias imperialistas en toda su realidad. Aquí no halláis principio alguno de equilibrio interno, y así la solidez de la humana convivencia sufre un nuevo e inmenso daño. Efectivamente, si estos gigantescos organismos no tienen algún real fundamento moral, evolucionan necesariamente hacia un siempre creciente centralismo y hacia una siempre creciente estrecha uniformidad. Por esto su equilibrio, su misma cohesión, se mantienen únicamente con la fuerza y con la coacción exterior de las condiciones materiales y del aparato jurídico, de los sucesos y de las instituciones, y no en virtud de la íntima adhesión de los hombres, de su aptitud y presteza en tomar iniciativas y aceptar responsabilidades. El llamado orden interno se reduce casi a una simple tregua entre los varios grupos, con la constante amenaza de la ruptura de su equilibrio por todo cambio, ya de los intereses en juego, ya de la proporción entre las respectivas fuerzas. Siendo tan frágiles e inestables en su constitución interna, estos organismos están mucho más expuestos a convertirse en un peligro, incluso para la eterna comunidad de los Estados.

3.º A la igualdad. El hombre completo en el centro del orden social

11. Muy diverso, sin duda, es el caso de un imperio fundado sobre una base cuyo carácter espiritual está establecido y reforzado en el curso de la historia, y que halla su apoyo en la conciencia de una gran mayoría de ciudadanos. Pero ¿no queda acaso también este imperio expuesto a un peligro de otra índole, esto es, de atribuir una estima exagerada, una atención exclusiva a todo lo que le es propio, y no saber apreciar o al menos solamente conocer lo que le es extraño? Y de aquí otra vez la unidad e integridad de la sociedad humana amenazada por la brecha abierta en sus cimientos en un. punto esencial; he aquí vulnerado el sagrado principio de la igualdad y de la paridad entre los hombres.

12. También aquí es la Iglesia la que puede curar y restañar tal herida. También aquí lo hace, penetrando en las más íntimas profundidades del ser humano y colocándolo en el centro de todo el orden social. Ahora bien: este ser humano no es el hombre abstracto ni considerado solamente en el orden de la pura naturaleza, sino el hombre completo, tal cual es a los ojos de Dios, su Creador y Redentor, tal cual es en su realidad concreta e histórica, que no se podría perder de vista sin comprometer la economía normal de la convivencia humana. La Iglesia lo sabe y obra en consecuencia. Si, en determinadas épocas y lugares, una u otra civilización, uno u otro grupo étnico o clase social han hecho sentir preponderantemente su influjo sobre la Iglesia, no quiere esto decir que la Iglesia se convierta en feudo de nadie, ni que la Iglesia se purifique, por decirlo así, en un momento de la historia, cerrándose a todo progreso ulterior. Por el contrario, velando como vela por el hombre con una atención incesante, escuchando todos los latidos de su corazón, la Iglesia conoce todos los tesoros del hombre, percibe todas sus aspiraciones con aquella clarividente intuición y penetrante finura que pueden venir solamente de la luz sobrenatural de la doctrina de Cristo y del calor sobrenatural de su divina caridad. De este modo, la Iglesia en su progreso sigue sin interrupción y sin descanso el camino providencial de los tiempos y de las circunstancias. Tal es el sentido profundo de su ley vital de continua adaptación, que algunos incapaces de elevarse a esta magnífica concepción han interpretado y presentado como oportunismo. No, la comprensión universal de la Iglesia no tiene nada que ver con la estrechez de una secta ni con el exclusivismo de un imperialismo esclavo de su tradición.

13. La Iglesia se dedica con todo cuidado a la finalidad que Santo Tomás de Aquino, con la escuela del filósofo de Estagira, atribuye a la vida común, que es la de estrechar a los hombres entre sí con los lazos de la amistad [5]. Se ha dicho que, a pesar de todos los modernos medios de comunicación, los pueblos y los hombres se encuentran ahora más aislados que nunca. Esto no se debe poder afirmar de los católicos, de los miembros de la Iglesia.

4.º Al desarrollo normal en el espacio y en el tiempo.
Las deportaciones de los pueblos

14. La Iglesia es, en realidad, la sociedad perfecta, la sociedad universal, que abraza y une entre sí, en la unidad del Cuerpo místico de Cristo, a todos los hombres: Omnes gentes, quas fecisti, venient et adorabunt te, Domine (Sal 86 [85], 9). Todos los pueblos y cada uno de los hombres son llamados para que vengan a la Iglesia. Pero esta palabra venir no despierta en el espíritu ninguna idea de emigración, de expatriación, de esas deportaciones con que los poderes públicos o la dura fuerza de los acontecimientos arrancan a las poblaciones de sus tierras y de sus hogares; no implica el abandono de tradiciones saludables, de costumbres veneradas; ni la permanente o, a lo menos, larga y violenta separación de los esposos, padres e hijos, hermanos, parientes y amigos; ni la degradación de los hombres en la humillante condición de una «masa». Este funesto género de deportaciones de los hombres se ha hecho hoy, por desgracia, más frecuente; pero también ese género, en sus formas antiguas y modernas, se une, bajo muchos aspectos, directa e indirectamente, con las tendencias imperialistas del tiempo. El «venir» a la Iglesia no exige estos tristes trasplantes, aunque la mano misericordiosa y potente de Dios se sirve también de estas mismas tribulaciones para conducir a tantas de sus víctimas a la Iglesia, a la casa paterna; pero aun así no es su corazón el que las ha querido; no las necesitaba, como San Agustín lo expresó justamente cuando escribía: Non enim de locis suis migrando venient, sed in locis suis credendo [6]

15. Con esta íntima atracción espiritual, venerables hermanos, ¿no ha contribuido acaso y contribuye aún eficazmente la Iglesia a poner el sólido cimiento de la sociedad humana? El hombre, tal como Dios lo quiere y la Iglesia lo abraza, no se sentirá jamás firmemente consolidado en el espacio y en el tiempo sin territorio estable y sin tradiciones. Aquí los fuertes hallan el manantial de su vitalidad ardiente y fecunda, y los débiles, que son la mayoría, viven seguros contra la pusilanimidad y la apatía, contra la decadencia de su dignidad humana. La larga experiencia de la Iglesia como educadora de los pueblos lo confirma; por eso tiene cuidado de unir de todas las maneras posibles la vida religiosa con las costumbres de la patria y cuida con particular solicitud a quienes la emigración y el servicio militar tienen lejos del país natal. El naufragio de tantas almas justifica tristemente este temor maternal de la Iglesia y obliga a sacar la conclusión de que la estabilidad del territorio y el apego a las tradiciones ale familia, indispensables para la sana integridad del hombre, son también elementos fundamentales de la comunidad humana. Pero equivaldría, evidentemente, a trastornar y convertir en lo contrario el benéfico efecto de este postulado si alguien quisiera servirse de esto para justificar la repatriación forzosa y la negación del derecho de asilo a quienes por graves razones desean establecer en otra parte su residencia.

16. La Iglesia, que vive en el corazón del hombre, y el hombre, que vive en el seno de la Iglesia; he aquí, venerables hermanos, la unión más profunda y activa que se puede concebir. Con esta unión, la Iglesia eleva al hombre a la perfección de su ser y su vitalidad, para dar a la sociedad humana hombres así formados: hombres constituidos en su inviolable integridad como imágenes de Dios; hombres ufanos de su dignidad personal y de su sana libertad; hombres justamente celosos de la paridad con sus semejantes en todo lo que toca al fondo más intimo de la dignidad humana; hombres establemente apegados a su tierra y a sus tradiciones; hombres, en una palabra, caracterizados por ese cuádruple elemento. Esto es lo que da a la sociedad humana su fundamento sólido y le procura seguridad, equilibrio, igualdad, desarrollo normal en el espacio y en el tiempo. Este es, por consiguiente, también el verdadero sentido y el influjo práctico de la supranacionalidad de la Iglesia, que —muy lejos de ser semejante a un imperio—, elevándose por encima de todas las diferencias, de todos los espacios y tiempos, construye sin cesar sobre el fundamento inconcuso de toda sociedad humana. Tengamos confianza en ella; si todo vacila a su alrededor, ella permanece firme; a la Iglesia se le aplica también en nuestros tiempos la palabra del Señor: Etsi moveatur terra cum omnibus in colis suis: ego firmabo columnas eius. (Sal 75 [74], 4)

II. LAS DOS COLUMNAS PRINCIPALES DE LA SOCIEDAD HUMANA:
FAMILIA Y ESTADO

17. Sobre este fundamento descansan, sobre todo, las dos columnas principales del armazón de la sociedad humana tal corno ha sido concebido por Dios: la familia y el Estado. Apoyadas sobre este fundamento, pueden cumplir seguramente y perfectamente sus fines respectivos: la familia, como fuente y escuela de vida; el Estado, como tutor del derecho, que, como la sociedad misma en general, tiene su origen próximo y su fin en el hombre completo, en la persona humana, imagen de Dios. El Apóstol da a los fieles dos magníficos nombres: «conciudadanos de los santos» y «miembros de la familia de Dios», cives sanctorum et domestici Dei (Ef 2,19). ¿No vemos acaso que, de estas dos palabras, la primera se refiere a la vida del Estado, y la segunda a la de la familia? ¿Y no se puede acaso también descubrir aquí una alusión al modo con que la Iglesia contribuye a establecer el fundamento de la sociedad, según su estructura íntima, en la familia y en el Estado?

18. ¿Habrán perdido hoy su valor esta concepción y esta manera de obrar? Las dos columnas maestras de la sociedad, al desviarse de su centro de gravedad, se han separado, por desgracia, también de su cimiento. ¿Y qué ha resultado de todo ello sino que la familia ha visto declinar su fuerza vital y educadora y que el Estado, por su parte, está a punto de renunciar a su misión de defensor del derecho para convertirse en aquel Leviatán del Antiguo Testamento, que todo lo domina porque quiere traerlo todo hacia sí? Sin duda, actualmente, en la enmarañada confusión en que se agita el mundo, el Estado se encuentra en la necesidad de tomar sobre sí un inmenso peso de deberes y de obligaciones; pero esta situación anormal de cosas, ¿no amenaza comprometer tal vez gravemente su fuerza íntima y la eficacia de su autoridad?

III. ARDUA MISIÓN DE LA IGLESIA

19. Y ¿qué se sigue de todo esto para la Iglesia? La Iglesia deberá hoy más que nunca vivir su propia misión; debe rechazar con mayor energía que nunca aquella falsa y estrecha concepción de su espiritualidad y de su vida interior que desearía confinarla, ciega y muda, en el retiro del santuario.

20. La Iglesia no puede, encerándose inerte en el secreto de sus templos, desertar de su misión divinamente providencial de formar al hombre completo y así colaborar sin descanso en la constitución del sólido fundamento de la sociedad. Esta misión es para ella esencial. Considerada desde este punto de vista, la Iglesia puede definirse la sociedad de los que, bajo el influjo sobrenatural de la gracia, en la perfección de su dignidad personal de hijos de Dios y en el desarrollo armónico de todas las inclinaciones y energías humanas, edifican la potente armazón de la convivencia humana.

21. Bajo este aspecto, venerables hermanos, los fieles, y con mayor precisión los seglares, se encuentran en la línea avanzada de la vida de la Iglesia; para ellos, la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por esta razón, ellos, especialmente ellos, deben tener una conciencia cada vez más clara no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia misma, esto es, la comunidad de los fieles en la tierra bajo la dirección del jefe común, el Papa, y de los obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia, y por esto, ya desde los primeros tiempos de su historia, los fieles, con la aprobación de sus obispos, se han unido en asociaciones particulares concernientes a las más diversas manifestaciones de la vida. La Santa Sede no ha cesado nunca de aprobarlas y bendecirlas.

22. De este modo, el sentido principal de la supranacionalidad de la Iglesia consiste en dar forma y figura duraderas al fundamento de la sociedad humana, por encima de todas las divergencias, más allá de los límites de tiempo y espacio. Una empresa semejante es ardua, especialmente en nuestros días, en los que la vida social parece haberse convertido para los hombres en un enigma, en una madeja inextricable. Circulan por el mundo opiniones erróneas que declaran a un hombre culpable y responsable solamente por el mero hecho de ser miembro o parte de una determinada comunidad, sin preocuparse de investigar o examinar si de su parte ha habido verdaderamente una culpa personal de acción o de omisión. Esto significa arrogarse los derechos de Dios, Creador y Redentor, el único que en los misteriosos designios de su siempre amorosa Providencia es absoluto Señor de los acontecimientos, y, como tal, encadena, si así lo juzga en su infinita sabiduría, la suerte del culpable y del inocente, del responsable y del no responsable. A esto se añade que sobre todo las complicaciones de orden económico y militar han hecho de la sociedad como una máquina gigantesca, de la cual el hombre no posee ya el dominio, y que incluso la teme. La continuidad en el tiempo había siempre aparecido como esencial en la vida social, y parecía que no se podía concebir aislado al hombre del pasado, del presente y del futuro. Pues bien: éste es precisamente el fenómeno desconcertante de que somos hoy testigos. Con demasiada frecuencia, de todo el pasado no se sabe ya casi nada o apenas lo bastante para adivinar su huella confusa entre sus ruinas acumuladas. El presente no es para muchos sino la fuga desordenada de un torrente que precipita a los hombres, como despojos, hacia la noche cerrada de un porvenir en el que van a perderse junto con la corriente misma que los arrastra.

La misteriosa virtud del santo sacrificio de la misa
para el bien de la sociedad humana

23. Sólo la Iglesia puede volver a conducir al hombre desde estas tinieblas a la luz; sólo ella puede devolverle la conciencia de un vigoroso pasado, el dominio del presente, la seguridad del porvenir. Pero su supranacionalidad no actúa a manera de un imperio que extiende sus tentáculos en todas las direcciones con la mira de una dominación mundial. Corno una madre de familia, reúne todos los días en la intimidad a todos sus hijos, esparcidos por el mundo; los recoge en la unidad de su principio vital divino. ¿No vemos, acaso, todos los días sobre nuestros innumerables altares cómo Cristo, Víctima divina, con sus brazos, extendidos de un extremo al otro del mundo, abraza y contiene al mismo tiempo, en su pasado, en su presente y su porvenir a toda la sociedad humana? Es la santa misa aquel sacrificio incruento instituido por el Redentor en la última Cena, quo cruentum illud semel in Cruce peragendum repraesentaretur eiusque memoria in finem usque saeculi permaneret, atque illius salutaris virtus in remissionem eorum, quae a nobis quotidie committuntur, peccatorum appilicaretur: «para que se representase el sacrificio cruento realizado una vez en la cruz y permaneciera su recuerdo hasta el final de los tiempos y se aplicase su saludable eficacia para perdonar los pecados que a diario cometemos»[7]. Con estas palabras lapidarias del concilio de Trento, esculpidas, para perpetua memoria, en una de las horas más graves de la historia, la Iglesia defiende y proclama sus mejores y más altos valores, que son también los mejores y más altos valores para el bien de la sociedad, los cuales unen indisolublemente su pasado, su presente y su futuro, y arrojan una viva luz sobre los inquietantes enigmas de nuestros tiempos. En la santa misa, los hombres se hacen cada vez más conscientes de su pasado culpable, y, al mismo tiempo, de los inmensos beneficios divinos en el recuerdo del Gólgota, del acontecimiento más grande de la historia de la humanidad, reciben la fuerza para librarse de la más profunda miseria del presente, la miseria de los pecados diarios, mientras hasta los más abandonados sienten una brisa del amor personal de Dios misericordioso; y su mirada queda orientada hacia un seguro porvenir, hacia la consumación de los tiempos en la victoria del Señor allí sobre el altar, de aquel Juez supremo que pronunciará un día la última y definitiva sentencia.

24. Venerables hermanos, en la santa misa, por tanto, la Iglesia ofrece el apoyo más grande del fundamento de la sociedad humana. Todos los días, desde donde nace el sol hasta donde se pone, sin distinción de pueblos y de naciones, se ofrece una oblación pura (cf. Ml 1,11) en la que participan en íntima fraternidad todos los hijos de la Iglesia esparcidos por el universo, y todos encuentran allí el refugio en sus necesidades y la seguridad en sus peligros.

Amemos a la Iglesia

25. Amemos a la Iglesia, a esta Iglesia santa, amorosa y fuerte; a esta Iglesia verdaderamente supranacional. Hagamos que sea amada por todos los pueblos y por todos los hombres. Seamos nosotros mismos el fundamento estable de la sociedad; que ella resulte efectivamente aquella una gens de que habla el gran Obispo de Nipona: Una gens, quia una fides, quia una spes, quia una caritas, quia una expectatio [8].

26. Por lo tanto, para que todos aquellos a quienes la gracia del Señor ha llamado a su Iglesia de todas las tribus, y lenguas, y pueblos, y naciones (Ap 5,9) sean conscientes, en la grave hora presente, de su sagrado deber de irradiar de su fe viva y operante el espíritu y el amor de Cristo sobre la sociedad humana; y para que, a su vez, todos los pueblos y todos los hombres cercanos a la Iglesia, y aun los alejados de ésta, reconozcan que ella es la salvación de Dios hasta el confín de la tierra (cf. Is 49,6), impartimos de todo corazón a vosotros, venerables hermanos; a los obispos y a los sacerdotes que colaboran con vosotros en el apostolado, a los fieles de vuestras diócesis, a vuestras familias y a todas las personas e instituciones que os son caras, a vuestras naciones, a vuestros pueblos, a toda la Iglesia y a toda la familia humana, con particular afecto nuestra paterna bendición apostólica.


* Pío XII, alocución consistorial pronunciada con motivo de la imposición del birrete a los 32 nuevos cardenales, 20 de febrero de 1946: AAS 38 (1946) 141-151.

[1] Cf. San Agustín, Serm. 89,1 «Miscel. Agost.», vol. 1, p.330 (Roma, Tipografía Vaticana, 1930).

[2] Concilio Vaticano I, sess. 4, Const. dogm. prima de Ecclesia Christi, Coll. Lac. t.7 p. 482ss.

[3] lbíd.

[4] Concilio Vaticano I, sess. 3, Const. dogm. de fide catholica, Coll. Lac. t.7 p. 251.

[5] Santo Tomás, Sum. Theol. I.II q.92 a.2.

[6] San Agustín, Epist. 199, 12,47: PL 33,923.

[7] Concilio Tridentino, sess. 22 c.1: ed. Goerres, t.8 (Actorum pars 5ª) p. 960.

[8] San Agustín, Enarrat. in Ps. 85,14: PL 37,1092.

  



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