DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
SOBRE TRES CUESTIONES DE MORAL MÉDICA
RELACIONADAS CON LA REANIMACIÓN*
Domingo 24 de noviembre de 1957
El doctor Bruno Haid, jefe de la Sección de Anestesia de la Clínica Quirúrgica Universitaria de Innsbruck, Nos ha sometido tres cuestiones de moral médica relacionadas con lo que se conoce por «reanimación». Nos place, señores, responder a ese deseo, que manifiesta la alta conciencia que tenéis de vuestros deberes profesionales y la voluntad de resolver los problemas delicados que se os plantean a la luz de los principios del Evangelio.
Según la exposición del doctor Haid, la anestesiología moderna se ocupa no solamente de los problemas de la analgesia y de la anestesia propiamente dichas, sino también de la «reanimación». Se designa así en Medicina, y particularmente en anestesiología, a la técnica susceptible de remediar ciertos incidentes que amenazan gravemente la vida humana, y en particular las asfixias, que antes, cuando no se disponía de los medios de la anestesiología moderna, conducían en algunos minutos a la detención del corazón y a la muerte. La tarea del anestesista se extiende, por tanto, a las dificultades respiratorias agudas, provocadas por la estrangulación o condicionadas por lesiones torácico-pulmonares abiertas; interviene para impedir la asfixia debida a la obstrucción interna de las vías respiratorias por el contenido estomacal o por ahogamiento, para remediar la parálisis respiratoria total o parcial en caso de tétanos grave, de parálisis infantil, de envenenamiento por gas, los hipnóticos o la embriaguez, o incluso en caso de parálisis respiratoria central provocada por traumatismos craneanos graves.
Cuando se practica la reanimación y el tratamiento de los que sufren lesiones craneales, y a veces entre los operados del cerebro o de los que han sufrido traumatismos cerebrales por anoxia y permanecen sumergidos en una profunda inconsciencia, surgen cuestiones que interesan a la moral médica y que ponen en juego los principios de la filosofía natural más que los de la analgesia. Así acontece que el anestesiólogo puede, como en los accidentes y enfermedades indicadas anteriormente, y cuyo tratamiento ofrece suficientes probabilidades de éxito, mejorar el estado general de los pacientes que sufran lesión grave del cerebro y cuyo caso parecía desde el principio desesperado. Así también restablece la respiración, bien por intervención manual, bien con la ayuda de aparatos especiales; libera las vías respiratorias y provee la alimentación artificial del paciente. Gracias a esta terapéutica, en particular por la administración de oxígeno, por medio de la respiración artificial, la circulación que estaba casi extinguida se recupera y el aspecto del paciente mejora, a veces de forma tan rápida que el anestesiólogo o cualquier otro médico que, fiándose de su experiencia, hubiera abandonado el caso, comienza a alimentar una ligera esperanza de ver restablecida la respiración espontánea. La familia considera generalmente esta mejora como un resultado sorprendente, que suele atribuir al médico.
Si la lesión del cerebro es tan grave que es muy probable, e incluso prácticamente cierto, que el paciente no sobrevivirá, el anestesista se plantea la cuestión angustiosa del valor y del sentido de las maniobras de reanimación. Para ganar tiempo y emprender con más seguridad las decisiones ulteriores, aplicará inmediatamente la respiración artificial con intubación y limpieza de las vías respiratorias. Pero puede entonces encontrarse en una situación delicada si la familia considera estos esfuerzos inconvenientes y no se aviene a ellos. La mayor parte de las veces esto se produce no al principio de las tentativas de reanimación, sino cuando el estado del paciente, después de una ligera mejoría, no progresa y cuando está claro que sólo la respiración artificial automática le mantiene con vida. Se pregunta entonces si se debe o si se puede proseguir la tentativa de reanimación, aunque el alma haya abandonado quizá ya el cuerpo.
La solución de este problema, ya difícil en sí, se hace más difícil todavía cuando la familia —católica quizá— apremia al médico de cabecera, y particularmente al anestesiólogo, a quitar el aparato de respiración artificial a fin de permitir al paciente, ya virtualmente muerto, que acabe en paz. De ahí se deriva una cuestión fundamental desde el punto de vista religioso y para la filosofía de la naturaleza; según la fe cristiana, ¿cuándo sobreviene la muerte en caso de pacientes para los que se han utilizados los procedimientos modernos de reanimación? ¿La extremaunción es válida, al menos mientras se pueda comprobar una acción cardíaca, aunque las funciones vitales propiamente dichas hayan desaparecido ya y si la vida no depende más que del funcionamiento de un aparato respiratorio?
Los problemas que se plantean en la práctica moderna de la reanimación pueden, pues, formularse en tres preguntas: ¿Se tiene el derecho o hasta la obligación de utilizar los aparatos modernos de respiración artificial en todos los casos, aun en aquellos que, a juicio del médico, se consideran como completamente desesperados? En segundo lugar, ¿se tiene el derecho o la obligación de retirar el aparato respiratorio cuando, después de varios días, el estado de inconciencia profunda no se mejora, mientras que si se prescinde de él la circulación se detendrá en algunos minutos? ¿Qué es preciso hacer en este caso si la familia del paciente que ha recibido los últimos sacramentos impulsa al médico a retirar el aparato? ¿La extremaunción es todavía válida en este momento? En tercer lugar, un paciente que cae en la inconsciencia por parálisis central, pero en el cual la vida —es decir, la circulación sanguínea— se mantiene gracias a la respiración artificial y sin que sobrevenga ninguna mejora después de varios días, ¿debe ser considerado como muerto «de facto» o también «de jure»? ¿No es preciso esperar para considerarle como muerto a que la circulación sanguínea se detenga a pesar de la respiración artificial?
Nos responderemos de muy buena gana a estas tres cuestiones; pero antes de examinarlas querríamos exponer los principios que permitirán formular la respuesta.
La razón natural y la moral cristiana dicen que el hombre (y cualquiera que está encargado de cuidar de su semejante) tiene el derecho y el deber, en caso de enfermedad grave, de tomar las medidas necesarias para conservar la vida y la salud. Tal deber que tiene hacia él mismo, hacia Dios, hacia la comunidad humana y lo más a menudo hacia personas determinadas, deriva de la caridad bien ordenada, de la sumisión al Creador, de la justicia social y aun de la estricta justicia, así como de la piedad hacia la familia. Pero obliga habitualmente sólo al empleo de los medios ordinarios (según las circunstancias de personas, de lugares, de épocas, de cultura), es decir, a medios que no impongan ninguna carga extraordinaria para sí mismo o para otro. Una obligación más severa sería demasiado pesada para la mayor parte de los hombres y haría más difícil la adquisición de bienes superiores más importantes. La vida, la salud, toda la actividad temporal están en efecto, subordinadas a los fines espirituales. Por otra parte, no está prohibido hacer más de lo estrictamente necesario para conservar la vida y la salud, a condición de no faltar a deberes más graves.
En cuanto al hecho de administrar los sacramentos a un hombre sumido en la inconsciencia, la respuesta se deduce de la doctrina y de la práctica de la Iglesia, que, por su parte, sigue como regla de acción la voluntad del Señor. Los sacramentos están destinados, en virtud de la institución divina, a los hombres de este mundo durante la duración de su vida terrestre, y, a excepción del bautismo mismo, presuponen el bautismo en aquel que los recibe. Lo que no sea un ser humano, no lo sea todavía o no lo sea ya, no puede recibir los sacramentos. Por otra parte, si alguno manifiesta su negativa, no se le pueden administrar en contra de su voluntad. Dios no fuerza a nadie a aceptar la gracia sacramental. Si se ignora cuándo alguien reúne las condiciones requeridas para recibir validamente el sacramento, es preciso procurar resolver la duda. En caso de no conseguirlo, se conferirá el sacramento bajo condición, al menos tácita (con la cláusula «si capax est», que es la más amplia). Los sacramentos han sido instituidos por Cristo para los hombres, a fin de salvar su alma; además, en caso de extrema necesidad, la Iglesia prueba las soluciones últimas para comunicar a un hombre la gracia y los socorros sacramentales.
La cuestión del hecho de la muerte y de la comprobación, sea de hecho (de facto), sea de su autenticidad jurídica (de jure), tiene por sus consecuencias, aun en el terreno de la moral y de la religión, un alcance todavía más largo. Lo que acabamos de decir sobre las presunciones esenciales de la recepción válida de un sacramento lo demuestra. Pero la importancia del hecho se extiende también a los efectos en materia de herencia, a la cuestión del matrimonio y a los procesos matrimoniales, a la cuestión de los beneficios y a muchos otros aspectos de la vida privada y social.
Es propio del médico, y particularmente del anestesiólogo, dar una definición clara y precisa de la "muerte" y del "momento de la muerte" de un paciente que fallece en estado de inconsciencia. Para eso se puede restablecer el concepto usual de separación completa y definitiva del alma y del cuerpo. Pero en la práctica se tendrá en cuenta la imprecisión de los términos "cuerpo" y "separación". Se puede descuidar la posibilidad de que un hombre sea enterrado vivo, ya que la retirada del aparato respiratorio debe, después de algunos minutos, provocar el detenimiento de la circulación y, por consiguiente, la muerte.
En caso de duda insoluble se puede recurrir también a las presunciones de derecho y de hecho. En general, se resolverá por la de la permanencia de la vida, ya que se trata de un derecho fundamental recibido del Creador y del que es preciso probar con certeza que se ha perdido.
Pasamos ahora a la solución de las cuestiones particulares.
1. El anestesiólogo, ¿tiene el derecho o incluso está obligado en todos los casos de inconsciencia profunda, hasta en aquellos completamente desesperados, a juicio de un médico competente, de utilizar los aparatos modernos de respiración artificial, aun contra la voluntad de la familia?
En los casos ordinarios se concederá que el anestesiólogo tiene el derecho de obrar así, pero no tiene obligación de ello, a menos que sea el único medio de dar satisfacción a otro deber moral cierto, ya que los derechos y los deberes del médico son correlativos a los del paciente. El médico, en efecto, no tiene con respecto al paciente derecho separado o independiente; en general, no puede obrar más que si el paciente le autoriza explícita o implícitamente (directa o indirectamente). La técnica de reanimación de que aquí se trata no contiene en sí nada de inmoral, ya que el paciente —si es capaz de decisión personal— podría utilizarla lícitamente y, por consecuencia, dar la autorización al médico. Por otra parte, como estas formas de tratamiento sobrepasan los medios ordinarios a los que se está obligado a recurrir, no se puede sostener que sea obligatorio emplearlos y, en consecuencia, dar la autorización del médico.
Los derechos y los deberes de la familia, en general, dependen de la voluntad, que se presume, del paciente inconsciente, si él es mayor y «sui juris».
En cuanto al deber propio e independiente de la familia, no obliga habitualmente más que al empleo de medios ordinarios. Por consiguiente, si parece que la tentativa de reanimación constituye en realidad para la familia una carga que en conciencia no se le pueda imponer, ella puede lícitamente insistir para que el médico interrumpa sus tentativas, y este último puede lícitamente acceder a ello. En este caso no hay disposición directa de la vida del paciente, ni eutanasia, que no sería nunca lícita; aun cuando no lleve consigo el cese de la circulación sanguínea, la interrupción de las tentativas de reanimación no es nunca más que indirectamente causa de la paralización de la vida y es preciso aplicar en este caso el principio de doble efecto y el de «voluntarium in causa».
2. Así, Nos hemos contestado ya en esencia a la segunda cuestión: «¿Puede el médico retirar el aparato respiratorio antes de que se produzca la paralización definitiva de la circulación? ¿Lo puede hacer, al menos, cuando el paciente ha recibido ya la extremaunción? ¿Es ésta válida cuando se le administre en el momento en que se detenga la circulación o aun después?».
Es preciso responder afirmativamente a la primera parte de esta cuestión, como ya Nos lo hemos explicado. Si no se le ha administrado la extremaunción, se debe prolongar la respiración hasta que se pueda llevar a cabo. En cuanto a saber si la extremaunción es válida en el momento de la paralización definitiva de la circulación o aun después de esto, es imposible responder con un "sí" o un "no". Si esta paralización definitiva significa, según el parecer de los médicos, la separación cierta del alma y del cuerpo, aun cuando determinados órganos particulares continúen funcionando, la extremaunción será, ciertamente, inválida, ya que el que la recibe ha dejado de ser un hombre, pues ésta es una condición indispensable para la recepción de los sacramentos. Si por el contrario, los médicos estiman que la separación del cuerpo y el alma es dudosa y que la duda no se puede resolver, la validez de la extremaunción es dudosa también. Pero aplicando sus reglas habituales: «Los sacramentos son para los hombres» y «En caso de extrema necesidad se intentarán las medidas extremas», la Iglesia permite administrar el sacramento, bajo condición siempre, por respeto al signo sacramental.
3. Cuando la circulación sanguínea y la vida de un paciente, profundamente inconsciente a causa de una parálisis central, no son mantenidas más que mediante la respiración artificial, sin que ninguna mejora se manifieste después de algunos días, ¿en qué momento considera la Iglesia católica al paciente como "muerto" o cuándo, según las leyes naturales, debe declararlo "muerto" (cuestión «de facto» y «de jure»)?
(La muerte, ¿se muestra ya después del traumatismo craneano grave, que ha provocado la inconsciencia profunda y la parálisis respiratoria central, cuyas consecuencias inmediatamente mortales hayan podido, sin embargo, ser retardadas por medio de la respiración artificial, o se produce, según la opinión actual de los médicos, solamente después de la paralización definitiva de la circulación, a pesar de la prolongada respiración artificial?)
En lo que se refiere a la comprobación del hecho en los casos particulares, la respuesta no se puede deducir de ningún principio religioso y moral, y bajo este aspecto no pertenece a la competencia de la Iglesia. Ella espera; no se cierra. Si bien consideraciones de orden general permiten creer que la vida humana continúa tanto tiempo como sus funciones vitales —a diferencia de la simple vida de los órganos— se manifiesten espontáneamente o aun mediante la ayuda de procedimientos artificiales. Un buen número de casos son objeto de una duda insoluble y deben ser tratadas según las presunciones de derecho de hecho de que Nos hemos hablado.
Puedan estas explicaciones guiaros e ilustraros cuando intentéis resolver las cuestiones delicadas que se presentan en la práctica de vuestra profesión. En prenda de los favores divinos que Nos pedimos para vosotros y para todos aquellos que os sean queridos, os concedemos de todo corazón Nuestra Bendición Apostólica.
* AAS 49 (1957) 1027-1033;
Copyright © Libreria Editrice Vaticana
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana