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RADIOMENSAJE DE NAVIDAD
DE
SU SANTIDAD PÍO XII

Jueves 24 de diciembre de 1953

 

«El pueblo, que vivía en tinieblas, vio una gran luz.» Con esta viva imagen el espíritu profético de Isaías (Is 9, 1) anunció la venida a la tierra del Niño celestial, Padre del futuro siglo y Príncipe de la paz.

Con la misma imagen, que en la plenitud de los tiempos se ha convertido en realidad confortante de las generaciones humanas que se suceden en este mundo lleno de tinieblas, Nos deseamos, amados hijos e hijas del orbe católico, comenzar Nuestro Mensaje navideño, y servirnos de ella para guiaros otra vez a la cuna del Salvador recién nacido, fulgurante manantial de luz.

Luz que disipa y vence las tinieblas es, en verdad, el Nacimiento del Señor en su significado esencial, que el apóstol san Juan expuso y compendió en el sublime exordio de su Evangelio, en el cual resuena la solemnidad de la primera página del Génesis al aparecer la luz primera: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros: y nosotros fuimos testigos de su gloria, gloria propia del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Él, vida y luz en sí mismo, resplandece en las tinieblas y concede a todos los que le abren sus ojos y su corazón, a aquellos que le reciben y creen en Él, el poder de llegar a ser hijos de Dios (cf. Jn 1, 12).

2. No obstante este copioso fulgor de la luz divina que irradia del humilde pesebre, posee el hombre la tremenda facultad de hundirse en las antiguas tinieblas, causadas por el primer pecado, en las que el espíritu se agota en obras de fango y de muerte. Para esos ciegos voluntarios, que lo son por haber perdido o debilitado la fe, la misma Navidad no tiene otros atractivos que los de una fiesta meramente humana, reducida a pobres sentimientos y a recuerdos puramente terrenales, mirada frecuentemente con dulzura, pero como envoltura sin contenido y cáscara vacía. Aun quedan pues, en torno a la refulgente cuna del Redentor zonas de tinieblas y la rodean hombres de ojos apagados a la luz celestial, mas no porque el Dios Encarnado no tenga, aun dentro del misterio, luz para iluminar a todo hombre que viene a este mundo, sino porque muchos, ofuscados por el efímero esplendor de ideales y obras humanas circunscriben su vista en los límites de lo creado, haciéndose incapaces de levantarla al Creador, principio armonía y fin de todo lo que existe.

3. A estos hombres de las tinieblas deseamos señalar la gran luz que irradia del pesebre, invitándoles, ante todo, a reconocer la causa actual que les ciega y les hace insensibles a las cosas divinas. La causa es el excesivo y a veces exclusivo aprecio del llamado «progreso técnico». Este progreso, soñado al principio cual mito omnipotente y fuente de felicidad, promovido más tarde con gran ardor hasta las más audaces conquistas, se ha impuesto a la conciencia ordinaria como fin último del hombre y de la vida, en sustitución de todo otro ideal religioso y espiritual.

Hoy vemos, con claridad cada vez mayor, que su inmerecida exaltación ha cegado los ojos del hombre moderno y ha endurecido sus oídos de tal modo, que se realice en ellos lo que el Libro de la Sabiduría flagelaba en los idolatras de su tiempo (Sab 13, 1); son incapaces de conocer por medio del mundo visible a Aquel que existe y de descubrir al Artífice por sus obras, y aun más hoy en día, para esos que caminan en tinieblas, el mundo sobrenatural y la obra de la Redención, que supera a toda la naturaleza y que fue realizada por Jesucristo, quedan envueltos en completa oscuridad.

4. Y, sin embargo, no debería existir tal extravío, ni estas Nuestras observaciones se han de entender como si fueran una reprobación del progreso técnico en si mismo. La Iglesia ama el progreso humano, y lo favorece. Es innegable que el progreso técnico viene de Dios y, por consecuencia, puede y debe llevar a Dios. Acaece, en efecto, con frecuencia que el creyente, al admirar las conquistas de la técnica y al servirse de ellas para penetrar mas profundamente en el conocimiento de la creación y de las fuerzas naturales y para mejor dominarlas por medio de las máquinas y de los instrumentos, en servicio del hombre y del bienestar de la vida terrenal, se siente como arrastrado a adorar al Dador de aquellos bienes que admira y utiliza, sabiendo que el Hijo eterno de Dios es el «primogénito de todas las criaturas, porque en Él han sido hechas las cosas todas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles»(Col 1, 15-16), Muy lejos, por tanto, de sentirse inclinado a rechazar las maravillas de la técnica y su legítimo empleo, el creyente se encuentra más pronto, si cabe, a doblar su rodilla ante el Niño divino del pesebre, más consciente de su deuda de gratitud al que dio la inteligencia y las cosas, más dispuesto a servirse de las obras de la técnica para entonar aquel cántico de los ángeles en Belén: «Gloria a Dios en lo más alto de los cielos» (Lc 2, 14). El creyente tendrá, incluso, por cosa natural, el ofrecer al Niño Dios, junto al oro, el incienso y mirra de los Magos, las conquistas modernas de la técnica: máquinas y números, laboratorios e invenciones, potencia y recursos. Más aún, tal oferta es como un presentarle ya ejecutada, aunque no completamente, la obra por Él encargada. «Poblad la tierra y sometedla» (Gn 1, 28), dijo Dios al hombre, al confiarle la creación como herencia provisional. ¡Qué camino tan largo y áspero desde entonces hasta los tiempos presentes, en el cual pueden los hombres de algún modo afirmar que han cumplido el precepto divino!

5. La técnica conduce al hombre de hoy hacia una perfección nunca igualada en el dominio del mundo material. La máquina moderna permite una producción que sustituye y agiganta la energía humana del trabajo, que se libera enteramente del concurso de las fuerzas orgánicas, que se asegura un máximo de potencial en extensión e intensidad y, al mismo tiempo, de precisión. Abrazando con una mirada los resultados de esta evolución, parece como si la misma naturaleza aprobase satisfecha todo cuanto el hombre ha realizado en ella y le estimulase a continuar más adelante en la investigación y en la utilización de sus extraordinarias posibilidades. Ahora bien, es claro que toda investigación y descubrimiento de las fuerzas de la naturaleza, realizados por la técnica, se resuelven en investigación y descubrimiento de la grandeza, de la sabiduría, de la armonía de Dios. Considerada así la técnica, ¿quién podrá desaprobarla y condenarla?

6. Con todo, parece inconcuso que la técnica misma, llegada en nuestro siglo al apogeo de su esplendor y de su rendimiento, se cambia, por circunstancias de hecho, en un grave peligro espiritual. Ella parece comunicar al hombre moderno, postrado ante su altar, un sentimiento de autosuficiencia y de satisfacción de sus aspiraciones ilimitadas a conocer y poder. Con su empleo múltiple, con la confianza absoluta que inspira, con las inagotables posibilidades que promete, la técnica moderna abre al hombre contemporáneo una visión tan vasta, que para muchos llega a confundirse con el mismo infinito.

7. Se le atribuye, por consiguiente, una imposible autonomía que, a su vez, en el pensamiento de algunos, se transforma en una errónea concepción de la vida y del mundo, designada con el apelativo de «espíritu técnico» ¿En qué consiste propiamente este espíritu? Consiste en que se considera como el más alto valor humano y de la vida, el lograr el mayor provecho de las fuerzas y de los elementos de la naturaleza; en que se toman como fin, con preferencia a todas las demás actividades humanas, los métodos técnicamente posibles de producción mecánica, y se ve en ellos la perfección de la cultura y de la felicidad terrenal.

8. Hay, ante todo, un engaño fundamental en esta visión torcida del mundo, que el «espíritu técnico» ofrece. El panorama, a primera vista ilimitado, que la técnica despliega ante los ojos del hombre moderno, por muy extenso que sea, no es, con todo, más que una proyección parcial de la vida sobre la realidad, pues no expresa sino las relaciones de ésta con la materia. Por eso es un panorama que alucina y acaba por encerrar al hombre, demasiado crédulo, en la inmensidad y en la omnipotencia de la técnica, en una prisión, que es ciertamente vasta, pero circunscrita y, por tanto, a la larga, insoportable a su genuino espíritu. Su mirada, lejos de extenderse hacia la realidad infinita, que no es sólo materia, se sentirá coartada por las barreras que ésta necesariamente le opone. De donde nace la intima angustia del hombre contemporáneo, que se ha vuelto ciego, por haberse rodeado voluntariamente de tinieblas.

9. Mucho más graves son los daños que se derivan del «espíritu técnico» para el hombre, que se deja embriagar por él, en el sector de las verdades propiamente religiosas y en sus relaciones con lo sobrenatural. Son éstas también las tinieblas a las que alude el evangelista san Juan, que el Verbo Encarnado vino a disipar y que impiden la comprensión espiritual de los misterios de Dios.

No es que la técnica de suyo exija la negación de los valores religiosos en virtud de la lógica —la cual, como hemos dicho, conduce más bien a descubrirla—, sino que ese «espíritu técnico» pone al hombre en condiciones desfavorables para buscar, ver y aceptar las verdades y los bienes sobrenaturales. La mente que se deja seducir por la concepción de la vida moldeada según el «espíritu técnico», permanece insensible y despreocupada y, por consiguiente, ciega ante aquellas obras de Dios, de naturaleza totalmente diversa de la técnica, como son los misterios de la fe cristiana. Aun el remedio mismo, que debería de consistir en un redoblado esfuerzo para extender la mirada más allá de las barreras de las tinieblas y para despertar en el alma el interés por las realidades sobrenaturales, lo hace ineficaz, ya desde el principio, el mismo «espíritu técnico», puesto que priva a los hombres del sentido crítico a causa de la singular inquietud y superficialidad de nuestro tiempo; defecto que deben desgraciadamente reconocer como una de sus consecuencias aun los mismos que verdadera y sinceramente aprueban el progreso técnico. Los hombres imbuidos del «espíritu técnico» difícilmente encuentran la calma, la serenidad y la interioridad necesarias para poder reconocer el camino que conduce al Hijo de Dios hecho hombre.

Llegarán ellos hasta denigrar al Creador y su obra, declarando que la naturaleza humana es una construcción defectuosa, si la capacidad de acción del cerebro y de los demás órganos humanos, necesariamente limitada, impide la realización de los cálculos y proyectos tecnológicos.

Y aún son menos aptos para comprender y estimar los altísimos misterios de la vida y de la economía divina, como, por ejemplo, el Misterio de Navidad, en el que la unión del Verbo Eterno con la naturaleza humana cumple realidades y grandezas muy diferentes de las que considera la técnica. Su pensamiento sigue otros caminos y otros métodos, bajo la sugestión unilateral del espíritu técnico que no reconoce y no aprecia como realidades sino lo que se puede expresar con números y con cálculos utilitarios. Creen que así descomponen la realidad en sus elementos, pero su conocimiento no pasa de la superficie y sólo se mueve en una dirección. Es evidente que quien adopta el método técnico como único instrumento en la búsqueda de la verdad, debe renunciar a penetrar, por ejemplo, en las profundas realidades de la vida orgánica, y más aún en las de la vida espiritual y en las realidades vivientes del individuo y de la sociedad humana, porque no pueden formularse con expresiones cuantitativas. ¿Cómo se puede esperar de una mente así formada el asentimiento y la admiración ante las imponentes realidades a las cuales hemos sido elevados por Jesucristo, mediante su Encarnación y Redención, su Revelación y su gracia?

Aun prescindiendo de la ceguedad religiosa que se derive del «espíritu técnico», el hombre poseído por él queda rebajado en su pensamiento, precisamente en cuanto que por él es imagen de Dios. Dios es la inteligencia infinitamente comprensiva, mientras que el «espíritu técnico» hace todo lo posible por coartar en el hombre la libre expansión de su entendimiento. Al técnico, maestro o discípulo, que quiere salvarse de esta disminución de sí, es necesaria no sólo una educación profunda de la mente sino, sobre todo, una formación religiosa que, contra lo que a veces se afirma, es la más apta para defender su pensamiento contra los influjos unilaterales. Entonces se romperá el cerco de su conocimiento, entonces la creación se le presentará iluminada en todas sus dimensiones, especialmente cuando, ante el Nacimiento, se esfuerce por «comprender cuál sea la anchura longitud y altura y profundidad y el conocimiento de la caridad de Cristo» (Ef 3, 18). En caso contrario, la era técnica llevará a cabo su monstruosa obra maestra de transformar al hombre en un gigante del mundo físico, con detrimento de su espíritu, reducido a pigmeo del mundo sobrenatural y eterno.

10. Pero no se detiene aquí el influjo ejercido por el progreso técnico, una vez que ha sido acogido en la conciencia como algo autónomo y como fin de sí mismo. A nadie se le oculta el peligro de un «concepto técnico de la vida», es decir, el considerar la vida exclusivamente por sus valores técnicos, como elemento y factor técnico. Su influjo se refleja tanto en el modo de vivir de los hombres modernos, como en sus reciprocas relaciones.

Vedlo, por un momento, al influir en el pueblo, en el cual ya se va difundiendo, y reflexionad especialmente cómo ha alterado el concepto humano y cristiano del trabajo y qué influjo ejercita en la legislación y en la administración. El pueblo, con razón, ha acogido favorablemente el progreso técnico porque alivia el peso del trabajo y acrecienta la productividad. Pero también es preciso confesar que, si tal sentimiento no se mantiene dentro de los rectos límites, el concepto humano y cristiano del trabajo sufre necesariamente daño. De igual manera, del falso concepto técnico de la vida y, por lo tanto, del trabajo, se sigue el considerar el tiempo libre como fin de sí mismo, en vez de considerarlo y utilizarlo como justo alivio y restablecimiento de fuerzas, esencialmente ligado al ritmo de una vida ordenada, en la que el descanso y el trabajo se alternen en un tejido único y se integren en una sola armonía. Más visible aún es el influjo del «espíritu técnico» aplicado al trabajo, cuando se quite al domingo su dignidad singular de día del culto divino y del descanso físico y espiritual para los individuos y la familia, y viene a ser, en cambio, solamente, uno de los días libres de la semana, que pueden ser, por otra parte, distintos para cada miembro de la familia, según el mayor rendimiento que se espera obtener de tal distribución técnica de la energía material y humana o bien cuando el trabajo profesional se halla tan condicionado y sujeto al «funcionamiento» de la máquina y de los aparatos, que llega a consumir rápidamente al trabajador, como si un año de ejercicio de la profesión le hubiese agotado la fuerza de dos o más años de vida normal.

11. Renunciamos a exponer más extensamente cómo este sistema, al inspirarse tan sólo en miras técnicas, contrariamente a lo que se esperaba, ocasiona un derroche de recursos materiales, no menos que de las principales fuentes de energía —entre las cuales hay que incluir al hombre mismo—, y cómo, por consecuencia, se ha de revelar, a la larga, como un peso dispendioso para la economía global. Sin embargo, no podemos menos de llamar la atención sobre la nueva forma de materialismo que el «espíritu técnico» introduce en la vida.

Bastará indicar cómo la despoja de su contenido, ya que la técnica está ordenada al hombre y al conjunto de los valores espirituales y materiales que se refieren a su naturaleza y a su dignidad personal. Si la técnica dominase con autonomía, la sociedad humana se transformaría en una turba incolora, en algo impersonal y esquemático contrario, por lo tanto, a lo que la naturaleza y su Creador han demostrado querer.

Sin duda que una gran parte de la Humanidad no ha sido aún contagiada por este concepto técnico de la vida, pero es de temer que , dondequiera que penetre sin cautela el progreso técnico, no tardará en manifestarse el peligro de las deformaciones denunciadas.

12. Y pensamos con ansia particular en el peligro que amenaza a la familia, que en la vida social es el más sólido principio de orden, en cuanto que sabe suscitar entre sus miembros innumerables servicios personales que le renuevan diariamente, se une con vínculos de afecto a la casa y al hogar, y despierta en cada uno de ellos el amor de la tradición familiar en la producción y conservación de los bienes de uso. En cambio, donde penetra el concepto técnico de la vida, la familia pierde el vínculo personal de su unidad, pierde su calor y su estabilidad. La familia no permanece unida, sino en la medida en que se vea obligada por las exigencias de la producción en masa, hacia la cual se corre cada día con más insistencia. La familia ya no es la obra del amor y el refugio de las almas, sino un depósito desolado —según las circunstancias— o de mano de obra para la producción, o de consumidores de los bienes materiales producidos.

13. El «concepto técnico» de la vida no es, por lo tanto, sino una forma particular del materialismo, en cuanto que ofrece, como última respuesta al problema de la existencia, una fórmula matemática y de cálculo utilitario. Por esta razón, el desarrollo técnico de nuestros días, como si fuese consciente de hallarse envuelto en tinieblas, manifiesta inquietud y angustia, advertidas especialmente por quienes se emplean en la búsqueda febril de sistemas cada vez más complejos, cada vez más arriesgados. Un mundo así guiado no se puede decir iluminado por aquella luz ni animado por aquella vida que el Verbo, esplendor de la gloria de Dios (Hb 1, 3), haciéndose hombre, ha venido a comunicar a los hombres.

14. Y he aquí que a Nuestra mirada, que ansía constantemente descubrir en el horizonte señales de claridad estable (signo de aquella luz plena de que habló el Profeta), se ofrece, por lo contrario, la oscura visión de una Europa todavía inquieta, en la que el materialismo, del cual hemos hablado, en lugar de resolver, exaspera sus problemas fundamentales íntimamente unidos con la paz y con el orden del mundo entero.

Ciertamente que el materialismo no amenaza a este continente más seriamente que a las demás regiones de la tierra; por lo contrario, creemos que los pueblos que llegan con retraso y de repente al rápido progreso de la técnica, están más expuestos a los peligros indicados, y particularmente sacudidos en su equilibrio moral y psicológico; ya que el desarrollo adquirido, no mediante una evolución continua, sino por saltos interrumpidos, no encuentra sólidos diques de resistencia de corrección, de adaptación ni en la madurez de los individuos ni en la cultura tradicional.

Sin embargo, Nuestras graves preocupaciones con relación a Europa son producidas por las incesantes desilusiones en que, a causa de la concepción materialista del problema de la paz, naufragan, ya desde hace años, los deseos sinceros de paz y distensión acariciados por estos pueblos. Nos pensamos de un modo particular en aquellos que juzgan la cuestión de la paz como si fuese de naturaleza técnica, y consideran la vida de los individuos y de las naciones bajo el aspecto técnico­económico. Tal concepción materialista de la vida amenaza ser la norma de conducta de algunos activos agentes de paz y la fórmula de su política pacifista. Juzgan ellos que el secreto de la solución consiste en dar a todos los pueblos la prosperidad material mediante el aumento constante de la producción del trabajo y el tenor de vida, así como hace un siglo otra fórmula semejante se ganaba la absoluta confianza de los estadistas: «Libertad de comercio, eterna paz».

15. Pero ningún materialismo ha sido jamás medio idóneo para instaurar la paz, porque ésta, antes que nada, es una condición del espíritu, y sólo en segundo orden, un equilibrio armónico de fuerzas externas. Es, pues, un error de principio confiar la paz al materialismo moderno, que corrompe al hombre en su raíz y ahoga su vida personal y espiritual. A la misma desconfianza conduce, por lo demás, la experiencia; la cual demuestra, aun en nuestros días, que el costosísimo potencial de fuerzas técnicas y económicas, aunque sea distribuido más o menos igualmente entre las dos partes, impone un temor reciproco. De ello resultaría, por lo tanto, solamente una paz de temor; no la paz que es seguridad en el porvenir. Conviene repetir esto sin cansarse, y persuadir de ello a los que, entre el pueblo, se dejan fácilmente alucinar por el espejismo de que la paz consiste en la abundancia de bienes, mientras la paz segura y estable es, sobre todo, un problema de unidad espiritual y de disposiciones morales. Ella exige, bajo pena de una nueva catástrofe de la humanidad, que se renuncie a la autonomía falaz de las fuerzas materiales, las cuales, en nuestros días, no se distinguen gran cosa de las armas propiamente bélicas. No mejorará la condición presente de las cosas si todos los pueblos no llegan a reconocer los comunes fines espirituales y morales de la humanidad; si no se ayudan a realizarlos y si, en consecuencia, no se entienden mutuamente para oponerse a la disolvente discrepancia que domina entre ellos en relación con el tenor de vida y con la producción del trabajo.

16. Todo esto se puede y aun se debe hacer en Europa, creando esa unión continental entre sus pueblos, diferentes, es cierto, mas geográfica e históricamente ligados entre sí. Un fuerte argumento en favor de tal unión es el manifiesto fracaso de la política contraria, y el hecho de que los mismos pueblos, en sus clases más humildes, están esperándola y la juzgan necesaria y prácticamente posible. Ha llegado, según parece, el tiempo de que el proyecto se convierta en realidad. Por lo tanto, Nos exhortamos a la acción a los políticos cristianos, a quienes bastará recordar que toda unión pacifica de pueblos fue siempre un gran ideal del cristianismo. ¿Por qué se ha de dudar todavía? El fin es claro; las necesidades de los pueblos están a la vista de todos. A quien exigiese con anticipación la garantía absoluta del éxito, se le debería responder que se trata, sí, de un riesgo, pero necesario; de un riesgo, pero acomodado a los tiempos presentes; de un riesgo conforme a la razón. Es necesario, sin duda, proceder con precaución, avanzar con pasos calculados; mas ¿por qué desconfiar precisamente ahora del alto grado alcanzado por la ciencia y la práctica de la política, las cuales son suficientes para prever los obstáculos y poner los remedios? Empujen, sobre todo, a la acción las difíciles circunstancias en que Europa se debate, para ella no hay seguridad sin riesgo. El que exige una certeza absoluta, no demuestra buena voluntad hacia Europa.

17. Teniendo siempre a la vista este fin, Nos exhortamos también a los políticos cristianos a la acción dentro de sus propios países. Si el orden no reina en la vida interna de los pueblos es inútil esperar la unión de Europa y la seguridad de la paz universal. En tiempos como los nuestros, en que los errores se convierten fácilmente en catástrofes, un político cristiano no puede —hoy menos que nunca— intensificar la tensión social interna, dramatizándola, olvidando los puntos positivos y dejando que se pierda la visión recta de lo que se presenta como razonablemente posible. Se le exige tenacidad en la aplicación de la doctrina social cristiana, tenacidad y confianza mayores que las que los enemigos demuestran tener en sus errores. Si la doctrina social cristiana, de más de cien años acá, se ha desarrollado y se ha hecho fecunda en la práctica política de muchos pueblos —desgraciadamente no de todos—, los que llegan demasiado tarde, no tienen hoy derecho a lamentarse de que el Cristianismo deja en el campo social una laguna, que, según ellos dicen, deberá llenarse mediante una revolución de la conciencia cristiana, como la llaman. La laguna no está en el Cristianismo, sino en la mente de sus acusadores.

Siendo esto así, el político cristiano no sirve a la paz interna ni consiguientemente a la externa, cuando abandona la base sólida de la experiencia objetiva y de los claros principios, y se transforma en un como «heraldo carismático» de una nueva tierra social, contribuyendo a aumentar la desorientación de las inteligencias, ya turbadas.

18. De este crimen se torna responsable quien cree poder hacer experimentos sobre el orden social y particularmente quien no está resuelto a hacer que en todos los grupos prevalezca la legítima autoridad del Estado y el cumplimiento de las justas leyes. ¿Precisa acaso demostrar que la debilidad de la autoridad socava la solidez de una nación más aún que todas las demás dificultades, y que la debilidad de una nación lleva consigo la debilitación de Europa y pone en peligro la paz general?

Por lo tanto, urge reaccionar contra la equivocada idea de que el justo predominio de la autoridad y de las leyes abre necesariamente el camino a la tiranía. Nos mismo, hace algunos años, en ocasión de esta misma festividad (24 diciembre 1944), hablando de la democracia, indicamos que en un Estado democrático, no menos que en cualquier otro bien ordenado, la autoridad debe ser verdadera y efectiva. La democracia pretende, sin duda, realizar el ideal de la libertad; pero ideal es únicamente aquella libertad que se aleja de todo desenfreno, aquella libertad que a la conciencia del propio derecho une el respeto a la libertad, a la dignidad y al derecho de los demás, y es consciente de la propia responsabilidad hacia el bien general. Naturalmente que esta genuina democracia no puede vivir ni prosperar sino en una atmósfera de respeto hacia Dios y de cumplimiento de sus mandamientos, no menos que de solidaridad y hermandad cristianas.

19. De esta manera, amados hijos e hijas, la obra de la paz prometida a los hombres en la espléndida noche de Belén, se realizará, al fin, con la buena voluntad de cada uno, pero tiene su principio en la plenitud de la verdad que ahuyenta las tinieblas de las mentes. Como en la Creación, al principio era el Verbo, y no las cosas ni sus leyes, ni su poder y abundancia, así en la realización de la misteriosa empresa encargada por el Creador a la Humanidad, debe ser colocado en el principio el mismo Verbo, su verdad, su caridad y su gracia; y solamente después la ciencia y la técnica.

Hemos querido exponeros este orden y os exhortamos a tutelarlo eficazmente. De nuestra parte esta la historia que, como bien sabéis, es una buena maestra. Parece, sin embargo, que quienes no entienden sus enseñanzas y por ello se sienten inclinados a probar nuevas aventuras, son mucho más numerosos que los demás a quienes con sus locuras sacrifican. Nos hemos hablado en nombre de estas víctimas que lloran todavía sobre tumbas vecinas o lejanas y ya están temiendo que se abran otras nuevas; que aún moran entre ruinas, y ven ya aproximarse nuevas destrucciones; que aún estén esperando a sus familiares prisioneros y dispersos, y temen ya por su propia libertad. Es tan grande el peligro, que desde la cuna del Príncipe eterno de la paz Nos hemos visto en la precisión de dirigir palabras graves, aun con el peligro de provocar temores todavía más vivos. Pero siempre se puede confiar en que con la gracia de Dios será éste un temor saludable y eficaz que conduzca hacia la unión de los pueblos, reforzando de esta manera la paz.

Oiga estas Nuestras ansias y votos la Madre de Dios y Madre de los hombres, María Inmaculada, ante cuyos altares se postran este año en modo especial los pueblos de la tierra, a fin de que interponga entre ésta y el Trono de Dios su maternal intercesión.

Con tales augurios en los labios y en el corazón, os impartimos a vosotros todos, amados hijos e hijas, a vuestras familias, y especialmente a los humildes, a los pobres, a los oprimidos, a los perseguidos por su fidelidad a Cristo y a su Iglesia, con efusión del corazón, Nuestra paternal Bendición Apostólica.

 

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